El libro del día del Juicio Final (51 page)

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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—¿Qué hay de Kivrin? ¿Aprueba ella su decisión?

—La señorita Engle era plenamente consciente cuando se ofreció voluntaria para ir a 1320.

—¿Era consciente de que pretendía usted abandonarla?

—Doy por terminada esta conversación, señor Dunworthy —Gilchrist se levantó—. Abriré el laboratorio cuando la fuente del virus haya sido localizada, y quede plenamente demostrado que no existe ninguna posibilidad de que atraviese la red.

Le mostró la puerta a Dunworthy. El portero esperaba fuera.

—No permitiré que abandone a Kivrin —dijo Dunworthy.

Gilchrist frunció los labios bajo la máscara.

—Y yo no permitiré que ponga en peligro la salud de esta comunidad. —Se volvió hacia el portero—. Acompañe al señor Dunworthy a la salida. Si intenta volver a entrar en Brasenose, llame a la policía.

Cerró de un portazo. El portero acompañó a Dunworthy mientras cruzaban el patio, observándole alerta, como si pensara que podría volverse repentinamente peligroso.

Podría hacerlo, pensó Dunworthy.

—Quisiera usar su teléfono —dijo cuando llegaron a la puerta—. Asuntos de la universidad.

El portero parecía nervioso, pero colocó el teléfono sobre el mostrador y se le quedó mirando mientras Dunworthy marcaba el número de Balliol.

—Tenemos que localizar a Basingame —dijo Dunworthy cuando Finch respondió—. Es una emergencia. Llame a la Oficina de Licencias de Pesca de Escocia y recopile una lista de hoteles y albergues. Y déme el número de Polly Wilson.

Anotó el número, colgó, y empezó a marcar. Cambió de idea y telefoneó a Mary.

—Quiero ayudar a localizar la fuente del virus.

—Gilchrist no quiere abrir la red —dijo ella.

—No. ¿Qué puedo hacer para ayudar?

—Lo que hiciste antes con los primarios. Rastrea los contactos, busca las cosas que te dije: exposición a radiación, proximidad a aves o ganado, religiones que prohiban las antivirales. Necesitarás las tablas de contacto.

—Enviaré a Colin por ellas.

—Haré que alguien las prepare. Será mejor que compruebes los contactos de Badri entre cuatro y seis días, por si el virus se originó con él. El tiempo de incubación a partir de un portador no humano o de otro depósito, por ejemplo, puede ser más largo que el período de incubación de persona a persona.

—Pondré a trabajar a William —dijo. Devolvió el teléfono al portero, que inmediatamente rodeó el mostrador y le acompañó al exterior. A Dunworthy le sorprendió que no le escoltara hasta Balliol.

En cuanto llegó, telefoneó a Polly Wilson.

—¿Hay algún medio de entrar en la consola de la red sin tener acceso al laboratorio? —le preguntó—. ¿Puede entrar directamente a través del ordenador de la Universidad?

—No lo sé. El ordenador de la Universidad está protegido. Tal vez pueda conseguir un ariete, o infiltrarme con un gusano desde la consola de Balliol. Tendré que ver qué medidas de seguridad hay. ¿Tiene un técnico para leerlo si consigo entrar?

—Buscaré uno —dijo él. Colgó.

Colin entró, goteando, para coger otro rollo de cinta.

—¿Sabía que llegó la secuencia, y que el virus es un mutante?

—Sí. Quiero que vayas al hospital y me traigas las tablas de contactos.

Colin soltó su montón de carteles. El de encima decía: «No tenga una recaída.»

—Dicen que es una especie de arma biológica —añadió Colin—. Que ha escapado de un laboratorio.

No será del de Gilchrist, pensó Dunworthy amargamente.

—¿Sabes dónde está William Gaddson?

—No. —Colin esbozó una mueca—. Probablemente estará en las escaleras besándose con alguna chica.

Estaba en la despensa, besando a una de las retenidas. Dunworthy le pidió que averiguara el paradero de Badri desde el viernes hasta el domingo por la mañana y que consiguiera una copia de las compras mediante tarjeta de Basingame durante el mes de diciembre. Luego volvió a sus habitaciones para llamar a los técnicos.

Uno de ellos dirigía una red para Siglo Diecinueve en Moscú, y otros dos habían ido a esquiar. Los demás no estaban en casa, o tal vez, alertados por Andrews, no contestaban al teléfono.

Colin le llevó las tablas de contactos. Eran un desastre. No se había hecho ningún intento por conseguir correlaciones excepto posibles conexiones americanas, y había demasiados contactos. La mitad de los primarios estaban en el baile de Headington, dos tercios habían hecho compras de Navidad, y todos menos dos habían viajado en metro. Era como buscar una aguja en un pajar.

Dunworthy se pasó la mitad de la noche comprobando afiliaciones religiosas. Cuarenta y dos eran anglicanos, nueve de la Santa Re-Formada, diecisiete no tenían afiliación. Ocho eran estudiantes de Shrewsbury College, once guardaron cola en Debenham’s para ver a Papá Noel, nueve habían trabajado en la excavación de Montoya, treinta habían comprado en BlackwelPs.

Veintiuno habían tenido contactos cruzados con al menos dos secundarios, y el Papá Noel de Debenham’s había contactado con treinta y dos (todos menos once en un pub después de su turno), pero ninguno podía ser relacionado con todos los primarios excepto Badri.

Mary trajo los nuevos casos por la mañana. Llevaba RPE, pero no mascarilla.

—¿Están preparadas las camas?

—Sí. Tenemos dos pabellones de diez camas cada uno.

—Bien. Las necesitaré todas.

Ayudaron a acostarse a los pacientes y los dejaron al cuidado de la estudiante de enfermería de William.

—Los que están en camillas se solucionarán en cuanto tengamos una ambulancia libre —declaró Mary, mientras cruzaba el patio con Dunworthy.

La lluvia había cesado por completo, y el cielo era más claro, como si fuera a despejar.

—¿Cuándo llegará el análogo? —preguntó él.

—Tardará dos días como mínimo.

Llegaron a la puerta. Ella se apoyó contra el muro de piedra.

—Cuando todo esto acabe, voy a atravesar la red —dijo—. Iré a algún siglo donde no haya epidemias, donde no haya que esperar, ni preocuparse, ni sentirse indefenso.

Se pasó la mano por el pelo gris.

—A un siglo que no sea un diez —sonrió—. Pero no hay ninguno, ¿verdad?

Él sacudió la cabeza.

—¿Te he hablado alguna vez del Valle de los Reyes?

—Me contaste que lo habías visitado durante la Pandemia.

Ella asintió.

—El Cairo estaba en cuarentena, así que tuvimos que volar a Addis Abeba, y por el camino soborné al taxista para que nos llevara al Valle de los Reyes para poder ver la tumba de Tutankamon. Fue una tontería. La Pandemia ya había alcanzado Luxor, y por poco no nos pilla la cuarentena. Nos dispararon dos veces. —Sacudió la cabeza—. Podrían habernos matado. Mi hermana se negó a bajar del coche, pero yo descendí las escaleras y llegué hasta la puerta de la tumba, y pensé, así estaba cuando Cárter la encontró.

Miró a Dunworthy sin verlo, recordando.

—Cuando llegaron a la puerta de la tumba, estaba cerrada, y tuvieron que esperar a que las autoridades competentes la abrieran. Cárter abrió un agujero en la puerta, y metió una vela y se asomó. —Su voz era un susurro—. Carnarvon dijo: «¿Ves algo?», y Cárter contestó: «Sí, cosas maravillosas.»

Cerró los ojos.

—Nunca he olvidado eso, haber estado allí de pie ante aquella puerta cerrada. La veo claramente incluso ahora. —Abrió los ojos—. A lo mejor decido ir cuando se acabe todo esto. A la apertura de la tumba del rey Tut.

Atravesó la puerta.

—Oh, vaya, ya está lloviendo otra vez. Tengo que volver. Enviaré los casos de camillas en cuanto haya una ambulancia. —Lo miró con suspicacia—. ¿Por qué no tienes puesta tu mascarilla?

—Hace que se me empañen las gafas. ¿Por qué no llevas tú la tuya?

—Empiezan a escasear. Has recibido tu potenciación de leucocitos-T, ¿verdad?

Él negó con la cabeza.

—No he tenido tiempo.

—Búscalo —dijo ella—. Y ponte la mascarilla. No le servirás de nada a Kivrin si caes enfermo.

No le sirvo de nada a Kivrin ahora, pensó Dunworthy, mientras volvía a sus habitaciones. No me dejan entrar en el laboratorio. No consigo que un técnico venga a Oxford. No encuentro a Basingame. Intentó pensar con quién más podía ponerse en contacto. Había comprobado todas las agencias de viajes y guías de pesca y alquileres de botes de Escocia. No había ni rastro de Basingame. Tal vez Montoya tenía razón y no estaba allí, sino en los trópicos con alguna mujer.

Montoya. Se había olvidado por completo de ella. No la había visto desde la misa de Nochebuena. Estaba buscando a Basingame para que le firmara la autorización para ir a la excavación, y luego llamó el día de Navidad para preguntarle si Basingame prefería las truchas o el salmón. Y llamó de nuevo con el mensaje «No importa». Lo que podría significar que había descubierto no sólo si le gustaban las truchas o el salmón, sino también al propio hombre.

Subió a sus habitaciones. Si Montoya había localizado a Basingame y conseguido la autorización, habría ido directamente a la excavación. No habría esperado a decírselo a nadie. Dunworthy ni siquiera estaba seguro de que supiera que él también lo estaba buscando.

Basingame seguramente regresaría en cuanto Montoya le hablara de la cuarentena, a menos que se lo hubiera impedido el mal tiempo o las carreteras infranqueables. O Montoya tal vez no le hubiera dicho nada de la cuarentena. Obsesionada como estaba con la excavación, tal vez se limitó a pedirle su firma.

La señora Taylor, sus cuatro campaneras sanas y Finch estaban en sus habitaciones, formando un círculo y flexionando las rodillas. Finch tenía un papel en la mano y contaba en voz baja.

—Iba a ir al pabellón a asignar a las enfermeras —dijo mansamente—. Aquí está el informe de William. —Se lo entregó a Dunworthy y se marchó.

La señora Taylor y su cuarteto recogieron las campanillas.

—Ha llamado una tal señora Wilson —anunció la señora Taylor—. Me pidió que le dijera que un ariete no funcionaría, y que tendrá que entrar a través de la consola de Brasenose.

—Gracias.

Ella se marchó seguida de sus cuatro campaneras en fila india.

Dunworthy llamó a la excavación. No hubo respuesta. Llamó al apartamento de Montoya, a su despacho en Brasenose, otra vez a la excavación. No obtuvo respuesta en ningún sitio. Llamó de nuevo a su apartamento y dejó que el teléfono sonara mientras miraba el informe de William. Badri se había pasado todo el sábado y la mañana del domingo trabajando en la excavación. William debía de haber entrado en contacto con Montoya para averiguarlo.

De pronto, se preguntó por la excavación. Estaba en el campo, en Witney, una granja del Fondo Nacional. Tal vez tenía patos, o gallinas, o cerdos, o las tres cosas. Y Badri había pasado un día y medio trabajando allí, revolviendo en el barro, una ocasión perfecta para entrar en contacto con un portador no humano.

Colin llegó, calado hasta los huesos.

—Se han quedado sin carteles —dijo, rebuscando en la mochila—. Londres enviará más mañana. —Limpió el chicle y se lo metió en la boca, con suciedad y todo—. ¿Sabe quién está en su escalera? —preguntó. Se sentó en el asiento de la ventana y abrió su libro de la Edad Media—. William y una chica. Besándose y charlando de cursilerías. Por poco no puedo pasar.

Dunworthy abrió la puerta. William se separó de mala gana de una morenita menuda vestida con un Burberry y entró.

—¿Sabe dónde está la señora Montoya? —preguntó Dunworthy.

—No. El Ministerio dijo que estaba en la excavación, pero no contesta al teléfono. Probablemente está en la iglesia o en alguna parte de la granja y no oye el teléfono. Pensé en utilizar un aullador, pero luego me acordé de esa chica que estudia arqueohistoria y… —Señaló a la morenita—. Ella me dij o que había visto las hojas de asignaciones de la excavación, y que Badri aparecía el sábado y el domingo.

—¿Un aullador? ¿Qué es eso?

—Lo enganchas a la línea y amplía la llamada al otro lado. Por si la persona está en el jardín, en la ducha o algún sitio de esos.

—¿Puede poner uno en este teléfono?

—Son un poco complicados para mí. Conozco a una estudiante que podría hacerlo. Tengo su número en mi habitación —se marchó, cogido de la mano de la morenita.

—¿Sabe? Si Montoya está en la excavación, puedo sacarle del perímetro —dijo Colin. Sacó el chicle y lo examinó—. Será fácil. Hay muchísimos sitios que no están vigilados. A los guardias no les gusta permanecer de pie bajo la lluvia.

—No tengo ninguna intención de quebrantar la cuarentena. Queremos detener esta epidemia, no extenderla.

—Así se extendía la plaga durante la Peste Negra —añadió Colin. Volvió a sacarse el chicle y lo examinó.

Tenía un desagradable color amarillo—. Intentaban huir de ella, pero se la llevaban consigo.

William asomó la cabeza en la puerta.

—Dice que tardará dos días en colocarlo, pero tiene uno en su teléfono por si quiere utilizarlo.

Colin cogió su chaqueta.

—¿Puedo ir?

—No —respondió Dunworthy—. Y quítate esas ropas mojadas. No quiero que pilles la gripe. —Bajó las escaleras con William.

—Ella estudia en Shrewsbury —informó William, abriendo el camino bajo la lluvia.

Colin los alcanzó a mitad del patio.

—No me pondré enfermo. Me pusieron la potenciación. No tenían cuarentenas en la Peste Negra, así que iba a todas partes. —Sacó su bufanda del bolsillo de la chaqueta—. Botley Road es un buen sitio para saltarse el perímetro. Hay un pub en la esquina junto a la barrera, y el guardia entra de vez en cuando a tomarse una copa para calentarse.

—Abróchate la chaqueta —dijo Dunworthy.

La muchacha resultó ser Polly Wilson. Le dijo a Dunworthy que había estado trabajando en un traidor óptico que pudiera irrumpir en la consola, pero no lo había conseguido todavía. Dunworthy telefoneó a la excavación, pero no obtuvo respuesta.

—Déjelo sonar —dijo Polly—. Tal vez tenga que recorrer un buen trecho para atenderlo. El aullador tiene un alcance de medio kilómetro.

Lo dejó sonar durante diez minutos, colgó, esperó cinco minutos, lo intentó de nuevo y lo dejó sonar un cuarto de hora antes de darse por vencido. Polly miraba amorosamente a William, y Colin tiritaba con su chaqueta mojada. Dunworthy se lo llevó a casa y lo acostó.

—Yo podría saltarme el perímetro y decirle que le telefonee —se ofreció Colin, guardando el chicle en la mochila—. Por si le preocupa ser demasiado viejo para hacerlo. Soy muy hábil saltándome perímetros.

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