El libro negro (15 page)

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Authors: Giovanni Papini

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BOOK: El libro negro
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Diciendo esto el predicador apartó el velo que cubría su rostro y pude entrever dos mejillas pálidas, surcadas por gruesas lágrimas. Luego se arrodilló en el piso del púlpito y continuó diciendo:

—En el caso de que yo, al exponeros esta doctrina creída por mí verdadera y nueva, haya caído como sucede a todos en el horrible pecado de la soberbia, aquí postrado pido perdón a Cristo, mi Señor y Maestro, y también a vosotros, hermanos y hermanas, que con tanta y tan humilde paciencia me habéis escuchado.

Las palabras del extraño sacerdote fueron interrumpidas por un acceso de sollozos; también se alzaron sollozos, lamentos y suspiros entre los oyentes.

Yo me separé de la columna, crucé el pavimento negro del atrio, me curvé bajo el marco de la puertecita abierta bajo los pies de Cristo y me vi en la plaza verde y desierta. Respiré más libremente, pero confieso que me sentía extraordinariamente contento y satisfecho por haber oído aquella predicación.

Conversación 36
EL FIN DE LOS PERSEGUIDORES

Buenos Aires, 6 de junio.

En una pequeña revista católica que cayó por casualidad entre mis manos, hallé un curioso artículo, sin firma, que quiero copiar aquí para hacerlo leer a un amigo norteamericano que halla sus deleites en investigar las leyes y los misterios de la historia. El artículo se titula: «El Fin de los Perseguidores».

Con ese título escribió el famoso Lactancio, en el siglo
IV
después de Cristo, un pequeño tratado que es considerado por los modernos racionalistas como una simple fantasía apologética. Pero, en nuestros tiempos, la verdad demostrada por Lactancio en esa obra, o sea, que los enemigos del Cristianismo son castigados casi siempre con un fin desdichado, es confirmada con numerosos casos y ejemplos. Nos limitaremos a recordar cómo concluyeron, durante el siglo
XIX
y en lo que va del nuestro, los más famosos adversarios de la religión y especialmente del Cristianismo.

El Marqués de Sade, quien no fue únicamente un novelista obsceno y perverso, sino también un ateo declarado, como lo demuestra su obra
Dialogue entre un Prétre et un moribond
, murió loco, en Charenton, en el año 1814.

El célebre poeta Shelley, que en su juventud escribió una llameante
Necesidad del Ateísmo,
murió ahogado en el mar Tirreno, en el año 1822, a la temprana edad de treinta años.

El celebérrimo filósofo alemán Hegel, quien se jactaba de haber «superado» a la religión con su sistema idealista, murió atacado de cólera en el año 1831, en la plenitud de sus fuerzas, teniendo poco más de cincuenta años de edad.

El renombrado crítico ruso Belinski, enemigo acérrimo del Cristianismo, murió tísico en el año 1848 y a los treinta y ocho de edad.

El fundador del positivismo, también el "superador" y negador de las religiones reveladas, se volvió loco delirante en los últimos años de su vida falleciendo en el año 1857 a los cincuenta y nueve de edad.

Isidoro Ducasse, escritor famoso bajo el seudónimo de Conde de Lautreámont, autor de los blasfemos
Chants de Maldoror,
una de las más alocadas acusaciones lanzadas contra el Creador, murió miserablemente, tal vez asesinado, a la temprana edad de treinta años, en 1870.

El profeta del superhombre, Federico Nietzsche, autor del
Anticristo,
se volvió loco en 1888 y loco murió en 1900.

El popularísimo novelista francés Emilio Zola, que en sus obras hizo gala de un bajo materialismo y denigró al Catolicismo en Lourdes y en Roma, murió asfixiado mientras dormía en el año 1902.

Roberto Ardigó, el sacerdote que colgó los hábitos y abjuró de su fe para consagrarse a la filosofía positivista, murió quitándose la vida con sus propias manos, en 1920.

Lenin, que aprobó y fomentó la asociación de los Sin-Dios, fue herido por la parálisis progresiva en 1920 y murió en 1924.

Su amigo y compañero Trotsky, también el enemigo y perseguidor de la Iglesia Cristiana, fue asesinado por sus enemigos políticos en 1940.

Adolfo Hitler, que pretendió restaurar en Alemania el viejo paganismo anticristiano, concluyó suicidándose en el año 1945 en el momento de su derrota final.

Alfredo Rosemberg, amigo y colaborador del anterior, el teórico del racismo antisemita y anticristiano, fue ahorcado en Nuremberg en el año 1946.

Buscando en la historia de estos últimos siglos y también de los precedentes, fácil seria hallar otros ejemplos del triste fin reservado a los que, con sus escritos o sus acciones, se propusieron abatir la fe cristiana. Como se ve por nuestra enumeración, no se trata de hombres oscuros, de poca o ninguna importancia, sino de hombres que tuvieron y tienen grandísima fama, que han dejado sus nombres en la historia de la literatura, de la filosofía o de la política. Nos parece que vale la pena meditar sobre tan pavorosa nómina, que además es una inesperada prueba de la tesis sostenida ya en el año 317 por el doctísimo escritor que se llamó Firmiano Lactancio.

Conversación 37
LA JUVENTUD DE DON QUIJOTE

(DE CERVANTES)

Granada, 7 de abril.

En la preciosa colección de manuscritos desconocidos que comprara en Londres hace ya algunos meses, y que perteneciera a Lord Everett, he hallado un esbozo titulado
Mocedades de Don Quijote
, manuscrito autógrafo de Don Miguel de Cervantes y desconocido hasta ahora para todos los estudiosos de la literatura castellana. Lo hice descifrar, transcribir y traducir por un joven profesor de esta ciudad, y finalmente pude leer esta inédita prehistoria del famoso Caballero de la Triste Figura.

Como lo recordarán todos, la famosa Obra de Cervantes nos presenta a un Don Quijote que alrededor de los cincuenta años se ha retirado a su casa de Argamasilla de Alba para leer novelas de caballería. Acerca de la vida que llevara hasta ese tiempo, es nada o casi nada lo que nos dicen las dos partes de la obra publicadas hasta el presente. Es mi opinión que Don Miguel tenía en su ánimo la idea de narrar también la juventud de su héroe, pero la muerte le impidió dar forma artística al esbozo que tengo ante mi vista.

Según este desconocido manuscrito don Quijote había nacido en una familia noble, pero venido a menos; desde la infancia dio muestras de espíritu audaz y de ingenio movedizo. Siendo algo mayorcito, y cuando hubo aprendido con el sacerdote del lugar algo de latín y de teología, fue enviado por su padre a la famosa Universidad de Salamanca, donde en un principio se sintió atraído por las cátedras que dictaban los maestros de filosofía. Pero al cabo de un par de años perdidos en aquella fatigosa y tediosa disciplina, nuestro Alonso Quijano, pues éste era su verdadero nombre, se disgustó de aquellas acrobacias y artimañas mentales y de tan estériles juegos dialécticos; entonces se orientó hacia las letras humanas y halló sus deleites en escribir romances y redondillas sobre temas amorosos. Durante este período se había enamorado de una hermosa jovencita, hija de un corregidor, doncella que, aun cuando más no fuera que con miradas y guiños, daba señales de corresponder a su tímida pero fogosa pasión. Finalmente, una noche pudo hablarle, aunque por muy pocos momentos, y la joven, temblando en la oscuridad, le prometió que sería suya y jamás de ningún otro. El joven caballero, delirante de felicidad, continuó soñando y escribiendo para ella poemas tan ardorosos que, según escribe Cervantes, parecían chamuscar el papel en que los garabateaba. Pero… un mal día el pobre enamorado se enteró de que su prometida se había casado con un doctor en leyes, amigo del padre de ella.

Entonces Don Quijote comprendió de qué clase de paño estaban hechas las mujeres, sin excluir a las que parecen angelicales, y cobró odio hasta contra la poesía que tan poca ayuda le había prestado. Fue tal su desesperación que solicitó y obtuvo ser admitido como novicio en un convento de carmelitas. Desde su temprana niñez había sido un cristiano devoto, y ahora, sabida la traición de la amada, se persuadió de que únicamente Dios merecería el afecto íntegro de su corazón. Permaneció en el convento por más de un año, esforzándose por llegar a los más elevados grados de la perfección. Pero el espectáculo que le brindaban los monjes, tanto los jóvenes como los viejos, era para su cándida alma algo muy distante de ser ejemplo de edificación. Los más eran perezosos e indiferentes, como ligados por un hábito mecánico a los deberes externos de su profesión. Algunos se mostraban arrogantes, impacientes, malignos e hipócritas. Ni siquiera faltaba alguno que se embruteciera en la ebriedad o buscara a las mujeres. El futuro Don Quijote tuvo valor suficiente para quejarse de aquellas desvergüenzas ante el Maestro de Novicios, quien desde ese día le cobró ojeriza y se complacía atormentándolo con castigos injustos.

Una buena mañana, el Superior del convento lo llamó a su celda y le dijo que no estaba seguro de su vocación religiosa; el joven novicio tuvo que dejar los hábitos y salir de allí.

Gracias a la protección que le brindó un tío marqués, bien visto por el Rey, fue recibido como gentilhombre de cámara en la corte de Madrid. Según lo da a entender Cervantes, esa experiencia fue una de las más desgraciadas en su vida. Contaba ya casi treinta años de edad y su espíritu había madurado con largas lecturas y meditaciones. Todo cuanto observaba a su alrededor le hacía sufrir: la corrupción de las damas, la altanería de los grandes, la avidez de los ministros, las intrigas de los cortesanos, la abyección de los subalternos, todo ello hería y ofendía continuamente su ánimo sensible y delicado. No pudiendo aguantar más el hedor de aquella cloaca dorada, pidió licencia a Su Majestad y obtuvo permiso para dirigirse al Nuevo Mundo, como oficial de la guardia de un virrey. Al comienzo el joven castellano halló grandísimo placer recorriendo a caballo montañas y bosques, en medio de gente salvaje tan diversa de la que moraba en su patria. Pero tiempo después también esta nueva experiencia concluyó dolorosamente, como las anteriores. Cristiano e hidalgo como era, el futuro defensor de los débiles no pudo soportar la vista de las atroces exacciones y cargas a que eran sometidos los pobres indios. La crueldad y jactancia de los conquistadores, la avidez y desenfreno de los oficiales de gobierno, los abusos y costumbres depravadas de la soldadesca, todo esto le llenó de náuseas, repugnancia y horror.

En su honrada ingenuidad tuvo la malhadada idea de denunciar tales vergüenzas al Consejo de Indias, que tenía su sede en Sevilla. Se envió entonces desde España un inquisidor real, quien comprado con ducados sonantes por el virrey, escribió en su informe que el señor Alonso Quijano era un visionario calumniador, un desatinado loco, y como tal lo hizo arrestar. Llevado a España fue encerrado en las cárceles de Alba de Tormes, donde languideció por espacio de varios años sin ser juzgado por tribunal alguno. El desventurado se resintió por aquella infame injusticia y cayó en una especie de melancolía fantasiosa de la que nunca se recuperó. Finalmente fue considerado enfermo poco peligroso y le devolvieron la libertad. No hizo entonces intento ninguno por reiniciar una nueva vida. Volvió a la casa paterna, en la que ya habían muerto todos los suyos, y procuró consolarse de la desagradable realidad, por él en tan diversos modos conocida, refugiándose en el reino de la fantasía heroica y poética, en los poemas caballerescos y novelescos donde hallaba intelectualmente satisfechos sus ideales de caballero cristiano, enamorado y sin miedo.

Lo que le sucedió una vez saturado con aquellas lecturas solitarias, es conocido por todos los que han leído la obra maestra de Don Miguel de Cervantes y Saavedra. Pero me parece que en esta otra obra apenas esbozada, que actualmente se halla en mi poder, está la verdadera clave y justificación de las fantasías y empresas de Don Quijote de la Mancha. Finalmente, se comprende así también por qué el viejo hidalgo, desilusionado, contristado y perseguido, solo en su casa, se consagró a leer aquellos libros de aventuras imaginarias, los únicos que podían consolarlo y compensarlo de la dura y sucia realidad que hasta entonces tanto le había hecho sufrir. Quien no conoce la juventud de Alonso Quijano no puede comprender al Don Quijote de la Mancha ya maduro, ni tampoco sus generosas y desinteresadas extravagancias.

Conversación 38
COLOQUIO CON GARCIA LORCA

(O DE LAS CORRIDAS)

Madrid, 8 de abril.

Fui ayer a la Plaza de Toros, y un amigo español que me acompañaba me presentó a un joven de aspecto genial y viril que se llamaba García Lorca, y es ya famoso aquí y en América como poeta y pintor. Me causó una bellísima impresión, incluso por su orgulloso ánimo salvaje, y concluida la corrida fuimos los tres al Café del Pombo. Como sucede frecuentemente en este país, la conversación versó acerca de la tauromaquia, y quise saber de labios de García Lorca qué pensaba de los extranjeros dispuestos a ver en ese juego sangriento una prueba de crueldad del pueblo español, y el joven poeta me respondió:

—No todos los extranjeros son tan imbéciles, pero la mayoría de los que vienen son simultáneamente atraídos y asqueados por el espectáculo de nuestras corridas. Esto depende en gran parte de que son viajeros filisteos, y aun cuando sean personas cultas carecen de verdadero espíritu poético. Estoy escribiendo un poema sobre Ignacio Sánchez Mejías, uno de nuestros toreros más famosos, y espero hacer comprender la belleza heroica, pagana, popular y mística que hay en la lucha entre el hombre y el toro. Pero creo que nadie ha sabido explicar a los extranjeros el contenido profundo, sublime, y hasta diré casi sobrehumano, del sacrificio taurino.

»La corrida, en sí, a pesar de sus acompañamientos acrobáticos y espectaculares, es en realidad un misterio religioso, un rito sacro. Con sus acompañantes o acólitos, el torero es una especie de sacerdote de los tiempos precristianos, pero al que el Cristianismo no puede condenar. ¿Qué es lo que representa el toro en la conciencia de los hombres?, la energía primitiva y salvaje, y al mismo tiempo la ultrapotencia fecundadora. Es el bruto con toda su potencia oscura; el macho con toda su fuerza sexual.

»Pero el hombre, si quiere ser verdaderamente hombre, debe disciplinar y conducir la fuerza con la inteligencia, debe ennoblecer y sublimar el sexo con el amor. Le corresponde matar en sí mismo la animalidad primigenia, vencer el porcentaje de bruto que hay en él. Su antagonista más evidente en su voluntad de purificación es el toro. El hombre debe matar los elementos taurinos que hay en él: la adoración de la fuerza muscular agresiva y de la fuerza erótica, igualmente agresiva.

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