La esperanza brotó en él.
Tal vez la técnico de Magdalen era la fuente.
—¿Qué síntomas tiene su hija? —preguntó ansiosamente—. ¿Dolor de cabeza? ¿Fiebre? ¿Desorientación?
—Apendicitis.
El lunes por la mañana las tres cuartas partes de los retenidos estaban enfermos. Como Finch había predicho, se les acabaron las sábanas limpias y las mascarillas, y algo mucho más urgente, también se quedaron sin temps, antimicrobiales y aspirinas.
—Intenté llamar al hospital para pedir más —dijo Finch, quien tendió una lista a Dunworthy—, pero los teléfonos están todos fuera de servicio.
Dunworthy fue caminando al hospital a buscar los suministros. La calle delante de Admisiones estaba abarrotada con un buen número de ambulancias, taxis y manifestantes con un gran cartel que proclamaba: «El primer ministro nos ha dejado para que muramos.» Mientras Dunworthy conseguía pasar entre ellos y llegaba a la puerta, Colin salió de allí corriendo. Iba mojado, como de costumbre, y con la cara y la nariz rojas de frío. Llevaba la chaqueta abierta.
—Los teléfonos no funcionan. Las líneas están saturadas. Estoy transmitiendo mensajes. —Del bolsillo de su chaqueta sacó un desordenado montón de hojas dobladas—. ¿Quiere que le lleve un mensaje a alguien?
Sí, pensó él. A Andrews. A Basingame. A Kivrin.
—No —respondió.
Colin se guardó en el bolsillo los papeles ya mojados.
—Pues me marcho. Si busca a mi tía Mary, está en Admisiones. Acaban de llegar cinco casos más. Una familia. El hijo menor estaba muerto.
Se internó corriendo entre el atasco de tráfico.
Dunworthy se abrió paso hasta Admisiones y mostró su lista a la encargada, quien le envió a Suministros. Los corredores seguían llenos de camillas, aunque ahora estaban alineadas a ambos lados, de modo que quedaba un estrecho pasillo entre ellas. Inclinada sobre una de las camillas había una enfermera con una mascarilla rosa y una bata leyendo algo a uno de los pacientes.
—«El Señor hará que la peste caiga sobre vosotros —decía, y de repente Dunworthy reconoció a la señora Gaddson. Estaba intensamente concentrada en su lectura y no levantó la cabeza—. Hasta que os haya hecho desaparecer de la tierra.»
La peste caerá sobre vosotros, dijo él en silencio, y pensó en Badri. «Fueron las ratas —había dicho—. Los mató a todos. Media Europa.»
Ella no puede estar en la Peste Negra, pensó mientras se dirigía a Suministros. Andrews había dicho que el deslizamiento máximo era de cinco años. En 1325 la peste ni siquiera había comenzado en China. Andrews había asegurado que las dos únicas cosas que no habrían abortado automáticamente el lanzamiento eran el deslizamiento y las coordenadas, y Badri, cuando podía contestar a las preguntas de Dunworthy, insistía en que había comprobado las coordenadas de Pulhaski.
Entró en Suministros. No había nadie en el mostrador. Llamó al timbre.
Cada vez que Dunworthy le preguntaba, Badri decía que las coordenadas del estudiante eran correctas, pero empezaba a mover los dedos nerviosamente sobre la sábana, tecleando, tecleando el ajuste. £50
no puede estar bien. Algo falla
.
Volvió a llamar al timbre y una enfermera salió de entre los estantes. Era evidente que había abandonado la jubilación expresamente para la epidemia. Tenía al menos noventa años, y su uniforme blanco estaba amarillento, pero aún seguía tieso por el almidón. Crujió cuando cogió la lista.
—¿Tiene una autorización?
—No.
Le tendió su lista y un impreso de tres páginas.
—Todas las órdenes deben ser autorizadas por la enfermera jefa del pabellón.
—No tenemos ninguna enfermera de pabellón —dijo él, controlando su mal genio—. No tenemos ningún pabellón. Tenemos cincuenta retenidos en dos dormitorios y ningún suministro.
—En ese caso el médico que está al cargo debe firmar la autorización.
—La médica al cargo está en un hospital atestado de enfermos. No tiene tiempo para firmar autorizaciones. ¡Estamos en plena epidemia!
—Soy bien consciente de ello. Todas las órdenes deben estar firmadas por el médico al cargo —dijo la enfermera gélidamente, y se marchó crujiendo entre los pasillos.
Dunworthy volvió a Admisiones. Mary ya no estaba allí. La encargada lo envió a Aislamiento, pero tampoco estaba allí. Jugueteó con la idea de falsificar la firma de Mary, pero quería verla, quería contarle su fracaso en localizar a los técnicos, su fracaso para encontrar una forma de esquivar a Gilchrist y abrir la red. Ni siquiera podía conseguir una miserable aspirina, y ya era tres de enero.
Finalmente encontró a Mary en el laboratorio. Hablaba por teléfono, que por lo visto volvía a funcionar, aunque en la visual sólo aparecía nieve. Mary no lo miraba. Contemplaba la consola, donde aparecían las gráficas de contactos.
—¿Qué problema hay? —preguntó—. Ustedes dijeron que estaría aquí hace dos días.
Hubo una pausa mientras la persona perdida en la nieve ponía algún tipo de excusa.
—¿Cómo que fue rechazado? —exclamó ella, incrédula—. Aquí hay mil personas con gripe.
Hubo otra pausa. Mary tecleó algo en la consola y apareció una gráfica diferente.
—Bien, pues vuelvan a enviarlo —gritó—. ¡La necesito ahora mismo! ¡Mis pacientes se están muriendo! Lo quiero aquí para… ¿oiga? ¿Está usted ahí?
La pantalla se volvió negra. Mary se volvió para pulsar el interruptor y vio a Dunworthy.
Le indicó que entrara en el despacho.
—¿Está usted ahí? —dijo al teléfono—. ¿Oiga? —Colgó—. ¡Los teléfonos no funcionan, la mitad de mi personal ha caído con el virus, y los análogos no han llegado porque algún idiota no los dejó pasar a la zona de cuarentena!
Se sentó ante la consola y se frotó los pómulos con los dedos.
—Lo siento —suspiró—. Ha sido un mal día. Hubo tres ingresos cadáveres esta mañana. Uno de ellos tenía seis meses.
Todavía llevaba la ramita de acebo en la bata. Tanto la bata como la ramita estaban completamente arrugadas, y Mary parecía exhausta. Las líneas alrededor de la boca y los ojos surcaban profundamente su cara. Dunworthy se preguntó cuánto tiempo llevaba sin dormir, y si lo sabría siquiera.
Se frotó los párpados con dos dedos.
—Nunca me acostumbraré a la idea de que no hay nada que hacer —dijo.
—Claro.
Ella le miró, casi como si no hubiera advertido que estaba allí.
—¿Necesitabas algo, James?
Ella no había dormido, ni había recibido ninguna ayuda, y había visto tres ingresos cadáveres, uno de ellos un bebé. Ya tenía bastantes problemas sin preocuparse por Kivrin.
—No —dijo él, levantándose. Le tendió el impreso—. Únicamente tu firma.
Ella lo firmó sin mirarlo.
—Fui a ver a Gilchrist esta mañana —dijo al devolvérselo.
Él la miró, demasiado sorprendido y conmovido para hablar.
—Fui a verlo para ver si lograba convencerlo de que abriera la red antes. Le expliqué que no hay necesidad de esperar a que haya inmunización plena. Cierto porcentaje de inmunización reduce las posibilidades de contagio.
—Y ninguno de tus argumentos tuvo el más mínimo efecto.
—No. Está plenamente convencido de que el virus vino del pasado —Mary suspiró—. Ha dibujado gráficas de las pautas de mutación cíclica de los mixovirus tipo A. Según su teoría, uno de los mixovirus tipo A existente en 1318-1319 era un H9N2. —Volvió a frotarse la frente—. No abrirá el laboratorio hasta que se haya completado la inmunización plena y se levante la cuarentena.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó él, aunque tenía una ligera idea.
—La cuarentena tiene que permanecer en efecto hasta siete días después de la inmunización total o cuarenta días después de la incidencia final —dijo ella, como si le estuviera dando malas noticias.
Incidencia final. Dos semanas sin ningún nuevo caso.
—¿Cuánto tardará la inmunización a toda la nación?
—Cuando consigamos suficientes suministros de la vacuna, no mucho. La Pandemia sólo duró dieciocho días.
Dieciocho días. Después de que se fabricaran suficientes suministros de la vacuna. Finales de enero.
—Demasiado tarde —dijo él.
—Sí, lo sé. Debemos identificar positivamente la fuente, eso es todo. —Se volvió a mirar la consola—. La respuesta está ahí. Simplemente, no sabemos mirar en el lugar adecuado. —Recuperó una^ nueva gráfica—. He estado haciendo correlaciones, buscando estudiantes de veterinaria, primarios que vivan cerca de zoos, direcciones rurales. Ésta es de los secundarios que estuvieron en DeBrett, cazando pájaros y todo eso. Pero lo más parecido que tenemos a un ave son los que comieron ganso en Navidad.
Recuperó la gráfica de contactos. El nombre de Badri seguía apareciendo en cabeza. Se sentó y la contempló durante un largo rato, tan absorta como Montoya mirando sus huesos.
—Lo primero que tiene que aprender un médico es a no ser demasiado duro consigo mismo cuando pierde a un paciente —dijo, y Dunworthy se preguntó si se refería a Kivrin o a Badri.
—Tengo que abrir la red.
—Eso espero.
La respuesta no se encontraba en las gráficas de contacto ni en los encuentros comunes. Había que buscarla en Badri, cuyo nombre, a pesar de todas las preguntas que habían hecho a los primarios, a pesar de todas las falsas pistas, seguía siendo la fuente. Badri era el caso índice, y en algún momento de cuatro a seis días antes del lanzamiento había entrado en contacto con un portador.
Subió a verlo. Había un enfermero distinto ante la habitación, un joven alto y nervioso que no parecía tener más de diecisiete años.
—¿Dónde está…? —empezó a preguntar Dunworthy, y entonces advirtió que no sabía el nombre de la enfermera rubia.
—Lo ha pillado. Ayer. Ya hay veinte enfermos entre el personal, y se han quedado sin sustitutos. Pidieron a los estudiantes de tercero que ayudaran. Yo sólo estoy en primero, pero he recibido formación en primeros auxilios.
Ayer. Entonces había pasado todo un día sin que nadie registrara lo que decía Badri.
—¿Recuerda algo de lo que haya dicho Badri mientras estaba con él? —preguntó sin esperanza. Un estudiante de primero—. ¿Alguna palabra o frase que fuera inteligible?
—Usted es el señor Dunworthy, ¿verdad? —dijo el muchacho. Le tendió un paquete de RPE—. Eloise me advirtió que quería usted saber todo lo que dijera el paciente.
Dunworthy se puso las RPE recién llegadas. Eran blancas y estaban marcadas con pequeñas cruces negras en la abertura trasera de la bata. Se preguntó de dónde las habrían sacado.
—Estaba muy enferma y no paraba de repetir lo importante que era.
El muchacho condujo a Dunworthy a la habitación de Badri, miró a las pantallas y luego al enfermo. Al menos ha mirado al paciente, pensó Dunworthy.
Badri yacía con los brazos por fuera de las sábanas y tironeaba de ellas con manos que parecían sacadas de la ilustración de la tumba del caballero en el libro de Colin. Sus ojos hundidos estaban abiertos, pero no miró al enfermero ni a Dunworthy, ni siquiera a las sábanas, que sus manos inquietas no parecían poder agarrar.
—Había leído sobre esto, pero nunca lo había visto —comentó el muchacho—. Es un síntoma terminal común en casos respiratorios. —Se dirigió a la consola, tecleó algo y señaló la pantalla superior izquierda—. He anotado todo esto.
Lo había hecho. Incluso los galimatías. Lo había escrito fonéticamente, con elipses para representar las pausas, y (sic) después de las palabras dudosas. «Media», había escrito, y «atrás» (sic) y «¿Por qué no viene?».
—Eso es casi todo de ayer —dijo. Movió el cursor al tercio inferior de la pantalla—. Habló un poco esta mañana. Ahora, como ve, no dice nada.
Dunworthy se sentó junto a Badri y le cogió la mano. La notó helada, incluso a través del guante impermeable. Miró la pantalla de la temperatura. Badri ya no tenía fiebre ni el color oscuro que la acompañaba. Parecía haber perdido todo color. Su piel tenía el tono de la ceniza mojada.
—Badri. Soy el señor Dunworthy. Tengo que hacerte algunas preguntas.
No hubo respuesta. Su mano fría yació flácida en la de Dunworthy, y la otra siguió tirando en vano de la sábana.
—La doctora Ahrens piensa que podrías haber contraído tu enfermedad por algún animal, un pato silvestre o un ganso.
El enfermero miró interesado a Dunworthy y luego a Badri, como si esperara que mostrara otro fenómeno médico que aún no había observado.
—Badri, ¿lo recuerdas? ¿Tuviste algún contacto con patos o gansos la semana anterior al lanzamiento?
La mano de Badri se movió. Dunworthy la miró con el ceño fruncido, preguntándose si intentaba comunicarse, pero cuando aflojó un poco la mano, los delgadísimos dedos sólo intentaron tirar de su palma, de sus dedos, de su muñeca.
Se sintió súbitamente avergonzado por estar allí torturando a Badri con preguntas, aunque no le oía, aunque no sabía que Dunworthy estaba allí, ni le importaba.
Colocó la mano de Badri sobre la sábana.
—Descansa —dijo, palmeándola amablemente—, intenta descansar.
—Dudo que pueda oírle —declaró el enfermero—. En este estado ya no son conscientes.
—Sí, lo sé —asintió Dunworthy, pero continuó sentado allí.
El enfermero ajustó el gotero, lo miró nerviosamente, y volvió a ajustarlo. Observó a Badri, ajustó el gotero por tercera vez, y por fin salió de la habitación. Dunworthy continuó sentado, viendo cómo Badri tiraba a ciegas de la sábana, intentando agarrarla pero incapaz de hacerlo. Quería incorporarse. De vez en cuando murmuraba algo, con voz demasiado baja para que resultara audible. Dunworthy le frotó el brazo amablemente, arriba y abajo. Al cabo de un rato, los movimientos del enfermo se hicieron más lentos, aunque Dunworthy no sabía si eso era un buena señal.
—Cementerio —dijo Badri.
—No. No.
Dunworthy se quedó un rato más, acariciando el brazo de Badri, pero su agitación pareció empeorar poco después. Se levantó.
—Intenta descansar —dijo, y salió.
El enfermero estaba sentado ante el mostrador, leyendo un ejemplar de
Patient Care
.
—Por favor, avíseme cuando… —dijo Dunworthy, y advirtió que no era capaz de terminar la frase—. Por favor, avíseme.
—Sí, señor. ¿Dónde estará usted?
Dunworthy rebuscó en su bolsillo un pedazo de papel para anotarlo y se encontró con la lista de suministros. Casi lo había olvidado.