—¿Estás seguro?
—Sí, me lo dijo antes de marcharse. Quería estropearse un poco las manos para que no parecieran tan cuidadas.
—Oh, Dios mío. Si estuvo expuesta cuatro días antes del lanzamiento, no había recibido aún su potenciación de leucocitos-T. Es posible que el virus se replicara e invadiera su sistema. Puede que lo haya pillado.
Dunworthy la agarró por el brazo.
—Pero eso es imposible. La red no la habría dejado pasar si hubiera el menor peligro de contagiar a los contemporáneos.
—No habría nadie a quien contagiar si el virus salió de la tumba del caballero —objetó Mary—. No si éste murió en 1318. Los contemporáneos ya lo habrían tenido. Serían inmunes. —Se acercó rápidamente a Montoya—. Cuando Kivrin visitó la excavación, ¿trabajó en la tumba?
—No lo sé, yo no estaba. Tuve una reunión con Gilchrist.
—¿Quién podría saberlo? ¿Quién más estuvo allí ese día?
—Nadie. Todo el mundo se fue a casa por vacaciones.
—¿Cómo sabía Kivrin lo que tenía que hacer?
—Los voluntarios se dejan notas unos a otros cuando se marchan.
—¿Quién estuvo allí esa mañana? —intervino Mary.
—Badri —respondió Dunworthy, y se dirigió a Aislamiento.
Entró directamente en la habitación de Badri. Pilló desprevenida a la enfermera, que tenía los pies sobre las pantallas.
—No puede entrar sin RPE —advirtió.
Le siguió, pero Dunworthy ya estaba dentro.
Badri yacía reclinado en una almohada. Parecía débil y muy pálido, como si la enfermedad le hubiera quitado todo el color de la piel, pero levantó la cabeza cuando entró Dunworthy y empezó a hablar.
—¿Trabajó Kivrin en la tumba del caballero? —le preguntó Dunworthy.
—¿Kivrin? —Su voz era tan débil que apenas se oía.
La enfermera llamó a la puerta.
—Señor Dunworthy, no puede entrar aquí…
—El lunes —insistió Dunworthy—. Fuiste a dejarle un mensaje donde le especificabas qué debía hacer. ¿Le pediste que trabajara en la tumba?
—Señor Dunworthy, se está usted exponiendo al virus…
Mary entró, poniéndose un par de guantes.
—No puedes estar aquí sin RPE, James.
—Se lo he dicho, doctora Ahrens, pero no me hizo caso y…
—¿Le dejaste a Kivrin un mensaje en la excavación para que trabajara en la tumba? —insistió Dunworthy.
Badri asintió débilmente.
—Estuvo expuesta al virus —dijo Dunworthy a Mary—. El domingo. Cuatro días antes de partir.
—Oh, no —susurró Mary.
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado? —preguntó Badri, e intentó incorporarse en la cama—. ¿Dónde está Kivrin? —Miró de Dunworthy a Mary—. La sacaron, ¿verdad? Advirtieron lo sucedido y la rescataron, ¿no?
—Lo sucedido… —repitió Mary—. ¿A qué se refiere?
—Tienen que sacarla de allí —dijo Badri—. No está en 1320, sino en 1348.
—Eso es imposible —jadeó Dunworthy.
—¿1348? —preguntó Mary, incrédula—. Pero qué dices. Ése es el año de la Peste Negra.
No puede estar en 1348, pensó Dunworthy. Andrews aseguró que el deslizamiento máximo era sólo de cinco años, y Badri confirmó las coordenadas de Puhalski.
—¿1348? —repitió Mary. Dunworthy la vio mirar las pantallas tras Badri, como si esperara que estuviese delirando—. ¿Está seguro?
Badri asintió.
—Supe que algo fallaba en cuanto vi el deslizamiento… —Parecía tan asombrado como Mary.
—No pudo producirse un deslizamiento tan importante como para que esté en 1348 —intervino Dunworthy—. Le pedí a Andrews que comprobara los parámetros. Dijo que el deslizamiento máximo era sólo de cinco años.
Badri sacudió la cabeza.
—No fue el deslizamiento. Eso fue sólo de cuatro horas. Era demasiado pequeño. El deslizamiento mínimo de un lanzamiento tan lejano al pasado tendría que haber sido al menos de cuarenta y ocho horas.
El deslizamiento no había sido demasiado grande, sino demasiado pequeño. No le pregunté a Andrews cuál era el deslizamiento mínimo, sólo el máximo.
—No sé qué sucedió —prosiguió Badri—. Me dolía muchísimo la cabeza. Todo el tiempo que estuve atendiendo la red, me dolió la cabeza.
—Era el virus —asintió Mary. Parecía aturdida—. Los primeros síntomas son dolor de cabeza y desorientación. —Se hundió en la silla que había junto a la cama—. 1348.
1348. Dunworthy no podía creerlo. Le había preocupado que Kivrin contrajera el virus, que se hubiera producido demasiado deslizamiento, y desde el principio la pobre había estado en 1348. La plaga alcanzó Oxford en 1348. En Navidad.
—En cuanto vi lo pequeño que era el deslizamiento, comprendí que algo fallaba —murmuró Badri—, así que calculé las coordenadas…
—Dijiste que habías comprobado las coordenadas de Puhalski —le acusó Dunworthy.
—Era sólo un estudiante de primer curso. Nunca había hecho ni siquiera un remoto. Y Gilchrist no tenía la menor idea de lo que tenía entre manos. Intenté decírselo. ¿No estuvo Kivrin en el encuentro? —Miró a Dunworthy—. ¿Por qué no la sacaron de allí?
—No lo sabíamos —dijo Mary, todavía aturdida—. Usted no logró decirnos nada. Deliraba.
—La plaga mató a cincuenta millones de personas —sentenció Dunworthy—. Mató a media Europa.
—James —dijo Mary.
—Intenté decírselo. Por eso fui a verlo —prosiguió Badri—. Para que pudiéramos recuperarla antes de que abandonara el lugar de encuentro.
Había intentado decírselo. Había corrido hasta el pub en mitad de la lluvia y sin abrigo para decírselo, abriéndose paso entre los transeúntes de Navidad y sus bolsas de compras y paraguas como si no estuvieran allí, y llegó mojado y medio congelado, castañeando los dientes de fiebre.
Algo falla
.
Intenté decírselo
. «Mató a media Europa», había dicho, y «Fueron las ratas», y «¿Qué año es?». Había intentado advertirlo.
—Si no fue el deslizamiento, tuvo que tratarse de un error en las coordenadas —dijo Dunworthy, agarrado a los pies de la cama.
Badri se hundió contra las almohadas como un animal acorralado.
—Dijiste que las coordenadas de Pulhaski eran correctas.
—James —advirtió Mary.
—Las coordenadas son lo único que podría fallar —gritó él—. Todo lo demás habría abortado el lanzamiento. Dijiste que las habías comprobado dos veces. Dijiste que no habías encontrado ningún error.
—No pude —suspiró Badri—. Pero tampoco me fiaba. Temía que el estudiante hubiera cometido un error en los cálculos sidéreos que hubiera pasado inadvertido. —Su cara se puso gris—. Las volví a calcular la mañana del lanzamiento.
La mañana del lanzamiento. Cuando tenía aquel terrible dolor de cabeza. Cuando ya estaba febril y desorientado. Dunworthy lo recordó tecleando en la consola, frunciendo el ceño ante las pantallas. Le vi hacerlo, pensó. Me quedé allí plantado y vi cómo enviaba a Kivrin a la Peste Negra.
—No sé qué sucedió —añadió Badri—. Debo de haber…
—La peste arrasó pueblos enteros —dijo Dunworthy—. Murió tanta gente que no quedó nadie para enterrarlos.
—Déjalo en paz, James. No es culpa suya. Estaba enfermo.
—Enfermo. Kivrin quedó expuesta a tu virus. Está en 1348.
—James —le regañó Mary.
Él no quería oírlo. Abrió la puerta y salió.
Colin hacía equilibrios en una silla del pasillo, echado hacia atrás de forma que las dos patas delanteras quedaban al aire.
—Ya está usted aquí.
Dunworthy pasó rápidamente de largo.
—¿Adonde va? —exclamó Colin, y lanzó la silla hacia delante con gran estrépito—. Tía Mary me ordenó que no le dejara marchar hasta que recibiera la potenciación. —Se dejó caer de lado, se apoyó en las manos, y se incorporó—. ¿Por qué no lleva la RPE?
Dunworthy atravesó las puertas del pabellón.
Colin le siguió.
—Tía Mary dijo que no le dejara marchar de ninguna manera.
—No tengo tiempo para potenciaciones. Ella está en 1348.
—¿Tía Mary?
Dunworthy empezó a recorrer el pasillo.
—¿Kivrin? —preguntó Colin, corriendo para alcanzarlo—. No puede ser. Es la fecha de la Peste Negra, ¿no?
Dunworthy empujó la puerta que conducía a las escaleras y empezó a bajar los escalones de dos en dos.
—No comprendo —continuó Colin—. ¿Cómo ha ido a parar a 1348?
Dunworthy empujó la puerta al pie de las escaleras y se dirigió al teléfono público que había al fondo del pasillo, rebuscando en su bolsillo la agenda que Colin le había regalado.
—¿Cómo la sacará de allí? —preguntó Colin—. El laboratorio está cerrado.
Dunworthy sacó la agenda y empezó a pasar páginas.
Había escrito el número de Andrews por detrás.
—El señor Gilchrist no le dejará pasar. ¿Cómo piensa entrar en el laboratorio? Dijo que no se lo permitiría.
El número de Andrews estaba en la última página. Cogió el receptor.
—Y si le deja, ¿quién dirigirá la red? ¿El señor Chaudhuri?
—Andrews —replicó Dunworthy secamente, y empezó a marcar el numero.
—Creía que no quería venir por lo del virus.
Dunworthy se llevó el receptor al oído.
—No pienso dejarla allí.
Una mujer contestó.
—Aquí el 24837 —dijo—. H. F. Shepherd’s Limited.
Dunworthy miró aturdido la agenda en su mano.
—Quisiera hablar con Ronald Andrews —dijo—. ¿A qué número he llamado?
—Al 24837 —respondió ella, impaciente—. Aquí no hay nadie con ese nombre.
Colgó.
—Estúpido servicio telefónico.
Volvió a marcar el número.
—Aunque acceda a venir, ¿cómo va a encontrarla? —preguntó Colin, mirando el receptor por encima de su hombro—. No estará allí, ¿verdad? El encuentro no será hasta dentro de tres días.
Dunworthy escuchó la señal de llamada, preguntándose qué habría hecho Kivrin al advertir dónde estaba. Volver al lugar de encuentro y esperar allí, sin duda. Si podía hacerlo. Si no estaba enferma. Si no la habían acusado de llevar la peste a Skendgate.
—Aquí el 24837 —respondió la misma voz de mujer—. H. F. Shepherd’s Limited.
—¿Qué número ha dicho? —gritó Dunworthy.
—El 24837 —dijo ella, exasperada.
—24837 —repitió Dunworthy—. Es el número al que intento llamar.
—No, se equivoca —dijo Colin, extendiendo la mano para señalar el número de Andrews en la página—. Ha confundido usted los números. —Le quitó el receptor—. Traiga, déjeme intentarlo.
Marcó el número y le tendió el receptor a Dunworthy.
El timbre sonaba distinto, más lejano. Dunworthy pensó en Kivrin. La peste no había golpeado en todas partes a la vez. Estaba en Oxford en Navidad, pero no había forma de saber si había alcanzado Skendgate.
No obtuvo respuesta. Dejó sonar el teléfono diez veces, once. No recordaba qué camino había seguido la peste. Procedía de Francia. Seguramente eso significaba que venía del Canal, del este. Y Skendgate estaba al oeste de Oxford. Tal vez no hubiera llegado allí hasta después de Navidad.
—¿Dónde está el libro? —le preguntó a Colin.
—¿Qué libro? ¿Se refiere a su agenda? Aquí la tiene.
—El libro que te regalé por Navidad. ¿Por qué no lo tienes?
—¿Aquí? —dijo Colin, asombrado—. Pesa una tonelada.
Seguía sin haber respuesta. Dunworthy colgó, recogió la agenda y se dirigió a la puerta.
—Espero que lo tengas contigo en todo momento. ¿No sabes que hay una epidemia?
—¿Se encuentra bien, señor Dunworthy?
—Ve y tráelo.
—¿Qué? ¿Quiere decir ahora?
—Vuelve a Balliol y tráelo. Quiero saber cuándo llegó la peste a Oxfordshire. No a la ciudad, sino a las aldeas. Y de qué dirección vino.
—¿Adonde va usted? —preguntó Colin, que corría a su lado.
—A hacer que Gilchrist abra el laboratorio.
—Si no lo abre por la gripe, mucho menos lo abrirá para la peste —observó Colin.
Dunworthy abrió la puerta y salió. Llovía intensamente. Los manifestantes contra la CE estaban acurrucados bajo el alero del hospital. Uno se dirigió hacia ellos, tendiéndoles un panfleto. Colin tenía razón. Decirle a Gilchrist la fuente no serviría de nada. Seguiría convencido de que el virus había llegado a través de la red. No querría abrirla por miedo a que la peste la atravesara.
—Dame una hoja de papel —pidió al tiempo que buscaba su bolígrafo.
—¿Una hoja de papel? ¿Para qué?
Dunworthy cogió el panfleto del manifestante y empezó a escribir por detrás.
—El señor Basingame va a autorizar la apertura de la red.
Colin miró lo que escribía.
—Nunca se lo creerá, señor Dunworthy. ¿En la parte de atrás de un panfleto?
—¡Entonces tráeme una hoja de papel! —gritó.
Colin abrió mucho los ojos.
—Lo haré. Espere aquí, ¿de acuerdo? No se marche, por favor.
Corrió al interior del hospital y salió inmediatamente con varias hojas de papel continuo. Dunworthy las cogió y garabateó las órdenes y el nombre de Basingame.
—Ve a buscar tu libro. Me reuniré contigo en Brasenose.
—¿Y su abrigo?
—No hay tiempo. —Dobló el papel en cuatro y se lo guardó en la chaqueta.
—Está lloviendo. ¿No debería coger un taxi?
—No hay taxis. —Dunworthy se marchó calle abajo.
—Tía Mary va a matarme, ¿sabe? —gritó Colin tras él—. Dijo que era mi responsabilidad encargarme de que recibiera su potenciación.
Tendría que haber cogido un taxi. Cuando llegó a Brasenose caía un chaparrón, un aguacero helado que se convertiría en nieve al cabo de otra hora. Dunworthy se sentía calado hasta los huesos.
Al menos la lluvia había repelido a los manifestantes. Delante de Brasenose sólo quedaban unos cuantos panfletos que habían dejado olvidados. Habían colocado una reja de metal delante de la entrada. El portero se había retirado al interior de su casa, y los postigos estaban bajados.
—¡Abra! —gritó Dunworthy. Sacudió la puerta ruidosamente—. ¡Abra inmediatamente!
El portero abrió el postigo y se asomó. Al ver que era Dunworthy, pareció primero alarmado y luego beligerante.
—Brasenose está en cuarentena. Está restringido.
—Abra esta puerta ahora mismo.
—Lo siento, pero no puedo hacerlo. El señor Gilchrist ha dado órdenes de que no se admita a nadie en Brasenose hasta que no se haya descubierto la fuente del virus.
—Conocemos la fuente —declaró Dunworthy—. Abra la puerta.