El libro de los muertos (2 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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—Voy a abrir el recipiente.

Wildenstein quitó el cierre y extrajo el paquete con cuidado. Reparó en que la caligrafía era tosca e infantil y en la falta de remite, así como en las múltiples vueltas de cordel mal atado. Casi parecía hecho adrede para despertar sospechas. De una esquina del paquete, rota de tanto trajinarlo, salía una sustancia de color marrón claro que parecía arena, sin ninguna similitud con los agentes de bioterrorismo que conocía Wildenstein por sus estudios. Cortó el cordel con la poca destreza que le permitían los gruesos guantes y abrió el paquete. Dentro había un saquito de plástico.

—¡Nos han dado por el saco! —dijo Richie, resoplando.

—Mientras no se demuestre lo contrario, lo trataremos como si fuera peligroso —dijo ella, aunque en su fuero interno compartía su opinión. Siempre era mejor pecar de exceso de cautela.

—¿Peso?

—Un kilo doscientos. Hago constar que todas las alarmas de sustancias peligrosas de la campana están a cero.

Usó una paleta para recoger unas decenas de granos y repartirlos en seis tubos de ensayo. Los sacó de la campana, tapados y en una gradilla, y se los dio a Richie, que no necesitó ninguna indicación para aplicar los reactivos químicos habituales y proceder a los correspondientes tests.

—¡Qué pedazo de muestra! ¡Así da gusto! —dijo, socarrón—. De ese modo, aunque lo quememos, lo cozamos y lo disolvamos, aún nos quedará bastante para hacer un castillo de arena.

Wildenstein esperó hasta el final del examen, llevado con mano maestra.

—Todo negativo —fue la conclusión—. ¿Qué narices debe ser esto?

Wildenstein cogió otro juego de muestras.

—Haz una prueba de calor en atmósfera oxidante y pasa el gas por el analizador.

—Ahora mismo.

Richie cogió otra probeta, la tapó con una pipeta conectada al analizador de gases y calentó despacio el tubo con un mechero Bunsen. Para sorpresa de Wildenstein, la muestra prendió enseguida y brilló un momento antes de desaparecer sin cenizas ni residuos.

—¡Más madera! ¡Esto es la guerra!

—¿Qué ha dado, Richie?

Richie leyó el resultado.

—Dióxido y monóxido de carbono prácticamente puros, con trazas de vapor de agua.

—Pues entonces la muestra tenía que ser carbono puro.

—¡Venga ya, jefa! ¿Desde cuándo hay carbono en forma de arena marrón?

Wildenstein inspeccionó la arenilla del fondo de uno de los tubos de ensayo.

—Voy a mirarlo con el estereozoom.

Depositó una docena de granos en una lámina, la puso en el portaobjetos del microscopio y encendió la luz para mirar por los oculares.

—¿Qué ves? —preguntó Richie.

Ella no contestó. Estaba hipnotizada. Bajo el microscopio no eran granos marrones, sino fragmentos minúsculos de una sustancia cristalina de infinitos colores: azul, rojo, amarillo, verde, marrón, negro, violeta, rosa... Con la vista pegada al microscopio, cogió una cuchara metálica y empujó un poco uno de los granos. Lo oyó rechinar ligeramente en el cristal.

—¿Qué haces? —preguntó Richie.

Wildenstein se levantó.

—¿No tenemos refractómetro?

—Sí, uno barato que parece de la Edad Media.

Richie buscó en un armario y sacó un aparato cubierto de polvo con una funda amarillenta. Lo montó y lo enchufó.

—¿Sabes usar este trasto?

—Creo que sí.

Wildenstein separó un grano con el estereozoom, lo colocó sobre una lámina y le echó una gota de aceite mineral. A continuación introdujo la lámina en la cámara del refractómetro y giró varias veces el botón hasta obtener un resultado.

Levantó la cabeza, sonriendo.

—Lo que sospechaba. El índice de refracción es de dos coma cuatro.

—Ah...¿Yqué?

—Pues que ya lo tenemos.

—¿El qué, jefa?

Miró a su ayudante.

—¿Qué está hecho de carbono puro, tiene un índice de refracción superior a dos y es tan duro que corta el cristal?

—¿Un diamante?

—Muy bien.

—¿Quieres decir que esto es una bolsa de polvo de diamante?

—Parece que sí.

Richie se levantó la capucha protectora para secarse la frente.

—Es la primera vez que lo veo. —Se giró y cogió el teléfono—. Creo que voy a llamar al hospital para decirles que desactiven la alerta biológica. Me han dicho que el administrador del museo se ha cagado encima.

Tres

Frederick Watson Collopy, el director del Museo de Historia Natural de Nueva York, sintió un cosquilleo de irritación en la nuca al bajar del ascensor; ponía los pies en el sótano por primera vez en varios meses. Le extrañaba mucho que Wilfred Sherman, el director de Mineralogía, hubiera insistido en recibirlo en el laboratorio de su departamento, en vez de ser él quien subiera al despacho de Collopy en la cuarta planta.

Dio unas zancadas por el suelo cubierto de arenilla, que hacía crujir las suelas de sus zapatos. La puerta del laboratorio de mineralogía estaba a la vuelta de la esquina, cerrada. Movió el pomo. Cerrada con llave. Golpeó enérgicamente, de nuevo irritado.

Sherman abrió casi enseguida, y con la misma prontitud volvió a cerrar con llave. El conservador estaba despeinado, sudoroso... Hecho un desastre, en suma. Normal, pensó Collopy. Después de un repaso somero del laboratorio, su mirada se posó en el ignominioso paquete. Estaba sucio y arrugado, dentro de una bolsa con doble cremallera, sobre una mesa de muestras, cerca de un estereozoom. Al lado había media docena de sobres blancos.

—Doctor Sherman —dijo Collopy—, el descuido en la entrega de este material ha dado una pésima imagen del museo. Es un escándalo, y me quedo corto. Quiero saber el nombre del mensajero y por qué no se respetaron los habituales procedimientos de entrega. También quiero saber por qué se manipuló un material de este valor con tan poco cuidado, y cómo es posible que se equivocaran de destinatario, con lo que se provocó el pánico. Tengo entendido que el polvo de diamante de uso industrial cuesta varios miles de dólares el kilo.

Sherman no contestó. Solo sudaba.

—Ya veo el titular del periódico de mañana: «Miedo a un ataque bioterrorista en el Museo de Historia Natural». Preferiría no leerlo, la verdad. Acaba de llamarme un reportero de
The Times,
un tal Harriman, y espera mis explicaciones para dentro de media hora.

Sherman tragó saliva, mudo. Una gota de sudor caía por su frente. Se la secó rápidamente con un pañuelo.

—¿Qué? ¿Puede explicarlo o no? ¿Ha insistido tanto en que bajara a su laboratorio por algo en particular?

—Sí —dijo con esfuerzo Sherman, señalando el estereozoom con la cabeza—. Quería que... lo viese.

Collopy se levantó para ir al microscopio. Cuando se quitó las gafas y miró por los oculares, apareció algo borroso e indistinto.

—No veo ni jota.

—Hay que enfocarlo.

Collopy giró el botón, enfocando y desenfocando la muestra; de pronto se quedó sobrecogido por la belleza de un conjunto de trocitos de cristal de múltiples y vivos colores, iluminado por detrás como una vidriera.

—¿Qué es?

—Una muestra del polvo del paquete.

Se apartó.

—Bueno, pero ¿el pedido era de usted, o de alguien de su departamento?

Sherman titubeó.

—No.

—Pues entonces, doctor Sherman, dígame cómo es posible que su departamento recibiera varios miles de dólares en polvo de diamante.

—Puedo explicárselo.

Sherman no dijo nada más. Su mano temblorosa cogió uno de los sobres blancos. Collopy esperó, pero era como tener delante una estatua.

—¿Doctor Sherman?

En vez de contestar, Sherman sacó el pañuelo y se secó la frente por segunda vez.

—¿Se encuentra mal, doctor Sherman?

Sherman tragó saliva.

—No sé cómo decírselo.

La respuesta de Collopy fue tajante.

—Tenemos un problema, y ahora solo me quedan... —Echó un vistazo a su reloj—. Veinticinco minutos para devolverle la llamada a Harriman, así que haga el favor de ir al grano.

El mineralogista asintió en silencio y volvió a secarse la cara. A pesar de su enfado, Collopy lo compadeció. En muchos aspectos era como un adolescente de mediana edad que se hubiera quedado en la época de su primera colección de minerales. De repente se dio cuenta de que Sherman se secaba algo más que sudor. Le lloraban los ojos.

—No es polvo de diamante industrial —dijo Sherman finalmente.

Collopy frunció el entrecejo.

—¿Cómo?

El conservador respiró hondo, como si hiciera de tripas corazón.

—El polvo de diamante industrial está hecho de diamantes negros o marrones sin valor estético. Mirando por el microscopio se ven partículas cristalinas oscuras, que es lo previsible. En cambio hay otras que son de colores.

Su voz tembló.

—Sí, lo acabo de ver.

Sherman asintió con la cabeza.

—Minúsculos fragmentos y cristales de todos los colores del espectro. Después de comprobar que eran diamantes, me he preguntado...

Le falló la voz.

—¿Doctor Sherman?

—Me he preguntado: ¿de dónde puede salir una bolsa de polvo de diamante compuesta por millones de fragmentos de diamantes de fantasía, con un peso total de un kilo cien gramos?

Se hizo un profundo silencio en el laboratorio. Collopy se había quedado frío.

—No entiendo nada.

—Esto no es polvo de diamantes —dijo abruptamente Sherman—. Esto es la colección de diamantes del museo.

—Pero ¿qué dice, hombre?

—La persona que nos robó los diamantes el mes pasado... debe de haberlos pulverizado. Todos.

Las lágrimas caían libremente, pero Sherman ya no se molestaba en secarlas.

—¿Pulverizado? —Collopy miró con los ojos desorbitados hacia ambos lados—. ¿Cómo se pulveriza un diamante?

—Con un mazo.

—Pero ¿no eran lo más duro del mundo?

—Duro sí, pero eso no impide que también sean quebradizos.

—¿Por qué está tan seguro?

—Muchos de nuestros diamantes tienen un color único. Por ejemplo la Reina de Narnia. No existe ningún otro diamante con el mismo tono azul con matices de violeta y verde. He conseguido identificar cada uno de los fragmentos. Es lo que he estado haciendo, separarlos.

Cogió el sobre blanco y lo vació sobre una hoja de papel que había en la mesa de muestras. Se formó una montañita de polvo azul. La señaló.

—La Reina de Narnia.

Cogió otro sobre y formó un montoncito violeta.

—El Corazón de la Eternidad.

Vació los sobrecitos uno tras otro.

—El Fantasma Añil. Ultima Thule. El 4 de Julio. El Verde de Zanzíbar.

Eran como golpes continuos y ensordecedores de tambor. Collopy contempló las pequeñas montañas de arena reluciente con horror.

—Esto es una broma de mal gusto —acabó diciendo—. No pueden ser los diamantes del museo.

—Los tonos exactos de muchos de estos diamantes famosos son identificables —contestó Sherman—. Como disponía de datos objetivos, he analizado los fragmentos y su tono es idéntico. No hay error posible. No pueden ser otros.

—Pero seguro que todos no están... —dijo Collopy—. No puede haberlos destruido todos...

—El paquete contenía 1,09868 kilos de polvo de diamante, lo cual equivale aproximadamente a 5.500 quilates. Si se suma la cantidad derramada, el envío original debía de contener unos 6.000 quilates. He hecho la suma en quilates de lo que se robó, y...

La voz de Sherman fue apagándose.

—¿Y qué? —preguntó Collopy, completamente en vilo.

—El peso total era de 6.042 quilates —susurró Sherman.

Solo el tenue zumbido de los fluorescentes turbó el largo silencio del laboratorio. Al final Collopy levantó la cabeza y miró a Sherman a los ojos.

—Doctor Sherman... —empezó a decir.

Le falló la voz y tuvo que volver a empezar.

—Doctor Sherman... Esta información no puede salir de esta sala bajo ningún concepto.

Sherman, que ya estaba pálido, se quedó blanco como el papel, pero al cabo de un momento asintió sin decir nada.

Cuatro

W illiam Smithback Jr. penetró en el recinto oscuro y oloroso del pub que recibía el nombre de «el Huesos», y examinó a la ruidosa concurrencia. Eran las cinco. El local rebosaba de empleados del museo que remojaban el gaznate después de largas horas de trabajo gris en la mole de granito de la acera de enfrente. Aquel entusiasmo por acudir a un local donde hasta el último palmo de pared estaba cubierto de huesos, cuando acababan de huir de un entorno laboral idéntico, era un misterio para Smithback, que últimamente solo acudía al Huesos por un motivo: el malta de cuarenta años que escondía el encargado debajo de la barra. Treinta y seis dólares por copa no podían considerarse una ganga, pero siempre era mejor que dejarse corroer las visceras por un Cutty Sark de tres dólares.

Reconoció el pelo cobrizo de Nora Kelly, que desde hacía poco era su mujer. Estaba en la mesa de siempre, la del fondo. Después de saludarla con la mano, y de acercarse sin prisas, Smithback adoptó una actitud teatral.

—Pero, ¡silencio! ¿Qué resplandor se abre paso a través de aquella ventana?
[1]
—recitó antes de besarle al vuelo el dorso de la mano, hacer lo propio, pero con más detenimiento, en sus labios y sentarse al otro lado de la mesa—. ¿Qué tal?

—Sigue siendo interesante trabajar en el museo.

—¿Lo dices por el susto de esta mañana, lo del ataque terrorista?

Ella asintió con la cabeza.

—Alguien ha dejado un paquete para el departamento de mineralogía; por lo visto soltaba una especie de polvo, y han creído que era ántrax o algo por el estilo.

—Sí, ya me he enterado. De hecho en el periódico de hoy sale un artículo firmado por el amigo Harriman.

Bryce Harriman era el colega y archirrival de Smithback en
The Times,
aunque Smithback se había asegurado cierto margen gracias a recientes exclusivas de gran impacto.

Llegó el camarero, alicaído como siempre, y esperó en silencio a que pidieran.

—Para mí dos dedos de Glen Grant —dijo Smithback—. Del bueno.

—Yo una copa de vino blanco, por favor.

El camarero se fue arrastrando los pies.

—O sea, que se ha armado una buena, ¿no? —preguntó Smithback.

Nora se rió.

—¡Qué pena que no hayas visto a Greenlaw, el hombre que lo encontró! Tenía tan claro que se moría que se lo han tenido que llevar en camilla, con traje protector y todo.

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