Cogió a Kivrin por la muñeca.
—Venid —indicó, y se dirigió al enviado del obispo—. Santo Padre, habéis olvidado a lady Katherine, a quien prometisteis llevar con vosotros a Godstow.
—No vamos a Godstow —contestó él, y se aupó con esfuerzo a la silla—. Nos dirigimos a Bernecestre.
Gawyn había montado a Gringolet y lo dirigía hacia la puerta. Se va con ellos, pensó Kivrin. Quizás en el camino de Courcy logre persuadirlo de que me lleve al lugar. Quizá consiga convencerlo de que me diga dónde está, y tal vez pueda escaparme de ellos y encontrarlo yo sola.
—¿No puede cabalgar con vosotros hasta Bernecestre y que luego un monje la escolte a Godstow?
Quisiera que regresara a su convento.
—No hay tiempo —adujo él, mientras cogía las riendas.
Imeyne agarró su capa escarlata.
—¿Por qué os marcháis tan repentinamente? ¿Os ha ofendido alguien?
Él miró al fraile, que sujetaba las riendas de la yegua de Kivrin.
—No. —Hizo un vago signo de la cruz sobre Imeyne—.
Dominus vobiscum, et cum spiritu tuo
—murmuró, mirando claramente a la mano en su capa.
—¿Y el nuevo capellán? —insistió Imeyne.
—Dejo a mi clérigo para que os sirva de capellán.
Está mintiendo, pensó Kivrin, y lo miró. Él intercambió otra mirada de inteligencia con el monje, y Kivrin se preguntó si sus urgentes asuntos eran tan sólo librarse de aquella vieja pesada.
—¿Vuestro clérigo? —preguntó lady Imeyne, complacida, y soltó la capa.
El enviado del obispo espoleó su caballo y cruzó galopando el patio; estuvo a punto de atropellar a Agnes, quien lo esquivó, salió corriendo hacia Kivrin y enterró la cabeza en su falda. El monje montó en la yegua de Kivrin y lo siguió.
—Id con Dios, Santo Padre —dijo lady Imeyne, pero él ya había atravesado la puerta.
Y entonces todos se marcharon. Gawyn salió el último, al galope, para que Eliwys se fijara en él. Kivrin se sintió tan aliviada de que no se la hubieran llevado a Godstow, que ni siquiera le preocupó que Gawyn se hubiera marchado con ellos. Había menos de medio día a caballo hasta Courcy. Seguramente volvería al anochecer.
Todo el mundo parecía aliviado, o tal vez era sólo la resaca de la tarde de Navidad y el hecho de que estuvieran despiertos desde el día anterior por la mañana.
Nadie hizo ningún movimiento para limpiar las mesas, que estaban aún cubiertas de bandejas sucias y cuencos medio llenos. Eliwys se hundió en el alto sillón, con los brazos colgando por los lados, y miró a la mesa sin ningún interés. Tras unos minutos llamó a Maisry, pero la criada no contestó y ella no volvió a llamarla. Apoyó la cabeza en el respaldo tallado y cerró los ojos.
Rosemund subió al desván para acostarse; Agnes se sentó al lado de Kivrin junto al hogar y apoyó la cabeza en su regazo, jugando ausente con la campanita.
Sólo lady Imeyne se resistía a dejarse vencer por el sopor de la tarde.
—Me gustaría que mi nuevo capellán diga las oraciones —dijo, y subió a llamar a la puerta de la habitación.
Eliwys protestó perezosamente, con los ojos todavía cerrados, alegando que el enviado del obispo había ordenado que no molestaran al clérigo, pero Imeyne llamó varias veces con fuerza, sin resultado alguno. Esperó unos minutos, volvió a llamar, y luego bajó las escaleras y se arrodilló al pie para leer su Libro de las Horas, manteniendo un ojo en la puerta para abordar al clérigo en cuanto saliera.
Agnes golpeó su campanita con un dedo y bostezó.
—¿Por qué no subes al desván y te acuestas con tu hermana? —sugirió Kivrin.
—No estoy cansada —replicó Agnes, incorporándose—. Contadme qué le sucedió a la doncella que no podía ir al bosque.
—Sólo si te acuestas —dijo Kivrin, y comenzó la historia. Agnes no aguantó dos frases.
A última hora de la tarde, Kivrin recordó al cachorro de Agnes. Todo el mundo estaba ya dormido, incluso lady Imeyne, que había renunciado a despertar al clérigo y había subido al desván para acostarse. Maisry había llegado en algún momento y se había tumbado bajo una de las mesas. Roncaba ruidosamente.
Kivrin se levantó con cuidado para no despertar a Agnes y fue a enterrar al perrito. No había nadie en el patio.
Los restos de una hoguera aún humeaban en el centro del prado, pero no había nadie alrededor. Los aldeanos también debían de estar echando una siesta.
Kivrin cogió el cadáver de Blackie y entró en el establo a coger una pala de madera. Allí sólo estaba el pony de Agnes, y ella lo miró con el ceño fruncido, preguntándose cómo iba a seguir el clérigo al enviado del obispo hasta Courcy. Tal vez no mentía después de todo, y el clérigo sería el nuevo capellán de buen grado o por la fuerza.
Kivrin llevó la pala y el cuerpo ya rígido de Blackie a la parte norte de la iglesia. Soltó al cachorro y empezó a cavar en la nieve.
El terreno estaba literalmente duro como una piedra. La pala de madera ni siquiera hizo una mella, ni siquiera cuando se apoyó en ella con los dos pies. Subió la colina hasta la linde del bosque, cavó en la nieve en la base de un fresno, y enterró al perrito en la tierra húmeda.
—
Requiescat in pace
—dijo, para poder contarle a Agnes que el perrito había tenido una sepultura cristiana, y regresó.
Deseó que llegara Gawyn, para pedirle que la acompañara al lugar mientras todo el mundo dormía. Cruzó despacio el prado, prestando atención por si oía el caballo. Probablemente llegaría por el camino principal. Dejó la pala junto a la verja de zarzas de la pocilga y luego se dirigió a la puerta, pero no oyó nada.
La luz de la tarde empezaba a difuminarse. Si Gawyn no llegaba pronto, estaría demasiado oscuro para que la llevara al lugar de recogida. Faltaba media hora para que el padre Roche llamara a vísperas, y eso despertaría a todo el mundo. Pero Gawyn tendría que atender a su caballo, no importaba a qué hora volviera, y ella podría acercarse al establo y pedirle que la llevara al lugar por la mañana.
O tal vez él podría contarle simplemente dónde estaba, y dibujarle un mapa para que ella pudiera encontrarlo por su cuenta. De esa forma no tendría que ir al bosque con él a solas, y si lady Imeyne lo mandaba a otra misión el día del encuentro, Kivrin podría coger uno de los caballos y encontrar el sitio.
Esperó junto a la puerta hasta que le entró frío, y entonces volvió al patio siguiendo la pared de la pocilga. Todavía no había nadie en el patio, pero Rosemund estaba en la antesala, con la capa puesta.
—¿Dónde habéis ido? Os he estado buscando por todas partes. El clérigo…
El corazón de Kivrin dio un brinco.
—¿Qué pasa? ¿Se marcha?
Seguramente se había recuperado de la resaca y estaba dispuesto a marcharse, y lady Imeyne le había persuadido para que se la llevara con él a Godstow.
—No —contestó Rosemund, dirigiéndose al salón. Eliwys e Imeyne debían de estar en la habitación con él. La niña se quitó el broche de sir Bloet y la capa—. Está enfermo. El padre Roche me ha enviado a buscaros. —Subió las escaleras.
—¿Enfermo?
—Sí. Abuela envió a Maisry a la habitación para que le llevara algo de comer.
Y para ponerlo a trabajar, pensó Kivrin, mientras la seguía.
—¿Y Maisry lo encontró enfermo?
—Sí. Tiene fiebre.
Tiene resaca, pensó Kivrin, frunciendo el ceño. Pero sin duda Roche reconocería los efectos de la bebida, aunque lady Imeyne no supiera, o no quisiera.
Se le ocurrió una idea terrible. Ha estado durmiendo en mi cama, y se ha contagiado del virus.
—¿Qué síntomas tiene? —preguntó.
Rosemund abrió la puerta.
Apenas había espacio para todos en la pequeña habitación. El padre Roche estaba junto a la cama, y Eliwys se encontraba tras él, con la mano sobre la cabeza de Agnes. Maisry se acurrucaba junto a la ventana. Lady Imeyne estaba arrodillada al pie de la cama, junto al cofre de las medicinas, atareada con una de sus malolientes cataplasmas. Había otro olor en la habitación, mareante y tan intenso que superaba el olor a mostaza y puerros de la pócima.
Todos, a excepción de Agnes, parecían asustados. La niña miraba interesada, como había hecho con Blackie, y Kivrin pensó está muerto, ha pillado mi enfermedad y ha muerto. Pero eso era ridículo. Llevaba allí desde mediados de diciembre. Eso significaría un período de incubación de casi dos semanas, y nadie más lo había pillado, ni siquiera el padre Roche, o Eliwys, que la habían atendido constantemente cuando estuvo enferma.
Miró al clérigo. Yacía destapado sobre la cama, vestido solamente con una camisa. El resto de su ropa estaba amontonado al pie de la cama y la capa púrpura yacía en el suelo. La camisa era de seda amarilla, y tenía los lazos abiertos hasta la mitad del pecho, pero Kivrin no se fijó en su piel lampiña ni en las bandas de armiño de la camisa. Estaba enfermo. Yo nunca estuve así, pensó Kivrin, ni siquiera cuando me estaba muriendo.
Se acercó a la cama. Su pie chocó con una botella de barro medio llena y la hizo rodar bajo la cama. El clérigo dio un respingo. Otra botella, con el sello todavía sin romper, se encontraba en la cabecera de la cama.
—Ha comido demasiado —dijo lady Imeyne, al tiempo que aplastaba algo en el cuenco de piedra, pero estaba claro que no se trataba de indigestión. Ni de un exceso de bebida, a pesar de las botellas de vino. Está enfermo, pensó Kivrin. Gravemente enfermo.
El clérigo respiraba entrecortadamente por la boca, jadeando como el pobre Blackie, con la lengua fuera. Era roja brillante y parecía hinchada. Tenía la cara de un rojo aún más oscuro, y sus facciones estaban distorsionadas, como si estuviera aterrado.
Kivrin se preguntó si lo habrían envenenado. El enviado del obispo tenía tanta prisa por marcharse que por poco atropella a Agnes, y le había dicho a Eliwys que no molestaran al clérigo. La iglesia hacía cosas así en el siglo
XIV
, ¿no? Muertes misteriosas en el monasterio y la catedral. Muertes convenientes.
Pero eso era absurdo. El enviado del obispo y el monje no se habrían marchado tan deprisa dando órdenes de que no molestaran a la víctima cuando el propósito del envenenamiento era hacer que pareciera botulismo, peritonitis o la otra docena de males inexplicables de los que moría la gente en la Edad Media. Y para qué querría el enviado del obispo envenenar a uno de sus propios servidores cuando podía destituirlo, tal como lady Imeyne quería que destituyera al padre Roche.
—¿Es cólera? —preguntó lady Eliwys.
No, pensó Kivrin, tratando de recordar los síntomas. Diarrea aguda y vómitos con pérdida masiva de fluidos corporales. Expresión dolorida, deshidratación, cianosis, sed insaciable.
—¿Tenéis sed? —preguntó.
El clérigo no dio ninguna señal de haberla oído. Tenía los ojos entornados, y los párpados también parecían abotargados.
Kivrin le puso una mano en la frente. Él dio un pequeño respingo. Abrió y cerró los ojos, enrojecidos.
—Está ardiendo de fiebre —dijo. Sabía que el cólera no causaba fiebre tan alta—. Traedme un paño empapado en agua.
—¡Maisry! —ordenó Eliwys, pero Rosemund ya estaba a su lado con el mismo trapo sucio que habían usado con ella.
Al menos estaba fresco. Kivrin lo dobló en un rectángulo, sin dejar de observar el rostro del clérigo. Todavía jadeaba, y su cara se contorsionó cuando le puso el paño en la frente, como si le doliera. Se llevó la mano al vientre. ¿Apendicitis? No, por lo general eso no causaba una fiebre tan alta. Las fiebres tifoideas podían producir temperaturas de casi cuarenta grados, aunque normalmente no al principio. También producían hinchazón del bazo, lo cual frecuentemente causaba dolor abdominal.
—¿Sentís dolor? —preguntó—. ¿Dónde os duele?
Abrió los ojos de nuevo y movió las manos sobre la colcha. Aquellos movimientos inquietos eran síntomas de fiebre tifoidea, pero sólo en las últimas etapas, a los ocho o nueve días de la enfermedad. Kivrin se preguntó si el sacerdote ya estaría enfermo cuando llegó.
Cuando llegaron, se tambaleó al desmontar del caballo y el monje tuvo que sujetarlo. Pero había comido y bebido más que bastante en el banquete, y agarró a Maisry. No estaría tan enfermo, y el tifus comenzaba gradualmente con dolor de cabeza y temperaturas poco altas. No alcanzaba los treinta y nueve grados hasta la tercera semana.
Kivrin se inclinó hacia delante y le apartó la camisa para ver los sarpullidos rosáceos del tifus. No encontró ninguno. Tenía los lados del cuello ligeramente hinchados, pero las glándulas linfáticas inflamadas acompañaban a casi todas las infecciones. Le subió la manga. Tampoco distinguió manchas rosadas en el brazo, pero las uñas tenían un color azul violáceo, lo cual significaba falta de oxígeno. Y la cianosis era un síntoma del cólera.
—¿Ha vomitado o se le ha soltado el vientre? —preguntó.
—No —respondió lady Imeyne, esparciendo una pasta verdosa sobre un trozo de lino tieso—. Sólo ha tomado demasiados dulces y especias, y tiene fiebre.
No podía ser cólera si no había vómitos, y en cualquier caso la fiebre era demasiado alta. Tal vez era el virus, que ella había sufrido pero Kivrin no había sentido ningún dolor estomacal, ni se le había hinchado la lengua de esta manera.
El clérigo levantó la mano, se apartó el paño de la frente y lo dejó caer sobre la almohada; luego dejó caer el brazo a un lado. Kivrin recogió el paño. Notó que estaba completamente seco. ¿Qué otra enfermedad podía causar una fiebre tan alta? Sólo se le ocurría el tifus.
—¿Ha sangrado por la nariz? —le preguntó a Rosemund.
—No —dijo Rosemund, avanzando y recogiendo el paño—. No he visto ninguna mancha de sangre.
—Mójalo con agua fría pero no lo escurras —indicó Kivrin—. Padre Roche, ayudadme a levantarlo.
Roche sujetó al enfermo por los hombros y lo levantó. No había sangre bajo la cabeza.
Roche lo soltó con cuidado.
—¿Pensáis que es fiebre tifoidea? —dijo, y había algo curioso en su voz, un tono casi esperanzado.
—No lo sé.
Rosemund le tendió el paño. Había obedecido la orden de Kivrin. El paño goteaba agua helada.
Kivrin se inclinó hacia adelante y lo colocó sobre la frente del clérigo.
El enfermo levantó los brazos de repente, en un gesto salvaje, y arrancó el paño de las manos de Kivrin. Luego se incorporó, pataleando y empujándola. Su puño la alcanzó en la pierna, y Kivrin estuvo a punto de caer sobre la cama.