—¿Por qué habría de…?
—Tú mismo lo dijiste: todos los políticos necesitan aliados y todos los presidentes necesitan saber en quién pueden confiar. Quizá fue así como Manning clasificaba a todos aquellos que estaban más próximos a él.
Asiento ante la lógica de su razonamiento, miro nuevamente la lista y añado mentalmente los verdaderos nombres.
—Y no es mi intención ofenderte —añade Lisbeth—, pero tu amigo Dreidel es un pedazo de mierda. Un auténtico mierda, Wes, un mierda que aporrea a las prostitutas y les destroza la cara contra los espejos.
Mientras Lisbeth me cuenta la historia de Violet, yo aún puedo ver a la mujer cubierta con el albornoz del hotel. Sin embargo, de eso a destrozarle la cara…
—¿Estás segura de que puedes confiar en esa Violet? —pregunto.
—Mira la lista —dice Lisbeth—. Ésa es la letra de Manning, ¿no? —Cuando no le respondo, ella añade—: ¡Venga, Wes! ¿Es la letra de Manning o no?
—Es su letra —digo y mi respiración vuelve a acelerarse.
—Exacto. De modo que si es él quien hizo esas clasificaciones, la nota que Manning se adjudica, esos cuatro puntos en su casillero particular… ¿crees que se trata de un sobresaliente o un gran suspenso?
—¿Un sobresaliente? —pregunto con cierta vacilación sin dejar de mirar los cuatro pequeños puntos
.
—Un sobresaliente como la copa de un pino. Él es la clave. De hecho, yo apostaría que esos cuatro puntos representan un brillante sobresaliente. Ahora fíjate qué otra persona fue lo bastante afortunada como para obtener la misma clasificación.
Repaso la lista. Es la primera vez que reparo en que Manning y Dreidel tienen ambos cuatro puntos.
—Veo, veo, una cosita que empieza por «D», Dreidel— dice Lisbeth a través del teléfono.
—Lisbeth, eso no prueba nada. ¿Y si Manning simplemente confiaba en Dreidel más que en cualquiera de los demás?
—A menos que confiase en Dreidel para que hiciera cosas que no haría ninguno de los demás.
—Espera un momento, ¿o sea, que ahora Dreidel es un tío que se dedica a romperles las piernas a la gente?
—Tú estabas allí, Wes. ¿Me estás diciendo acaso que el presidente nunca tuvo ningún problema personal que necesitaba ser solucionado?
—Por supuesto, pero habitualmente esos problemas corrían por cuenta de… —me interrumpo.
—¿Quién? ¿Esos problemas corrían por cuenta de Boyle?
—Sí, se suponía que sí. Pero aunque fuese así… ¿Qué tiene de malo si solían corresponderle a Boyle…
—… y de pronto dejaron de corresponderle?
—Y de pronto comenzaron a correr por cuenta de Dreidel —digo—. Nadie se habría enterado siquiera de que el presidente había hecho ese cambio a menos que…
—…a menos que ellos encontraran su clasificación en la lista —dice Lisbeth, hablando de prisa—. De modo que cuando Boyle descubrió lo que estaba ocurriendo, cuando vio que Dreidel y Manning tenían la misma clasificación…
—… pudo ver la auténtica clasificación.
Hace apenas una hora le habría dicho a Lisbeth que estaba loca, que era imposible que el presidente y Dreidel estuviesen conspirando juntos. Pero ahora… Rebobino los últimos diez minutos en mi cabeza; lo que dijo la primera dama, la acusación de Boyle contra el presidente y lo que Lisbeth está confirmando… si tan sólo la mitad de todo eso es verdad… Aspiro una bocanada de aire cálido y sofocante, luego aprieto los dientes para relajar la respiración. Pero no lo consigo. Mi pecho sube y baja. El cuello, el rostro… estoy empapado en sudor.
Un poco más arriba de la manzana, en la esquina de County Road, hay un coche blanco con el intermitente encendido, esperando para girar hacia mí.
—Lárgate de ahí ahora mismo —grita Lisbeth.
—Es lo que estoy haciendo.
Abro la puerta del coche, me instalo detrás del volante y busco frenéticamente las llaves en el bolsillo. He venido aquí a pedirle ayuda al mejor y más grande. Pero ahora, con el presidente como El Cuarto y Dreidel llevándonos directamente a las fauces del León… Trato de meter la llave en el contacto, pero la mano me tiembla de tal manera que la llave rebota en el volante. Vuelvo a intentarlo. «Maldita sea, ¿por qué coño no…?» Trato de meter nuevamente la llave pero la punta araña el volante y me pincho el dedo. El dolor es intenso, como si me hubiesen clavado una aguja. Pero cuando mis ojos se llenan de lágrimas, sé muy bien que no es a causa del dolor. O, al menos, no ese dolor.
Un sollozo asciende como una burbuja por mi garganta. Vuelvo a apretar los dientes con fuerza, pero se niega a bajar. «No, no me hagas esto… Ahora no», imploro mientras apoyo la frente contra el volante. Pero cuando pienso en el presidente —todos estos años— no sólo he aprendido el número de zapato que calza o qué almohada prefiere. Sé lo que piensa: quién lo irrita, en quién confía, a quién detesta, incluso quién cree que todavía lo está utilizando. Conozco sus metas, y a qué le teme, y con qué sueña, y qué espera… lo que yo esperaba… La burbuja estalla en mi garganta y todo mi cuerpo comienza a temblar presa de unos sollozos silenciosos y entrecortados. Después de ocho años… cada día… «Oh, Dios, ¿cómo he podido equivocarme con este hombre?»
—Wes, ¿sigues ahí? —pregunta Lisbeth.
Respirando agitadamente y haciendo un esfuerzo para tranquilizarme, trago con dificultad, me siento erguido ante el volante y finalmente puedo meter la llave en el contacto.
—Un segundo —susurro en el teléfono.
Piso el acelerador y siento que los neumáticos se deslizan suavemente por la hierba hasta que cogen velocidad y me sacuden ligeramente hacia adelante. Mientras enjugo las últimas lágrimas, veo que alguien ha dejado el menú de un restaurante chino encajado debajo del limpiaparabrisas. Cojo el volante con una mano, bajo el cristal de la ventanilla con la otra, hago funcionar el limpiaparabrisas y luego saco la mano y agarro el menú justo cuando la varilla lo desplaza hacia la izquierda. Pero cuando dejo el menú en el asiento del acompañante advierto una letra manuscrita familiar en el reverso del menú, justo debajo de los cupones. Piso el freno y el coche se detiene a unos diez metros de la señal de «Stop» que hay en la esquina.
—¿Estás bien? —pregunta Lisbeth por el teléfono.
—Espera…
Me lanzo sobre el menú. La letra es inconfundible. Mayúsculas diminutas y perfectas. «Wes, vuelve la cabeza. Asegúrate de que estás solo. (Lo siento por el melodrama.)»
Me vuelvo en el asiento, miro a mi alrededor y aspiro con fuerza el resto de las lágrimas. El portalón de la residencia de Manning está cerrado. Las aceras están desiertas. Y en la mediana de hierba que corta la estrecha calle sólo está aparcado el coche de alquiler azul marino de la gente del Madame Tussaud.
—¿Has encontrado algo? —pregunta Lisbeth.
Me esfuerzo por leer el resto de la nota y apenas si puedo contener el temblor de las manos. «Es necesario que sepas qué más hizo. A las 19 h, en…»
Mis ojos se abren como platos al leer el lugar donde me ha citado. Igual que en el caso anterior, la nota está firmada con un simple adorno. El extremo de la «R» es más largo que el resto. «Ron.»
En la zona izquierda de la lengua percibo un súbito flujo de humedad agridulce. Me toco el labio y veo el líquido rojo brillante en la punta de los dedos. Sangre. He estado mordiéndome el labio con tanta fuerza que ni siquiera me he dado cuenta de que me estaba desgarrando la piel.
—¿Qué pasa, Wes? ¿Qué pasa ahí? —pregunta Lisbeth, ahora frenética.
Estoy a punto de decírselo, pero me contengo al recordar lo que ella hizo.
—¿Wes, qué ocurre?
—Estoy bien —digo mientras vuelvo a leer la nota de Boyle—. Sólo un poco nervioso.
En la línea se produce una breve pausa. A Lisbeth le han mentido los mejores; yo ni siquiera figuro en la lista de los diez primeros.
—Muy bien, ¿qué es lo que no me estás diciendo? —pregunta.
—Nada, yo sólo…
—Wes, si es por la cinta, lo siento. Y si pudieras olvidarlo…
—¿Podemos no hablar de ello?
—Sólo estoy tratando de disculparme. Lo último que quería hacer era herirte.
—No me heriste, Lisbeth. Sólo me trataste como una historia más.
Ella se queda en silencio por segunda vez. Está más afectada de lo que yo hubiese imaginado.
—Wes, tienes razón: ésta es una historia, es una gran historia. Pero hay una cosa que es necesario que entiendas: eso no significa que para mí sea sólo una historia.
—¿Y eso es todo? —pregunto—. ¿Tú haces un bonito discurso, suenan las campanas y ahora se supone que debo volver a confiar en ti?
—Por supuesto que no, si yo estuviese en tus zapatos no confiaría en nadie. Pero eso no significa que no necesites ayuda, o amigos. Y sólo para tu información, si yo estuviese intentando venderte, cuando encontré el nuevo crucigrama… cuando me enteré de la historia de Violet y Dreidel… podría haber llamado a mi editor en lugar de a ti.
Pienso en eso durante unos segundos. Igual que pienso en nuestro primer viaje en helicóptero.
—¿Y recuerdas ese trato que hicimos y en el que tú me prometiste que me darías a mí la primicia de la historia? —pregunta—. Olvídalo. Ya no la quiero.
—¿Hablas en serio?
—Wes, durante los últimos diez minutos mi libreta de notas ha estado en mi bolso.
Creo lo que Lisbeth me está diciendo, creo que me está diciendo la verdad. Y estoy convencido de que está tratando de hacer lo que es correcto. Pero después de lo sucedido hoy… después de Manning… después de Dreidel… después de casi jodidamente todos… la única persona en la que realmente puedo confiar es en mí mismo.
—¿Cómo te ha ido tu visita a los Manning? —añade Lisbeth—. ¿Han dicho alguna cosa en la que yo pueda ayudarte?
Miro nuevamente la nota manuscrita de Boyle y la firma con su «R» alargada.
—No… lo de siempre —contesto y releo el mensaje para mí. «Es necesario que sepas qué más hizo. A las 19 h, en…»
—¿Cómo te ha ido tu visita a los Manning? —preguntó Lisbeth mientras caminaba de prisa bajo la lluvia ya fuera de la casa donde se había reunido con Violet—. ¿Han dicho alguna cosa en la que yo pueda ayudarte?
Wes hizo una breve pausa. Para Lisbeth ese silencio fue más que suficiente. Si Wes quisiera mentirle ya hubiese inventado alguna historia. Una pausa como ésa… Sea lo que sea lo que esté considerando, no hay duda de que le está haciendo daño. Y, para su sorpresa, cuanto más veía por lo que había pasado Wes —y aún estaba pasando—, más le dolía también a ella. Regla sagrada no. 10: debes comprometerte con la historia, no con la gente que hay en ella.
—No… lo de siempre —dijo finalmente Wes. Y añadió un rápido adiós para evitar la incomodidad del momento. No lo consiguió.
Lisbeth no podía culparlo. Al llevar la grabadora a Key West había defraudado su confianza. Sin embargo, mientras se deslizaba detrás del volante de su coche y comenzaba a marcar un nuevo número, era evidente que no iba a quedarse de brazos cruzados y permitir que él la mantuviese a distancia.
—
Palm Beach Post
—dijo una mujer en el otro extremo de la línea—. Soy Eve…
—Eve, soy Lisbeth. ¿Estás…?
—No te preocupes, la columna está acabada.
—Olvida la columna.
—Incluso puse lo de ese estúpido premio.
—¡Eve!
Hubo una pausa.
—Por favor, dime que no has destrozado mi coche.
—¿Quieres hacer el favor de escucharme? —dijo Lisbeth mientras miraba el crucigrama que le había dado Violet y que tenía desplegado sobre el volante—. ¿Recuerdas a aquel tío mayor de las tiras cómicas? Ya sabes… aquel tío con esas gafas espantosas y un hoyuelo en la barbilla…
—¿Kassal? ¿El que hacía nuestros crucigramas?
—Sí, el mismo… Espera, ¿qué quieres decir con «hacía»? No me digas que está muerto.
—Lisbeth, este periódico es tan miserable que reducen el tamaño de la fuente de los titulares para ahorrar tinta. ¿Crees que pagarían a un empleado extra, beneficios extra, seguro de salud extra, cuando pueden conseguir un crucigrama diario de una agencia por treinta pavos? —dijo Eve—. Lo despidieron hace dos años. Pero tienes suerte, he estado revisando un listín de empleados de hace tres años.
—¿No has limpiado tu escritorio en todo ese tiempo?
—¿Quieres el número o no?
Diez dígitos más tarde, Lisbeth contemplaba la llovizna que mojaba el parabrisas del coche. Su pie golpeaba ansiosamente la alfombrilla mientras esperaba a que contestaran la llamada.