Sara se sentía estupendamente. Estoy empezando a captar la importancia de apreciar ciertas cosas, pensó. Me extraña que no se me ocurriera antes. ¡Es genial!
—¡Hola, carita de bebé!
Sara oyó una voz falsamente nasal burlándose de alguien. Era un comentario tan antipático, que al oírlo Sara hizo una mueca de disgusto. El contraste entre la maravillosa sensación que había experimentado y el desagradable sonido de esas palabras le chocó.
¡Ya están metiéndose otra vez con el pobre Donald!, pensó Sara. En efecto, los dos bravucones habían vuelto a las andadas. Habían acorralado a Donald en el pasillo y el pobre niño estaba apretujado contra su taquilla. Sara vio los rostros de Lynn y Tommy sonriendo despectivamente a escasos centímetros del de Donald.
De golpe, Sara perdió su timidez.
—¡Sois unos cafres! ¿Por qué no os metéis con alguien de vuestro tamaño?
Eso no era exactamente lo que la niña pretendía decir, puesto que Donald era bastante más alto que los otros dos, pero la confianza que les daba el hecho de andar siempre en pareja colocaba a Donald, la víctima de turno, en una situación de clara desventaja.
—¡Donald tiene novia, Donald tiene novia! —canturrearon los dos bravucones al unísono.
Sara se sonrojó de vergüenza y al cabo de unos instantes su rubor se intensificó debido a la ira. Los dos chicos se pusieron a reír y echaron a andar por el pasillo, dejando a Sara ahí plantada, sofocada y sintiéndose abochornada e incómoda.
—¡No necesito que me defiendas! —gritó Donald, descargando de nuevo su ira sobre Sara para ocultar sus lágrimas de vergüenza.
Dios santo —pensó Sara— he vuelto a meter la pata. ¡Es que no escarmiento! A ti también te aprecio, Donald, pensó Sara. Gracias a ti, he comprendido que soy una idiota. Una idiota que no escarmienta.
—Hola, Salomón —saludó Sara en un tono inexpresivo, colgando su cartera del poste de la cerca junto al búho.
—Buenos días, Sara, hace un día espléndido, ¿no crees?
—Supongo que sí —respondió Sara distraídamente, sin percatarse, pues le tenía sin cuidado, de que el sol lucía de nuevo.
Después de aflojarse el nudo de la bufanda, se la quitó y la guardó en el bolsillo. Salomón aguardó en silencio a que Sara pusiera en orden sus ideas y le lanzara su acostumbrada andanada de preguntas, pero ese día la niña se mostraba extrañamente taciturna.
—No lo entiendo, Salomón —dijo por fin Sara.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—No entiendo de qué sirve que yo aprecie las cosas. No veo que me haga ningún bien ni a mí ni a nadie.
—¿A qué te refieres?
—Había empezado a pillar la onda. Llevo toda la semana practicando. Al principio me costó bastante, pero luego me resultó más fácil. Hoy lo apreciaba todo, hasta que llegué a la escuela y vi a Lynn y a Tommy metiéndose otra vez con el pobre Donald.
—¿Y qué ocurrió?
—Que me enfadé. Me enfadé tanto que les grité. Quería que dejaran a Donald en paz, para que pueda ser feliz. He vuelto a meter la pata, Salomón. Me uní a su cadena de dolor. No he escarmentado. Odio a esos chicos, Salomón. Son asquerosos.
—¿Por qué les odias?
—Porque me han amargado un día perfecto. Me había propuesto apreciar a todas las personas y los objetos que viera hoy. Cuando me desperté esta mañana, aprecié mi cama, mi desayuno, a mis padres e incluso a Jason. De camino a la escuela vi muchas cosas que aprecié, pero esos chicos lo han estropeado todo, Salomón. Han conseguido que vuelva a sentirme mal. Como antes de que aprendiera a apreciar las cosas.
—No me extraña que estés enfadada con ellos, Sara, pues has caído en una trampa terrible. La peor trampa que existe en el mundo.
Sara se asustó al oír esas palabras. Había visto las trampas caseras que construían Jason y Billy y había liberado a muchos de los ratoncitos, ardillas y pájaros que ellos gozaban capturando. La idea de que alguien la hiciera caer en una trampa la aterrorizaba.
—¿Una trampa? ¿A qué te refieres, Salomón?
—Verás, Sara, cuando tu felicidad depende de lo que otras personas hagan o dejen de hacer, estás atrapada, porque no puedes controlar lo que piensen o hagan. Descubrirás la auténtica libertad —una libertad que ni siquiera imaginas— cuando descubras que tu felicidad no depende de otros. Tu felicidad sólo depende de aquello a lo que decidas prestar atención.
Sara escuchó en silencio mientras unos gruesos lagrimones rodaban por sus sonrosadas mejillas.
—En estos momentos te sientes atrapada porque crees que no pudiste haber reaccionado de forma distinta ante lo ocurrido. Cuando ves algo que te hace sentir incómoda, reaccionas de acuerdo con las circunstancias. Crees que sólo puedes sentirte mejor si las circunstancias son mejores. Y como no puedes controlar las circunstancias, te sientes atrapada.
Sara se enjugó el rostro con la manga. Se sentía profundamente turbada.
Salomón tenía razón. Se sentía atrapada. Y deseaba liberarse de esa trampa.
—Sigue practicando el sentimiento de aprecio, Sara, y no tardarás en sentirte mejor. Iremos resolviendo el tema poco a poco. Ya lo verás. No te costará comprenderlo. No dejes de divertirte. Mañana proseguiremos nuestra charla. Que descanses.
Salomón estaba en lo cierto. Las cosas empezaron a mejorar. De hecho, las semanas siguientes fueron las mejores que recordaba Sara.
Todo iba como la seda. Las jornadas escolares se le hacían cada vez más cortas y Sara comprobó asombrada que empezaba a sentirse a gusto en la escuela. Pero Salomón seguía siendo la mejor parte de la jornada de Sara.
—Me alegro de haberte encontrado en este bosquecillo, Salomón —dijo Sara—. Eres mi mejor amigo.
—Yo también me alegro, Sara. Somos aves del mismo plumaje.
—Tienes razón, a medias —contestó Sara echándose a reír.
Al contemplar el maravilloso plumaje de Salomón sintió un tierno aprecio hacia él.
—¿Pero qué significa esa expresión, Salomón?
—La gente utiliza esa expresión para indicar que las cosas que se asemejan se juntan. Las cosas y seres que se asemejan se atraen mutuamente.
—¿Como se juntan los petirrojos, los cuervos o las ardillas?
—Más o menos. Todas las cosas que se asemejan lo hacen, Sara. Pero la semejanza no siempre radica en lo que tú crees. Por lo general no es tan evidente que pueda distinguirse a simple vista.
—No lo entiendo, Salomón. Si no puede verse, ¿cómo sabemos si unas cosas se asemejan o son distintas?
—Lo presientes, Sara. Pero requiere práctica, y antes de practicarlo debes saber lo que buscas, y como la mayoría de las personas no conocen las reglas más elementales, no saben lo que deben buscar.
—¿Como las reglas de un juego, Salomón?
—Más o menos. En realidad, sería más preciso llamarlo «la ley de la atracción universal», según la cual todos los cuerpos semejantes se atraen mutuamente.
—«¡Dios los cría y ellos se juntan!» —exclamó Sara alegremente. Había oído a su madre decirlo a veces, pero no se había parado a pensar en lo que significaba y jamás se le habría ocurrido que pudiera aplicarse a su amistad con un búho.
—Eso es, Sara. La ley de la atracción universal afecta a todas las personas y todos los objetos en el Universo.
—Pero no acabo de entenderlo, Salomón. Explícamelo, por favor.
—Mañana, a medida que transcurra el día, observa las pruebas de esta ley. Mantén los ojos y los oídos bien abiertos, y, sobre todo, presta atención a cómo te sientes mientras observas los objetos, las personas, los animales y las situaciones que te rodean. Diviértete con esto, Sara. Mañana seguiremos hablando del tema.
«Hummm, Aves del mismo plumaje, Dios los cría y ellos se juntan…» —pensó Sara. Mientras no cesaba de dar vueltas en su cabeza a esas palabras, una numerosa bandada de gansos que se hallaban en el prado alzaron el vuelo y pasaron sobre ella. A Sara le encantaba observar a esos gansos de invierno, los cuales al volar trazaban unos dibujos asombrosos en el cielo. No dejaba de ser una casualidad, pensó sonriendo, que Salomón y ella hubieran hablado hacía poco sobre aves del mismo plumaje y de improvisto apareciera esa inmensa bandada de aves surcando el cielo. «¡Hummm, la ley de la atracción universal!».
El viejo y resplandeciente Buick negro del señor Pack aminoró la marcha al pasar junto a Sara. La niña saludó con la mano a los señores Pack y éstos correspondieron a su saludo. Sara recordó los comentarios de su padre sobre sus ancianos vecinos: «Esos viejos son idénticos». «Incluso se parecen físicamente», había añadido su madre.
«Hummm —reflexionó Sara— es verdad que se parecen mucho». Y recordó el día en que había conocido a esos vecinos. «Ambos van siempre muy atildados», había observado su madre desde el principio. El coche del señor Pack era siempre el más reluciente del pueblo. «Debe de lavarlo todos los días», había comentado su padre con aspereza, pues no apreciaba el contraste entre el coche del señor Pack, que siempre estaba limpio, y el suyo, generalmente sucio. El césped y el jardín del señor Pack estaban siempre cuidados y las plantas presentaban un aspecto impecable. La señora Pack era tan ordenada como su marido. Sara no había tenido muchas oportunidades de entrar en casa de los Pack, pero las pocas veces que había puesto los pies en ella, por haberla enviado su madre con un recado, le había impresionado lo ordenada y limpia que estaba siempre, sin un detalle fuera de lugar. ¡La ley de la atracción universal!, pensó Sara. El hermano de Sara, Jason, y su revoltoso amigo Billy, pasaron a toda velocidad Junto a Sara montados en sus bicis, aproximándose cuanto podían sin chocar con ella.
—¡Eh, Sara, fíjate por dónde vas! —se mofó Jason.
Sara les oyó reír a carcajadas mientras circulaban por la calle. ¡Mocosos! —pensó Sara, ocupando de nuevo su lugar en la calzada, irritada por haberse apartado para dejarles pasar.
—Son tal para cual —masculló. Se divierten haciendo trastadas.
De pronto se paró en seco.
— Aves del mismo plumaje —comentó sonriendo. ¡Dios los cría y ellos se juntan! ¡Ésa es la ley de la atracción universal!
«¡Y afecta a todas las personas y objetos que existen en el Universo!». Sara recordó las palabras de Salomón.
Al día siguiente, Sara pasó un buen rato buscando pruebas de la ley de la atracción universal.
«¡Están en todas partes!», pensó mientras observaba a adultos, niños y adolescentes ocupándose de sus quehaceres en el pueblo. Sara se detuvo en
Hoyt's Store
, una tienda de ultramarinos y otros artículos, situada en el centro del pueblo, no lejos del camino a la escuela. Compró una goma de borrar para suplir la que un compañero le había pedido prestada ayer y no le había devuelto, y una chocolatina para después del almuerzo. A Sara le gustaba entrar en esta tienda. Siempre le producía una sensación agradable. Los dueños de la tienda eran tres hombres joviales y risueños, que continuamente estaban dispuestos a bromear con las personas que entraban en el establecimiento. Como era la única tienda de ultramarinos del pueblo, siempre estaba llena, pero incluso cuando se formaban largas colas, los dueños no dejaban de sonreír y bromear con quienquiera que les siguiera el juego.