El libro del cementerio (25 page)

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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Fantasia, Infantil-Juvenil

BOOK: El libro del cementerio
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—Aquí, mamá. No hace falta que des esas voces —Scarlett se puso al teléfono—. Hola, señor Frost.

—Hola. El hombre parecía excitado. El… Hum… Mira, el asunto del que estuvimos hablando el otro día, aquel suceso que tuvo lugar en mi casa… Puedes decirle a tu amigo que he descubierto… hum, pero antes dime una cosa: cuando hablabas de «un amigo», ¿estabas hablando en realidad de ti, o de verdad existe ese amigo? No me malinterpretes, no querría inmiscuirme en tu vida personal, simplemente, siento curiosidad.

—No, no, es verdad que tengo un amigo que tiene interés en saber lo que ocurrió —respondió Scarlett, divertida.

Su madre la miró desconcertada.

—Pues dile a tu amigo que he estado haciendo algunas averiguaciones, y creo haber descubierto algo. Parece que he tropezado con cierta información que ha permanecido en secreto todos estos años. Pero creo que deberíamos manejarla con mucho cuidado… Yo… hum… He averiguado algunas cosas más.

—¿Como, por ejemplo?

—Verás… no vayas a creer que me he vuelto loco. El caso es que, bueno, por lo que he podido averiguar, efectivamente fueron tres las víctimas. Pero había también otra persona (un bebé, según creo) que logró salvarse. Era una familia compuesta por cuatro personas, en vez de tres. Y hay más, pero no me parece prudente hablar de ello por teléfono. Dile a tu amigo que venga a verme, y le pondré al corriente de todo.

—Se lo diré —dijo Scarlett, y colgó el teléfono—. Su corazón latía a cien por hora.

Nad bajó los estrechos escalones de piedra por primera vez en seis años. El eco multiplicaba el ruido de sus pasos en la caverna situada en el corazón de la colina.

Finalmente, llegó al nivel inferior y esperó a que el Sanguinario se manifestara. Esperó y esperó, pero no sucedió nada; no hubo susurros, ni movimiento alguno.

Echó un vistazo alrededor; la oscuridad no suponía ningún impedimento para él, pues veía en la oscuridad igual que los muertos. Se acercó a la losa que hacía las veces de altar, donde aún podían verse el cáliz, el broche y el puñal de piedra.

Nad acarició la hoja del puñal. Estaba más afilada de lo que esperaba, y le rasgó levemente la piel del dedo.

—Ése es el tesoro del sanguinario —susurró la triple voz, pero sonaba más débil e insegura que años atrás.

—Tú eres el más viejo del lugar le —dijo Nad—. He venido a hablar contigo, porque necesito que me aconsejes sobre una cosa.

Silencio.

—Nadie viene a pedir consejos al sanguinario. El sanguinario custodia. El sanguinario espera.

—Sí, ya lo sé. Pero Silas no está, y no sé a quién más puedo recurrir.

Nadie respondió. Únicamente un silencio con ecos de polvo y soledad.

—No sé qué hacer —admitió Nad—. Creo que puedo averiguar quién mató a mi familia, quién es esa persona que ahora quiere matarme a mí. Pero para lograrlo, tendría que abandonar el cementerio.

El Sanguinario no dijo nada. Pero sus tentáculos de humo iban envolviendo lentamente la caverna.

—No me asusta morir —continuó Nad—. Es sólo que, toda la gente a la que quiero se ha esforzado tanto y durante tanto tiempo en mantenerme a salvo, en darme una educación, en protegerme…

De nuevo el silencio.

—Es algo que tengo que hacer yo solo —dijo—. Sí. Pues, eso es todo. Siento haberte molestado.

Entonces una voz sinuosa e insinuante le susurró en la mente:

—El sanguinario fue colocado aquí para custodiar el tesoro hasta que el amo regrese. ¿Eres tú el amo?

—No —respondió Nad.

Y entonces, con un gemido esperanzado, le preguntó:

—¿Querrías ser nuestro amo?

—Pues la verdad es que no.

—Sí fueras nuestro amo, podríamos rodearte con nuestros tentáculos de humo para siempre; si fueras nuestro amo, podríamos protegerte y mantenerte a salvo hasta el final de los tiempos y no tendrías que hacer frente a los peligros del mundo.

—No soy vuestro amo. No.

Nad notó que el Sanguinario se le retorcía en el interior de la mente.

—En tal caso, ve y encuentra tu nombre.

Acto seguido, la mente del chico se vació, y la caverna también quedó vacía de nuevo. Nad estaba solo una vez más.

Volvió a subir la escalera, con cuidado, pero muy deprisa. Había tomado una decisión y tenía que actuar rápido, antes de que se arrepintiera.

Scarlett lo estaba esperando en el banco que había frente a la vieja capilla.

—¿Y bien? —le pregunto.

—Iré a verlo. ¡Vamos! —contestó Nad.

Y, juntos, avanzaron por el sendero en dirección a las puertas del cementerio.

El número 33 era una casa alta y estrecha, situada en el centro de la hilera de casas adosadas; una vivienda corriente de ladrillo rojo. Nad la contempló con aire dubitativo, preguntándose por qué no había nada en ella que le resultara familiar. No era más que una casa como cualquier otra. En lugar de jardín delantero, había tan sólo un pequeño espacio asfaltado, donde habían aparcado un Mini verde; la puerta principal estaba pintada de azul, pero el tiempo y el sol habían deslucido mucho la pintura.

—¿Vamos? —le preguntó Scarlett.

Nad llamó a la puerta. Al cabo de unos segundos, oyeron un ruido de pasos en el interior, y la puerta se abrió, dejando a la vista un pequeño recibidor y el inicio de una escalera. En el umbral había un hombre con gafas, canoso y con entradas. El individuo parpadeó y alargó la mano para estrechar la de Nad.

—Tú debes de ser el misterioso amigo de la señorita Perkins —comentó con una sonrisa nerviosa—. Encantado de conocerte.

—Este es Nad —dijo Scarlett.

—¿Nat?

—Nad, acabado en «d» —lo corrigió Scarlett—. Nad, éste es el señor Frost.

Nad y Frost se estrecharon la mano.

—He puesto agua a hervir —les informó el señor Frost.

—¿Qué os parece si tomamos una taza de té mientras hablamos?

Lo siguieron por la escalera hasta la cocina, donde Frost sirvió tres tazas de té y, a continuación, los condujo a una pequeña sala de estar.

—El resto de las habitaciones están arriba les —dijo—. El cuarto de baño está en el piso inmediatamente superior y, arriba del todo, los dormitorios y mi despacho. Andar todo el día subiendo y bajando la escalera te mantiene en forma.

Se sentaron en un espacioso sofá de color morado chillón («Ya estaba aquí cuando llegué»), y se dispusieron a tomar el té.

Scarlett temía que el señor Frost abrumara a Nad con toda clase de preguntas, pero no lo hizo. No obstante, parecía muy emocionado, como si acabara de identificar la tumba de algún personaje famoso y estuviera impaciente por dar a conocer su hallazgo al mundo entero. No paraba de rebullirse en su asiento; parecía que tuviera algo verdaderamente importante que comunicarles y estuviera haciendo un gran esfuerzo por contenerse.

—Bueno, ¿qué es lo que ha averiguado? —le preguntó Scarlett sin más preámbulos.

—Bien, pues, en primer lugar, tenías razón. En efecto, ésta es la casa en la que mataron a esas tres personas. Y el hecho… quiero decir, el crimen, fue… bueno, no es que intentaran ocultarlo deliberadamente, pero lo cierto es que la policía lo dejó correr. Se hicieron los locos, por así decirlo.

—No lo entiendo —dijo Scarlett—. Un asesinato no es algo que se pueda barrer y dejarlo debajo de la alfombra.

—Pues eso fue exactamente lo que hicieron con éste —dijo el señor Frost mientras apuraba su té—. Supongo que alguien muy influyente movió algunos hilos. Es la única explicación que se me ocurre para ese silencio y para lo que pasó con el pequeño…

—¿Y qué fue lo que pasó con él? —preguntó Nad.

—Sobrevivió —respondió Frost—, de eso estoy seguro.

—Pero nadie lo buscó. Normalmente, la desaparición de un niño de dos años habría sido una noticia de interés nacional.

—Pero ellos… hum… debieron de ocultársela a los medios.

—¿Y quiénes son ellos? —inquirió Nad.

—Los mismos que asesinaron al resto de la familia.

—¿Y ha podido averiguar algo más?

—Sí. Bueno, poca cosa… —Frost intentó desdecirse—. Perdonadme. Yo… Veréis. Teniendo en cuenta lo que he descubierto… En fin, resulta todo muy difícil de creer.

Scarlett empezaba a sentirse frustrada y le espetó:

—Cuéntenoslo. Díganos qué es lo que ha descubierto.

Frost parecía algo avergonzado.

—Tienes razón. Perdonadme. Esto de andar con secretitos no es buena idea. Los historiadores no nos dedicamos a enterrar cosas; lo que hacemos es sacarlas a la luz, mostrárselas a la gente. Bien… —vaciló un momento, y luego continuó—. He encontrado una carta. Sí, ahí arriba. Estaba escondida bajo una placa suelta de la tarima. Y volviéndose hacia Nad, le preguntó—: Jovencito, ¿sería hacertado por mi parte pensar que… en fin, que tu interés en este asunto, en este trágico asunto, es de índole personal?

Nad asintió con la cabeza.

—No te preguntaré nada más —aseguró el señor Frost, y se puso en pie—. Ven conmigo —le dijo—. Tú no, Scarlett, todavía no. Quiero que él la lea primero. Luego, si lo cree oportuno, te la enseñaré a ti también. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió Scarlett.

—No tardaremos —le dijo el señor Frost—. Vamos, jovencito.

Nad se levantó y miró a Scarlett con aire preocupado.

—Tranquilo le —dijo Scarlett sonriendo—. Yo te espero aquí.

La chica siguió las sombras de los dos con la mirada mientras salían de la habitación y subían por la escalera.

Se preguntó qué sería lo que Nad estaba a punto de descubrir, pero le parecía bien que él fuera el primero en saberlo. Al fin y al cabo se trataba de su historia. Así era como debía ser.

El señor Frost subió delante de Nad.

El chico iba mirando alrededor, pero todo lo que veía seguía sin resultarle familiar.

—Vamos al último piso, arriba del todo —indicó el señor Frost, y siguieron subiendo—. Yo no… bueno, si no quieres, no tienes por qué responder, pero… hum… Tú eres el niño que desapareció, ¿verdad?

Nad no respondió.

—Ya estamos —dijo el señor Frost. Abrió la puerta con la llave, y entraron en una habitación.

Era un cuarto pequeño, un ático con el techo abuhardillado. Trece años antes, la cuna de Nad estuvo en aquella habitación; ahora casi no cabían los dos a la vez.

—La verdad es que fue un golpe de suerte —dijo el señor Frost—. La tenía justo debajo de mis narices, por así decirlo.

Frost se agachó y retiró la raída alfombra que cubría el suelo de la estancia.

—¿Usted sabe por qué asesinaron a mi familia? —le preguntó Nad.

—Está todo aquí —respondió el señor Frost haciendo palanca con el dedo para levantar una tabla que estaba suelta—. Éste era el cuarto del bebé. Te enseñaré… Lo único que no sabemos es quién lo hizo; no tenemos ni idea. No dejó ni una sola pista.

—Sabemos que tiene el cabello oscuro —afirmó Nad, en la habitación que un día había sido la suya—, y también sabemos que se llama Jack.

El señor Frost metió la mano en el hueco que había quedado al quitar la tabla.

—Han pasado casi trece años —dijo—. Con el tiempo, el pelo se cae y salen canas. Pero, en efecto, se llama Jack.

Frost se puso de pie. En la mano que había metido en el agujero había ahora un enorme y afilado puñal.

—Muy bien —dijo el hombre Jack—. Ha llegado el momento de poner el punto final a esta historia.

Nad lo miró con los ojos desorbitados. Era como si el señor Frost hubiera sido una especie de abrigo, un simple disfraz, y ahora no quedara nada de aquel semblante amable y solícito. La luz se le reflejaba en los cristales de las gafas y en la hoja del puñal.

Una voz los llamó desde abajo; era Scarlett.

—Señor Frost, alguien está llamando a la puerta. ¿Quiere que vaya a abrir?

El hombre Jack no apartó la vista de él más que un instante, pero Nad sabía que aquel momento era de todo lo que disponía, e inició su Desaparición hasta hacerse completamente invisible. Jack volvió a mirar hacia donde se suponía que debía estar el chico, luego recorrió la habitación con la mirada, debatiéndose entre el desconcierto y la furia. Dio un paso adelante y giró la cabeza a uno y otro lado, como un tigre rastreando a su presa.

—Sé que estás aquí —gruñó el hombre Jack—. ¡Puedo olerte!

Detrás de él, la pequeña puerta del ático se cerró de golpe y, antes de que pudiera reaccionar, oyó el ruido de la llave al girar en la cerradura.

—Con esto ganarás algo de tiempo, pero no me detendrás, chico —gritó—. Tú y yo seguimos teniendo un asunto pendiente.

Nad bajó como una flecha por la escalera, apoyándose en las paredes, y a punto estuvo de caer de cabeza en su afán por reunirse cuanto antes con Scarlett.

—¡Scarlett! —exclamó al verla—. ¡Es él! ¡Vamonos!

—¿Quién? ¿De qué demonios estás hablando?

—¡De él! ¡De Frost! El es Jack. ¡Ha intentado matarme!

Oyeron un zambombazo en el piso de arriba; era el hombre Jack que intentaba derribar la puerta a patadas.

—Pero… —Scarlett intentaba comprender lo que estaba escuchando—. Pero si es un tipo estupendo.

—No —dijo Nad mientras la agarraba del brazo y tiraba de ella para llevársela hacia la puerta—. No, no lo es.

Scarlett abrió la puerta de la calle.

—¡Ah! Buenas tardes, señorita —dijo el hombre que había llamado a la puerta—. Buscamos al señor Frost. Tengo entendido que vive aquí.

El hombre tenía el cabello plateado y olía a agua de colonia.

—Disculpen… ¿Son ustedes amigos suyos? —preguntó Scarlett.

—¡Oh, sí! —respondió otro hombre, más bajito, que lucía un fino bigote negro y era el único que llevaba sombrero.

—Desde luego que sí —afirmó un tercero. Sin duda, era el más joven de todos, rubio y con aspecto de vikingo.

—Todos y cada uno de nosotros lo somos —dijo el último, fuerte como un toro, de piel aceitunada y de cabeza enorme.

—El ha… El señor Frost ha salido a un recado —mintió Scarlett.

—Pero su coche está aquí —dijo el hombre del cabello plateado.

—Y por cierto, ¿tú quién eres, niña? —dijo el rubio hablando al mismo tiempo que el anterior.

—Mi madre y él son amigos —respondió Scarlett.

Estaba viendo a Nad, detrás mismo del grupo de hombres reunido frente a la puerta, que gesticulaba frenéticamente indicándole que se despidiera ya y se fuera con él. Scarlett intentó zafarse de ellos lo más rápido posible.

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