Kivrin esperó una hora después de que Maisry se marchara, hasta asegurarse de que todos se habían ido, y entonces se levantó de la cama, se acercó a la ventana y retiró la cobertura de lino. Sólo vio ramas y cielo grisoscuro, pero el aire era aún más frío que en la habitación. Se subió al asiento.
Se hallaba sobre el patio. Estaba vacío, y el gran portón de madera aparecía abierto. Las piedras del patio y de los tejados a su alrededor parecían mojadas. Extendió la mano, temiendo que ya hubiera empezado a nevar, pero no notó ninguna humedad. Bajó del banco, agarrándose a las piedras heladas, y se acurrucó junto al brasero.
Casi no daba calor alguno. Kivrin se cruzó de brazos, tiritando con su fina camisa. Se preguntó qué habrían hecho con su ropa. En la Edad Media la ropa colgaba de palos junto a la cama, pero en esta habitación no había ninguno, ni tampoco colgadores.
Su ropa estaba en el cofre al pie de la cama, perfectamente doblada. La sacó, agradecida de que sus botas estuvieran aún allí, y entonces se sentó sobre la tapa cerrada del cofre durante largo rato, intentando recuperar el aliento.
Tengo que hablar con Gawyn esta mañana, pensó, deseando que su cuerpo estuviera lo suficientemente recuperado. Es el único momento en que todo el mundo estará fuera, y va a nevar.
Se vistió, sentándose todo lo posible y apoyándose contra los postes de la cama para ponerse las calzas y las botas, y luego volvió a la cama. Descansaré un poco, pensó, sólo hasta que entre en calor, y se quedó dormida inmediatamente.
La campana, la del suroeste que había oído cuando llegó, la despertó. El día anterior estuvo sonando todo el día, y Eliwys se acercó a la ventana y permaneció allí durante un rato, como si intentara averiguar qué había pasado. La luz de la ventana era más tenue, pero sólo porque las nubes eran más espesas, más bajas. Kivrin se puso la capa y abrió la puerta. Las escaleras eran empinadas, talladas en el lado de piedra del salón, y no tenían barandilla. Agnes había tenido suerte al despellejarse sólo la rodilla. Podría haber caído directamente al suelo. Kivrin mantuvo la mano en la pared y descansó a medio camino, para contemplar el salón.
Estoy aquí de verdad, pensó. Es realmente 1320. El hogar en el centro de la habitación brillaba con un rojo oscuro, y había un poco de luz del tiro para el humo y las altas y estrechas ventanas, pero la mayor parte del salón estaba en sombras.
Se detuvo donde estaba, contemplando la penumbra, intentando distinguir si había alguien allí. El alto sillón, con su respaldo y sus brazos tallados, estaba en la pared del fondo, y al lado se hallaba el sillón de lady Eliwys, un poco más bajo y menos adornado. Vio tapices colgando de las paredes y una escalerilla al fondo que debía de conducir a un desván. Apoyadas sobre las otras paredes se extendían pesadas mesas de madera y anchos bancos, y un banco más estrecho ocupaba el espacio junto a la pared situada debajo de las escaleras. El banco de los mendigos, apoyado contra un tabique de separación.
Kivrin bajó el resto de las escaleras y se dirigió de puntillas hacia los tabiques; sus pasos resonaban en la paja reseca esparcida por el suelo. Los tabiques formaban una división, una pared interna que aislaba la corriente de la puerta.
A veces formaban una habitación separada, con camas a cada lado, pero aquí sólo había un estrecho corredor, con ganchos donde colgar la ropa. Ahora no había ninguna. Bien, pensó Kivrin, se han ido todos.
La puerta estaba abierta. En el suelo había un par de viejas botas, un cubo de madera y el carrito de Agnes. Kivrin se detuvo en la pequeña antesala para recuperar el aliento, ya jadeante, deseando poder sentarse un instante, y luego se asomó con sumo cuidado a la puerta y salió.
No había nadie en el patio. Estaba enlosado con piedras planas amarillas, pero el centro, donde había una fuente, estaba cubierto de barro. Había huellas de cascos y de pisadas, y varios charcos de agua fangosa. Una gallina escuálida y de aspecto roñoso bebía intrépidamente en uno de los charcos. Las gallinas sólo se criaban por los huevos. Los palomos y pichones eran las principales aves comestibles del siglo
XIV
.
Y allí estaba el palomar junto a la puerta, y el edificio con tejado de paja de al lado debía de ser la cocina, y los otros edificios más pequeños los almacenes. El establo, con sus amplias puertas, se encontraba al otro lado, y luego había un estrecho pasaje, y el gran granero de piedra.
Probó primero con el establo. El cachorrito de Agnes salió trotando a recibirla, ladrando feliz, y ella tuvo que volver a meterlo dentro rápidamente y cerrar el pesado portón de madera. Evidentemente, Gawyn no estaba allí dentro. Tampoco estaba en el granero, ni en la cocina o los otros edificios, el mayor de los cuales resultó ser el lagar. Agnes había dicho que él no iba a ir a la procesión para cortar el tronco de Nochebuena como si fuera algo sabido, y Kivrin había supuesto que se quedaría para proteger la casa, pero ahora se preguntó si habría acompañado a Eliwys a visitar al campesino.
Si lo ha hecho, tendré que buscar yo sola el lugar del lanzamiento, pensó. Se dirigió de nuevo hacia el establo, pero a mitad de camino se detuvo. No podría subirse a un caballo ella sola, sintiéndose tan débil, y si llegaba a conseguirlo, estaría demasiado mareada para sostenerse. Y demasiado mareada para ir a buscar el lugar. Pero tengo que hacerlo, pensó. Todos se han ido, y va a nevar.
Miró hacia la puerta y luego al pasaje entre el granero y el establo, preguntándose qué camino debía tomar. Habían venido bajando por una colina, y habían dejado atrás una iglesia; recordaba el tañido de la campana. No se había fijado en la puerta ni en el patio, pero ése era probablemente el camino que habían seguido.
Cruzó el empedrado, haciendo que la gallina huyera frenéticamente al refugio del pozo, y contempló el camino desde la puerta. Cruzaba un estrecho arroyo con un puente de troncos y se perdía hacia el sur entre los árboles. Pero no había ninguna colina, ninguna iglesia, ninguna indicación de que ése fuera el camino hacia el lugar del lanzamiento.
Tenía que haber una iglesia. Había oído la campana cuando estaba tendida en la cama. Volvió a entrar en el patio y siguió el sendero fangoso. El sendero pasaba por una pocilga con dos cerdos sucios, y el excusado, inconfundible por su hedor, y Kivrin temió que el senderito fuera sólo el camino hacia el retrete, pero por suerte rodeaba el excusado y daba a un prado.
Y allí estaba la aldea. Y también la iglesia, al fondo del prado, tal como Kivrin la recordaba, y tras ella se encontraba la colina por donde habían bajado.
El prado no parecía tal. Era un espacio despejado con cabanas a un lado y el arroyo flanqueado de sauces al otro, pero había una vaca pastando lo que quedaba de hierba y una cabra atada a un gran roble sin hojas.
Las cabanas se alzaban entre pilas de heno y montones de barro, cada vez más pequeñas y deformes a medida que se alejaban de la mansión, pero incluso la más cercana a ella, que debía de ser la del senescal, no era más que una choza. Todo era más pequeño y sucio y destartalado que las ilustraciones de los vids de historia. Sólo la iglesia tenía el aspecto que se le suponía.
El campanario estaba separado, entre el patio de la iglesia y el prado. Era evidente que lo habían construido después que la iglesia, con sus ventanas normandas de medio punto y su piedra gris. La torre era alta y redonda, y la piedra de construcción era más amarilla, casi dorada.
Un sendero, no mucho más ancho que la trocha del lugar de lanzamiento, se perdía colina arriba, hacia el bosque.
Por ahí vinimos, pensó Kivrin, y cruzó el prado, pero en cuanto dejó atrás el granero, el viento la asaltó. Le atravesó la capa como si no llevara nada, y pareció apuñalarle el pecho. Se apretó la capa en torno al cuello, la sostuvo con la mano plana contra el pecho y continuó.
La campana del suroeste empezó a sonar otra vez. Se preguntó qué significaba. Eliwys e Imeyne habían hablado al respecto, pero eso fue antes de que Kivrin pudiera comprender lo que decían, y cuando comenzó a sonar de nuevo el día anterior, Eliwys actuó como si no la oyera. Tal vez tenía que ver con el Adviento. Se suponía que las campanas tenían que sonar al anochecer en Nochebuena y luego durante una hora antes de la medianoche, según sabía Kivrin. Tal vez sonaban también en otros momentos durante el Adviento.
El sendero estaba embarrado y resbaladizo. A Kivrin empezó a dolerle el pecho. Apretó la mano con más fuerza y continuó, intentando darse prisa. Distinguió movimiento más allá de los campos. Serían campesinos que volvían con el tronco de Nochebuena, o de recoger a los animales. No lo veía bien. Parecía que allí ya estaba nevando. Debía apresurarse.
El viento le agitó la capa y levantó hojas muertas a su paso. La vaca se marchó, la cabeza gacha, hacia el refugio de las chozas. No eran ningún refugio. Apenas parecían más altas que Kivrin, como si hubieran sido hechas con estacas y puestas en ese sitio, y no detenían al viento en absoluto.
La campana siguió sonando, un repique lento y firme, y Kivrin advirtió que había reducido el paso para seguir su compás. No debía hacer eso. Tenía que darse prisa. Pero correr hacía que el dolor fuera tan intenso que empezó a toser. Se detuvo, se dobló por la tos.
No lo conseguiría. No seas tonta, se dijo, tienes que encontrar el sitio. Estás enferma. Tienes que volver a casa. Llega hasta la iglesia y descansa dentro un momentito.
Reemprendió la marcha, deseando no toser, pero no le fue posible. No podía respirar. No podía llegar a la iglesia, mucho menos al lugar de recogida. Tienes que hacerlo, se gritó por encima del dolor. Esfuérzate.
Se detuvo otra vez, doblada de dolor. Antes le preocupaba que algún campesino saliera de una de las chozas, pero ahora deseaba que alguien lo hiciera para que la ayudara a volver a la casa. No había nadie. Todos estaban lejos, cogiendo el tronco de Nochebuena y reuniendo a los animales. Miró hacia los campos. Las distantes figuras de antes habían desaparecido.
Estaba frente a la última cabana. Tras ella había un puñado de cobertizos ruinosos donde no esperaba que viviera nadie. Debían de ser graneros y corrales, y tras ellos, seguramente no muy lejos, estaba la iglesia. Tal vez si voy despacio, pensó, y se encaminó hacia la iglesia de nuevo. Todo el pecho le dolía a cada paso. Se detuvo, tambaleándose un poco, pensando no debo desmayarme. Nadie sabe que estoy aquí.
Se volvió y miró hacia la mansión. Ni siquiera podría regresar al salón. Tengo que sentarme, pensó, pero no había ningún sitio donde hacerlo en el sendero embarrado. Lady Eliwys estaba atendiendo al campesino; lady Imeyne, las niñas y toda la aldea estaban cortando el tronco de Nochebuena. Nadie sabe que estoy aquí.
El viento arreciaba; ahora no soplaba a ráfagas, sino con un impulso intenso y sostenido. Debo intentar volver a la casa, pensó Kivrin, pero tampoco pudo hacerlo. Incluso permanecer de pie le suponía un gran esfuerzo. Si hubiera algún sitio donde sentarse lo haría, pero el espacio entre las cabanas, hasta las verjas, era todo barro. Entraría en la choza.
Tenía una valla desvencijada alrededor, hecha de ramas verdes entretejidas entre estacas. La valla apenas le llegaba a la altura de la rodilla y no habría mantenido a un gato a raya, mucho menos a las ovejas y vacas contra las que se suponía que la habían alzado. Sólo la puerta tenía sujecciones hasta la altura de la cintura, y Kivrin se apoyó agradecida en una de ellas.
—Hola —gritó al viento—, ¿hay alguien aquí?
La puerta principal de la choza estaba sólo a unos pocos pasos de la valla, y la choza no podía ser a prueba de ruidos. Ni siquiera era a prueba de viento. Vio un agujero en la pared donde el barro amasado y la paja se habían resquebrajado y caído a las enmarañadas ramas de abajo. Seguramente podían oírla. Levantó la tira de cuero que sujetaba la valla, entró, y llamó a la baja puerta de madera.
No hubo respuesta, aunque Kivrin tampoco esperaba ninguna. Volvió a gritar.
—¿Hay alguien en casa?
No se molestó en escuchar siquiera cómo lo traducía el intérprete, y trató de alzar la barra de madera que cruzaba la puerta. Era demasiado pesada. Intentó sacarla por las ranuras que sobresalían de los dinteles, pero no pudo. Aunque parecía como si la choza pudiera salir volando de un momento a otro, ella no era capaz de abrir la puerta. Tendría que decirle al señor Dunworthy que las cabanas medievales no eran tan endebles como parecían. Se apoyó contra la puerta, sujetándose el pecho.
Algo sonó a su espalda, y se volvió.
—Lamento haber entrado en su jardín —dijo al momento.
Era la vaca, que se apoyaba casualmente contra la valla y mordisqueaba las hojas marrones, a las que apenas llegaba.
Kivrin tendría que volver a la mansión. Se apoyó en la valla, asegurándose de que quedaba cerrada; pasó la tira de cuero sobre la estaca, y luego se apoyó en el huesudo lomo de la vaca. El animal la siguió unos pocos pasos, como si pensara que Kivrin la llevaba a ordeñar, pero después volvió al jardín.
La puerta de uno de los cobertizos donde no podía vivir nadie se abrió, y un niño descalzo se asomó. Se detuvo. Parecía asustado.
Kivrin intentó enderezarse.
—Por favor —dijo, jadeando—, ¿puedo descansar un momento en tu casa?
El niño la miró aturdido, con la boca abierta. Estaba patéticamente delgado, sus brazos y piernas no eran más gruesos que las ramas de las vallas.
—Por favor, corre y dile a alguien que venga. Diles que estoy enferma.
No puede correr mejor que yo, pensó en cuanto lo hubo dicho. Los pies del niño estaban azules de frío. Su boca parecía ulcerada, y las mejillas y el labio superior estaban manchados de sangre seca de una hemorragia nasal. Tiene escorbuto, pensó Kivrin, está peor que yo, pero repitió:
—Corre a la mansión y pídeles que vengan.
El niño se persignó con una mano huesuda y agrietada.
—
Bighaull emuerdroud ooghattund enblasthardey
—dijo, y volvió a la choza.
Oh, no, pensó Kivrin desesperada. No me entiende, y yo no tengo fuerzas para intentarlo.
—Por favor, ayúdame —suplicó, y pareció que el niño casi entendía eso. Avanzó un paso hacia ella y luego corrió súbitamente en dirección a la iglesia.
—¡Espera! —llamó Kivrin.
Dejó atrás a la vaca, sorteó la valla y desapareció tras la cabana. Kivrin miró el cobertizo. Apenas merecía este nombre. Más parecía una hacina de heno, hierba y trozos de paja metidos en los espacios situados entre los postes, pero la puerta era un tejido de palos unidos por cuerda negra, el tipo de puerta que se puede derribar de un soplido, y el niño la había dejado abierta. Kivrin atravesó el umbral y entró en la choza.