Authors: Jack London
Y si ahora no quieres que te empujen todavía, ¿por qué no empujas tú al cocinero? De acuerdo con tus ideas, él también debe ser un millonario en inmortalidad. Tú no puedes arruinarle. Matándole no puedes disminuir la longitud de su vida, porque carece de principio y de fin. Está obligado a seguir viviendo dondequiera y comoquiera que sea. Empújale, pues, clávale un cuchillo y deja su espíritu en libertad. Actualmente se halla en una cárcel inmunda y le harías un señalado favor derribando la puerta. ¿Y quién sabe? Es posible que de un cuerpo tan feo saliera para volar a lo alto un espíritu hermoso. Dale el empujón y te ascenderé a su categoría, y ten en cuenta que gana cuarenta y cinco dólares mensuales.
Bien claro se veía que no podía esperar ayuda ni protección de Wolf Larsen. Debía resolver por mí mismo lo que hubiese de hacer, y con el valor que infunde el miedo decidí combatir a Thomas Mugridge con sus propias armas. Pedí a Johansen una afiladera. Louts, el timonel del bote, ya me había pedido en otras ocasiones leche condensada y azúcar. El lazareto donde estaban almacenadas estas golosinas se hallaba debajo del entarimado de la cabina.
Aceché la oportunidad y sustraje cinco botes de leche, y aquella noche, cuando Louis hizo la guardia sobre cubierta, se los cambié por un puñal, tan delgado y de aspecto tan cruel coma el cuchillo de cortar la verdura de Thomas Mugridge. Estaba embotado y mohoso, pero Louis le sacó filo mientras yo daba vueltas a la piedra. Aquella noche dormí más ruidosamente que de costumbre.
El día siguiente, después del desayuno, Thomas Mugridge empezó de nuevo a vaciar el cuchillo; yo le observaba prudentemente, porque me hallaba arrodillado quitando la ceniza de la cocina. Cuando volví, después de echarla al agua, estaba hablando con Harrison, cuyo semblante honrado de hombre rústico dilataban el asombro y la fascinación.
—Sí —iba diciendo Mugridge—, y total me condenaron a dos años en Reading. Pero eso maldito lo que importa. El otro estaba bien muerto. Tenías que haberle visto. Le clavé un cuchillo exactamente como éste, que se hundió en su cuerpo como si hubiese sido de manteca. Chillaba como un condenado.
Miró hacia donde yo estaba para ver si me daba por aludido, y prosiguió.
—A pesar de sus chillidos, continué persiguiéndole. Le corté a tiras y él chillaba sin parar. Una vez cogió el cuchillo con la mano y cerró los dedos, pero yo tiré de él y le corté hasta el hueso. ¡Oh, puedes creer que era una visión terrible!
Una voz del segundo interrumpió la sangrienta narración, y Harrison se fue a proa. Mugridge se sentó a la entrada de la cocina y siguió afilando el cuchillo. Yo quité la pala del cajón del carbón y me senté encima tranquilamente y de cara a él. Me favoreció con una larga mirada de odio. Con la misma calma, a pesar de que mí corazón latía con violencia, saqué el puñal de Louis y conmencé a vaciarlo con la piedra. Yo casi había esperado alguna manifestación por parte del cocinero, pero con sorpresa mía no pareció darse cuenta de lo que yo estaba haciendo. Continuó afilando el cuchillo, yo hice otro tanto, y durante dos horas estuvimos allí sentados cara a cara y afila que afila, hasta que cundió la noticia y la mitad de la tripulación se arremolinó a las puertas de la cocina para contemplar el espectáculo.
Estímulos y consejos se nos ofrecían espontáneamente, y Jock Horner, el cazador tranquilo y callado que parecía incapaz de molestar a un ratón, me aconsejó que dejara estar les costillas y arremetiera más abajo, por el abdomen, y diciendo al mismo tiempo que torciera el cuchillo a la española. Leach, con el brazo vendado bien a la vista, me suplicaba que le dejase algunos restos del cocinero para él, y Wolf Lar— sen se detuvo un par de veces a la entrada de la toldina para observar curiosamente lo que para él eran latidos de ese fermento que conocía como vida.
Y ahora puedo decir que en aquel momento la vida tenía para mí el mismo valor sórdido; no había nade hermoso en ella, nada divino; únicamente dos cosas cobardes que se agitaban, que afilaban acero sobre piedra, y otro grupo de cosas semovientes que miraban. Tengo la seguridad de que la mitad de ellos estaban ansiosos de ver derramarse nuestra sangre; hubiese sido una distracción, y no creo a ninguno de ellos capaz de intervenir si nos hubiésemos enzarzado en una lucha a muerte.
Por otra parte, todo aquello era risible y pueril. Afila que afila. De todas las situaciones aquélla era la más inconcebible. Nadie de los míos lo hubiese creído posible. Me habían llamado siempre el alfeñique de Van Weyden, y que el alfeñique de Van Weyden fuese capaz de hacer aquello, era una revelación para mí, que no sabía si alegrarme o avergonzarme.
Pero no ocurrió nada. Al cabo de dos horas Thomas Mugridge tiró el cuchillo y la piedra y me tendió la mano.
—¿Por qué hemos de ofrecer un espectáculo a estos tipos? —preguntó—. No nos quieren y se alegrarían mucho si nos vieran cortándonos los gaznates. Tú no eres malo, Hump. Eres corajudo, como decís vosotros los yanquis, y eso me gusta. Ven y dame la mano.
Con todo y ser yo tan cobarde, lo era él más aún. Yo había obtenido una victoria señalada y me negué a ceder estrechando aquella mano detestable.
—Está bien —dijo sin orgullo—; tómala o déjala, no por eso has de agradarme menos —y para desviar el rostro, se encaró ferozmente con los mirones—: ¡Fuera de las puertas de mi cocina, grandísimos estropajos!
Esta orden fue corroborada por un caldero de agua humeante, a cuya vista los marineros desaparecieron instantáneamente. Hasta cierto punto, esto fue una victoria para Thomas Mugridge y permitió aceptar con más honra la derrota que yo le había infligido, aunque, por supuesto, era demasiado discreto para proceder de idéntico modo con los cazadores.
—Veo venir el fin del cocinero —oí que Smoke decía a Homer.
—Apuesto —replicó el otro— que Hump será desde ahora el amo de la cocina y el cocinero perderá las agallas.
Mugridge lo oyó, y me dirigió una mirada rápida; pero yo no di muestra de haberme enterado de la conversación. Yo no había imaginado que tuviera tanto alcance mi victoria y fuese tan completa, mas decidí no perder ninguna de las ventajas obtenidas. Según transcurrían los días, se iba cumpliendo la profecía de Smoke. El cocinero llegó a mostrarse más humilde y esclavizado conmigo que con el propio Wolf Larsen. Ya no volví a llamarle señor, ni a lavar cacerolas grasientas, ni a mondar patatas. No hacía más que mi trabajo cuándo y en la forma que tenía por conveniente. Además, llevaba en la cadera el puñal enfundado al estilo de los marineros, y con Thomas Mugridge me mantuve constantemente en una actitud compuesta de arrogancia, insolencia y desprecio por partes iguales.
Mi intimidad con Wolf Larsen va en aumento, si es que pueden llamarse así las relaciones que existen entre patrón y marinero, y mejor aún entre rey y bufón. Para él no soy más que un juguete. Mi ocupación es entretenerle, y mientras le entretengo, todo va bien, pero en cuanto empieza a aburrirse o tiene uno de esos ratos de humor negro, quedo en seguida relegado desde la mesa de la cabina a la cocina, y al mismo tiempo puedo llamarme dichoso si escapo con vida y el cuerpo intacto.
El aislamiento de este hombre se va apoderando lentamente de mí. No hay un solo individuo a bordo que no le odie o le tema, ni hay ninguno a quien él no desprecie. Parece consumirse con la tremenda fuerza que reside en él y que no parece haber encontrado nunca adecuada expresión en los obras. Le pasa lo que probablemente le ocurriría a Lucifer si este ángel rebelde estuviese confinado en una sociedad de espíritus mezquinos a lo Tomlinson.
Este aislamiento, que es ya bastante malo en sí, está agravado por la melancolía original de la raza. Conociéndole a él, analizo los viejos mitos escandinavos con una expresión más clara. Los salvajes de blanca epidermis y cabellera dorada que crearon aquel terrible panteón eran de su misma fibra. La frivolidad de los alegres latinos le es desconocida. Su risa tiene visos de ferocidad; pero se ríe muy raras veces porque está triste con demasiada frecuencia. Su tristeza es tan profunda como los orígenes de la raza— Es la herencia de la raza, la tristeza que hace a la raza poco imaginativa, puritana y moral hasta el fanatismo, y que en su último entronque ha culminado en la Iglesia reformada inglesa y míster Grundy.
Hay que señalar el hecho de que la principal manifestación de esta melancolía original ha sido la religión en sus formas más desgarradoras; pero a Wolf Larsen le son negadas las compensaciones de una religión así— Su materialismo brutal no lo permite, de tal suerte, que cuando le acometen esos momentos negros no le queda más remedio que ser diabólico— Si no fuese un hombre tan terrible, algunas veces le compadecería, como por ejemplo hace tres semanas, cuando entré en su camarote para llenar la botella de agua y me hallé de pronto con él. No me vio— Tenía la cara oculta entre las manos y movía los hombros convulsivamente, como agitados por los sollozos. Parecía atormentado por un dolor muy grande— Al alejarme sin hacer ruido, oí cómo gemía: "¡Dios, Dios, Dios!"— No es que implorara a Dios, empleaba únicamente esta palabra como expletivo, pero le salía del alma.
A la hora de comer pidió a los cazadores un remedio para el dolor de cabeza, y por la tarde, siendo tan fuerte como era, daba vueltas por la cabina con paso inseguro y medio ciego.
—En mi vida he estado enfermo, Hump —me dijo cuando le acompañaba a su camarote—, ni he tenido nunca un dolor de cabeza, excepto durante el tiempo que tardó en cicatrizarse un boquete de seis pulgadas que me abrió una barra del cabrestante.
Tres días duró este horrible dolor de cabeza, y sufrió como deben sufrir las fieras, como parecía ser la costumbre de sufrir en el barco, sin quejas, ni simpatías, absolutamente solo.
Aquella mañana, sin embargo, al entrar en su camarote para hacer la cama y poner las cosas en orden, le hallé bien y trabajando de firme. Mesa y cama estaban cubiertas de dibujos y cálculos— Sobre una hoja de papel transparente, con el compás y la escuadra en la mano, estaba copiando una cosa que parecía una escala.
—!Hola, Hump! —me saludó alegremente—.. Estoy dándole los últimos toques— ¿quieres ver mi obra? —Pero, ¿qué es eso? —pregunté.
—Una invención para ahorrar trabajo a los marineros, la navegación reducida a una sencillez infantil —respondió en tono jovial—. Desde hoy un niño podrá mandar un barco— Se acabaron los cálculos interminables. Todo lo que se necesita para conocer instantáneamente la situación es una estrella en el firmamento en una noche oscura. Mira, coloco esta escala transparente sobre este mapa sideral, haciéndola girar hacia el polo Norte— En la escala he señalado los circuitos de altitud y las líneas de posición— Todo lo que hago es colocarla sobre una estrella, hacer girar la escala hasta que se halle frente a esas figuras del mapa de abajo, ¡y ya está! ¡Ya tenemos la situación exacta del barco!
En su voz había una vibración de triunfo, y sus ojos, de un azul tan claro como el mar de aquella mañana, centelleaban.
—Usted debe estar fuerte en matemáticas –dije—. ¿Dónde fue usted a la escuela?
—Por mi mala suerte, jamás he pisado ninguna —contestó— He tenido que aprender solo— ¿Y por qué crees que he hecho esto? —me preguntó de pronto— ¿Con la esperanza de dejar mis huellas en los arenales del tiempo? —se rió con una de sus horribles carcajadas burlonas—. De ninguna manera; para patentarlo, para hacer dinero con ello, para emborracharme toda la noche con ideas de egoísmo mientras los otros hombres trabajan. Ese es mi propósito; de modo que también he gozado ejecutándolo.
—El goce de crear —murmuré yo.
—Me parece que es así como debía llamarse. Esto es otra forma de expresar el goce de la vida en lo que tiene de vivo, el triunfo del movimiento sobre la materia, de lo animado sobre lo inanimado, el orgullo del fermento porque es fermento y palpita.
Levanté las manos en un gesto desesperado de reproche a su materialismo inveterado y continué haciendo la cama. El siguió copiando líneas y figuras sobre la escala transparente. Era un trabajo que exigía el mayor cuidado y precisión, y no pude por menos de admirar la manera con que atemperaba su fuerza a la finura y delicadeza requeridas.
Cuando concluí de hacer la cama, me sorprendí al hallarme mirándole fascinado. Realmente, era un verdadero tipo de belleza masculina, y nuevamente con la misma extrañeza de siempre advertí en su semblante una total ausencia de vicio, perversidad o corrupción. Tengo la convicción de que era la cara de un hombre incapaz de cometer injusticias, y por este motivo debe entenderse que su rostro era el del hombre que, o no hacía nada contrario a los dictados de su conciencia, o bien carecía de ella; yo me inclino a la última suposición. Era un atavismo magnífico, un hombre tan puramente primitivo, que era del tipo de los que vinieron al mundo antes del desarrollo de la naturaleza moral. No era inmoral, sino amoral.
He dicho que su rostro era bello, de una belleza masculina. Era de líneas pronunciadas, afeitado y tallado con la pureza y precisión de un camafeo. El mar y el sol habían curtido la piel naturalmente blanca, dándole ese color bronceado que revela los esfuerzos y las luchas, con lo cual añadía cosas a su belleza feroz. Los labios eran llenos, y sin embargo, poseían la firmeza, casi diría la dureza, característica de los labios finos. La forma de la boca, de la barba, de la mandíbula, era igualmente firme o dura, lo mismo que la nariz, con toda la fuerza indomable del macho. Era la nariz de un ser nacido para conquistador o caudillo, recordaba justamente el pico del águila. Podía haber sido griega, como podía haber sido romana, sólo que para lo primero era un poco demasiado sólida y para lo segundo era algo delicada, y mientras el conjunto del rostro era la encarnación de la ferocidad y fuerza, la melancolía original que le aquejaba parecía dilatar las líneas de la boca, de los ojos y de la frente, comunicándole una grandeza y perfección que de otro modo no hubiese tenido.
Y así me sorprendí de pie, inmóvil y estudiándole. No puedo decir de qué manera había llegado a interesarme aquel hombre. ¿Quién era? ¿Cómo hubiera podido ser? Tenía toda la fuerza, toda la potencialidad, ¿por qué no era más que el oscuro patrón de una goleta de caza, con una reputación de horrible brutalidad entre los cazadores?
Mi curiosidad estalló en un torrente de palabras.
—¿Cómo es que no ha hecho usted cosas grandes en el mundo? Con el poder que tiene, hubiese llegado a cualquier altura; careciendo de conciencia e instinto moral, hubiese dominado al mundo, le hubiese sometido a su voluntad, y no obstante, está usted en la cumbre de la vida, donde comienzan el descenso y la muerte, arrastrando una existencia oscura y sórdida, cazando animales marinos para satisfacción de la vanidad femenina y su amor a los adornos, revelando un egoísmo, para usar sus propias palabras, que podrá ser cualquier cosa, indudablemente, menos espléndida. ¿Por qué, con esta energía maravillosa, no ha hecho usted nada? Nada le detenía, nada podía detenerle. ¿Quién ha tenido la culpa? ¿Le ha faltado ambición? ¿Cayó en alguna tentación? ¿Qué le pasó, qué le pasó?