A veces parecía que los enemigos de la isla estuviesen guerreando entre sí. La furia de los embates del mar irrumpía y sumergía la cima de las escolleras, pero los volcanes más próximos al agua vomitaban entonces ríos de lava que descendía sobre el mar, como queriendo reparar y cubrir las ruinas causadas. Lluvias tupidas y abundantísimas lograban apagar por algún día las erupciones de un volcán, transformando su cráter en un lago hirviente y fangoso, pero luego, algún turbión huracanado venido del Norte hacía huir a las nubes, desecaba los cráteres y concedía la victoria a las erupciones.
Es imposible saber desde cuánto tiempo antes aquella Isla Desdichada era teatro de los combates entre los titanes de la naturaleza. Y a pesar de ser sacudida, herida, bañada y golpeada, estaba siempre allí, con sus lívidos salientes, sus embudos infernales, sus hendiduras escarpadas, sus inmensos valles desiertos y grises, sus escollos golpeados y fragmentados.
Pero un día, el viejo e irascible océano perdió la paciencia y quiso que la tragedia concluyera de una vez. Hasta aquella jornada se había ensañado contra ella empleando marejadas furiosas, huracanes arrolladores, ciclones devastadores, pero la isla, impertérrita siempre, resistía y respondía con las salvas de sus volcanes.
Entonces, el océano unificó todas sus fuerzas y desencadenó la tempestad máxima. Comparadas con ésta, todas las anteriores no habían sido más que débiles y breves cóleras, capaces, a lo más, de arrastrar consigo aristas y jirones.
Aquel día sobrevino desde el mar un viento tan poderoso y vertiginoso que logró decapitar las montañas y romper las escolleras naturales como si fueran dunas de arena. No hubo ni torrentes de lluvia, ni truenos ni relámpagos. Desde lejos no se oía otra cosa que el silbido horrendo del viento y el mugido ensordecedor del océano enfurecido.
Tres días con sus noches duró la grandiosa tempestad. El mar alzaba incansablemente muros altos y verdes coronados por espuma delirante; poco a poco convirtió los valles en enormes lagos, trituró las montañas, dispersó los escollos, inundó y apagó los cráteres, todo lo cubrió y sumergió bajo la furia y la mordaza babosa de las olas movedizas y resonantes.
Cuando la enorme tempestad hubo concluido, de la Isla Desdichada no quedó más que algún escape de humo y el recuerdo de un castigo definitivo.
Tierra del Fuego, 21 de octubre.
No pude permanecer más de veinticuatro horas en esta singularísima ciudad, donde todos los extranjeros son considerados espías enemigos. Un enviado del rey me acompañó sin dejarme un solo momento, ni siquiera durante las horas del sueño.
En cuanto pude captar, los habitantes están divididos en seis castas, cada una de las cuales tiene un color determinado. Los sacerdotes deben vestir enteramente de blanco, los conductores del pueblo de rojo, los ricos y los comerciantes de amarillo, los maestros y los artistas de verde, los servidores y esclavos de negro. Las mujeres, de cualquier condición o estado que sean, visten de violeta hasta los cuarenta años, y después de castaño.
Todo el que viola esas normas es desnudado y expuesto como vino al mundo en una jaula de hierro situada en la plaza mayor de la ciudad. Todo ciudadano, sea hombre o mujer, debe llevar en el pecho un trozo de género en forma rectangular donde está escrito con caracteres bien marcados su nombre y apellido, su dirección y la fecha de nacimiento. Así pues, con una ojeada a la ropa y al cartelito, cualquiera puede saber la casta, el nombre y la edad del que pasa a su lado, del que está sentado junto a sí, del que entra en una oficina o en un comercio. Nadie puede ocultar sus datos, el incógnito es juzgado como actitud culpable.
El gobierno de Ascenzia es una democracia pura, pero de una forma completamente diversa de las demás. Los nombres de los ciudadanos cuya edad oscila entre los veinticinco y los sesenta y cinco años, son insaculados en grandes urnas. Cada siete días un niño extrae un nombre, y el así designado por la suerte será rey de la ciudad durante una semana. Con el mismo sistema se extraen cien nombres más, y los agraciados desempeñan durante el mismo período de tiempo el oficio de parlamentarios.
Pedí explicaciones al hombre que me acompañaba acerca de tan absurdo método; me respondió que, como lo habían notado sus antepasados, en las democracias todos aspiraban a mandar y gobernar. Con el sistema elegido por ellos tal deseo era satisfecho con más generosidad que en otras partes, pues al cabo de un año eran más de cinco mil los ciudadanos que habían participado directamente en el gobierno de la ciudad. De ese modo, además, se evitaban los peligros de las camarillas y patrocinios, tan funestos para la libertad cuando el que gobierna permanece durante mucho tiempo en el poder.
Le hice notar que en esa forma se suprimía lo que se llama en otras partes «elección», o sea, escoger a los mejores. Mi guía no se inmutó lo más mínimo por tan ingenua crítica, y me replicó:
—Debería saber usted que en las repúblicas, los hombres más inteligentes y honrados, procediendo por instinto y por autodefensa, rehuyen ocuparse en la vida política, la que es tenida por ellos como basta e infecta, de modo que los electores se ven forzados a elegir entre las personas menos geniales y menos íntegras. En cambio, con nuestro sistema nadie puede rehuir el sacrosanto deber de guiar por turno la cosa pública, y frecuentemente sucede que son señalados por la suerte hombres estimados por su ingenio y sus virtudes, cosa que casi nunca sucede en las demás repúblicas. Al mismo tiempo se ahorra el gasto desenfrenado de mentiras y de dinero que se hace en las elecciones comunes.
—Pero ¿no es demasiado breve el período del mandato?
—También esta costumbre nuestra tiene sus ventajas. En caso de que los designados por el sorteo sean imbéciles o malvados, poco es el daño que pueden hacer en el breve lapso de siete días; en cambio, si son personas rectas e inteligentes, la misma brevedad del tiempo acordado les estimula a proceder prestamente, a efectuar sin demora lo que consideran útil para el bien común.
»Ese sistema de gobierno, aun siendo tan extraño, es superado en singularidad por la religión dominante en Ascenzia. Casi todos los habitantes siguen la antigua doctrina de Zaratustra, por lo cual creen en una divinidad creadora y bondadosa que lucha contra otra divinidad destructora y pésima. Mas, de esa doctrina sus seguidores deducen una consecuencia increíble y jamás pensada: su culto, las oraciones, ritos y sacrificios, son tributados únicamente a la divinidad mala, o sea al Diablo. Todos los santuarios están consagrados al Demonio, todos los sacerdotes están al servicio de Satanás. Las razones con que justifican tan diabólica adoración merecen ser consignadas, aun cuando tengan sabor a paradojas infernales. Afirman sus teólogos que Dios es un padre amoroso, y por su naturaleza eterna no puede menos que amar y perdonar. No tiene necesidad de ofrendas ni de oraciones, sabe mejor que nosotros lo que se precisa cada día y no puede menos que proteger a sus hijos. El Dios malo, por el contrario, necesita ser adulado, propiciado, implorado, a fin de que no se ensañe contra nosotros. Se dedican ofrendas y tributos a los monstruos con la esperanza de que no se ensañen contra nosotros. Pues tal cosa es la que hacemos con el demonio. El mayor pecado del diablo es la soberbia, y por lo tanto nuestro culto exclusivo hacia él, nuestras alabanzas a su poder, nuestra perenne y humilde veneración logran halagarlo, dulcificarlo, ablandarlo, de tal manera que sus venganzas nos alcanzan mucho menos que a otros pueblos. El Dios Bueno, en su bondad infinita tiene compasión de nuestro miedo y debilidad, y sabe perfectamente que, aun cuando el culto externo sea para el Demonio, nuestro amor interno es para Él.
El delegado del rey, que me hizo saber todas estas cosas, no me dejó entrar en ningún templo de la ciudad, aun cuando le ofrecí una gruesa suma de oro para que me lo permitiese. Me fui de Ascenzia lleno de estupor y asaltado por la curiosidad.
Setebos, 5 de marzo.
El congreso de los Panclastas, o sea, como lo explicaba el manifiesto, de los Destructores Universales, estaba fijado para las cinco, pero yo me retrasé en el campamento de los gitanos y llegué una hora después de la convenida.
Servía de sede un circo ecuestre que estaba de paso por allí. Reinaba allí una confusa hediondez de establo y carnicería. Los toscos asientos dispuestos en círculo estaban ya ocupados por personas de todos los colores y edades: hombres siniestros de mirada torva, rostros de condenados a muerte agraciados en el último momento, de frenéticos contumaces, de epilépticos viciosos, de mujeres torvas y agitadas que jamás pudieron ser niñas. Aquí y allá se veía alguna máscara de negro encanecido, de indio color de terracota rajada, de chino viejo, sin cejas ni labios.
En medio de la polvorienta pista se veía un enorme cajón de embalar que servía de escenario y tribuna. Cuando entré ya estaba encaramado un viejo corpulento, que gritaba y gesticulaba y llevaba por todo vestido un camisón de noche que le llegaba hasta los pies. Vociferaba diciendo a gritos:
—¡Esa indigna burla debe concluir para siempre! ¡No queremos ser estafados y mofados! Nos han prometido la libertad, todas las libertades, y en cambio somos más esclavos que nunca. Libertad de palabra, libertad de imprenta, libertad de reunión, libertad de conciencia, pero todas ellas libertades parciales y preliminares, libertades homeopáticas, para uso y contentamiento de las minorías burguesas e intelectualoides. ¡A nosotros no nos bastan! Apenas son los entremeses del gran banquete de los hambrientos de libertad absoluta y total. Bien sabéis cómo junto a esas briznas de libertad, se destaca más aún la dureza de las antiguas prohibiciones de la moral, y de las viejas esclavitudes de la ley.
»Según nuestra doctrina, es un insulto para la libertad del hombre toda limitación, por pequeña que sea, hecha a los instintos más naturales y a los deseos más comunes de nuestra especie. Y bien sabéis cuáles son los deseos fundamentales del hombre: apropiarse de lo que le sirve, aun cuando pertenezca a otro, el deseo de quitar la vida a los que amenazan nuestros intereses y nuestros gustos; el de poseer a todas las mujeres que nos agraden, ya sean vírgenes o esposas. Esos son los instintos secretos y profundos de todos los hombres, de todos, de cualquier raza y condición que sean, incluso son los deseos de los que crean y aplican las leyes, sin exceptuar a los jueces, a los carceleros y a los verdugos.
»¡Y todavía estamos sometidos a códigos que prohiben y castigan el robo, la rapiña, el homicidio, el adulterio y el estupro, o sea, precisamente, los actos que constituyen el verdadero fondo de nuestra naturaleza, los actos que con más gusto realizarían los hombres! Por lo tanto, ¿no es la ley la más desvergonzada violación de las libertades humanas? Los valientes que se rebelan contra esas imposiciones arbitrarias son señalados a fuego con el nombre de malhechores y se les castiga atrozmente con la prisión o la muerte. ¿Qué es lo que parlotean entonces, hablando de libertades públicas? ¡Queremos todas las libertades, y en primer lugar las individuales y privadas! Una libertad circunscrita por restricciones y prohibiciones, ¡no es verdadera libertad, sino esclavitud presentada engañosamente por traidores charlatanes! ¡No seremos libres mientras no se hayan suprimido hasta los últimos legisladores, los últimos jueces, los últimos tiranos!.
Una explosión de aplausos y de aullidos interrumpió al orador en camisa de noche:
—¡Mueran los diputados!
—¡Abajo los ministros!
—¡A la horca con los policías!
—¡A exterminar a los maestros!
—¡A fusilar a los oficiales!
—¡Mueran los opresores!
—¡Mueran todos!
—¡Vivan los anarquistas!
Apenas se hizo un poco de silencio se oyó tronar nuevamente la voz indignada del enorme viejo orador:
—He sentido un ¡viva! por los anarquistas, y no puedo ocultar mi estupor ante tanta ingenuidad. Frente a nosotros, los Panclastas, los anarquistas no son más que vulgarísimos reaccionarios. Estos impávidos cultores del compromiso sueñan con una sociedad idílica, fundada sobre la fraternidad y el amor. Lo mismo que para los tiranos de todos los tiempos, también para ellos el robo y el asesinato son crímenes.
»Imaginan, en su ceguera e insensatez, que la supresión de la propiedad privada y la creación de grupos obreros autónomos pueden transformar los caracteres esenciales y constantes de la naturaleza humana. El ser humano, aun después de la muerte de todos los reyes y de todos los presidentes, continuará siendo lo que hemos dicho: un animal de presa y de lujuria. Siempre será verdadera la máxima del filósofo inglés:
Homo homini lupus,
el hombre es un lobo para el hombre, y la definición del filósofo francés:
Lhomme n'est qu'un gorille lubrique etféroce,
el hombre no es más que un gorila lúbrico y feroz. Los anarquistas quieren abolir a los patronos, pero conservan la ley, que es la peor de las tiranías. Unicamente nosotros, los Destructores Universales consecuentes, podemos llegar a ser los libertadores de la humanidad; sólo nosotros proclamaremos los verdaderos Derechos del Hombre, pero no las vanas palabras de los burgueses franceses del año 1789, sino los concretos y efectivos Derechos del Hombre, del hombre integral y sincero: el derecho a robar, a matar y a violentar».
Al terminar de decir estas palabras, estalló un aplauso aún más fuerte, y en seguida saltó al cajón que servía de tribuna, como una tigre, una mujer desgreñada, vestida con harapos negros, que comenzó a vociferar furiosamente a pesar de que el tumulto ahogaba sus palabras. Era delgadísima y blanquísima, tenía dos ojos de bruja fijos en el fondo de dos órbitas de calavera. Cuando cesó el huracán de aplausos pudo hacer oír sus gritos:
—¡Me parece que el compañero Cerdial no ha insistido suficientemente acerca de la libertad de nosotras, las mujeres! Ha dicho cosas completamente ciertas, pero es un macho y su mentalidad es demasiado masculina. Ha defendido el derecho de los hombres a poseer todas las mujeres que les agraden, pero ni una palabra sobre el derecho de las mujeres a hacerse poseer por todos los hombres que ellas deseen. A pesar de las religiones, de las morales y de las leyes, es necesario reconocer que los machos ejercen ya bastante ese su justo derecho, aun cuando deban echar mano a expedientes y comedias de diverso género. Mas, para nosotras, las mujeres, esa libertad es mucho más difícil y peligrosa. Por ejemplo: las prostitutas deben aceptar a todo cliente que pague, aun cuando sea repulsivo, y en cambio, están obligadas a pagar por el hombre que les agrada. Las muchachas no pueden elegir más de un marido; las casadas, habitualmente no logran tener más de tres o cuatro amantes, y esto a precio de subterfugios y frecuentemente con peligro de perder la vida. Y las feas y las viejas, ¿acaso no deben tener su derecho a satisfacer las emociones eróticas exigidas por la naturaleza?