El lobo de mar (14 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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—¡Cerdo, cerdo, cerdo! —iba repitiendo con toda a fuerza de sus pulmones—. ¿Por qué no bajas y me matas, asesino? Puedes hacerlo. Yo no tengo miedo. No hay nadie para impedirlo. ¡Prefiero mil veces morir y perderte de vista, que seguir viviendo entre tus garras! ¡Ven, cobarde, mátame, mátame!

Al llegar a este punto, el alma errante de Thomas Mugridge le volvió a la realidad. Había estado escuchando a la puerta de la cocina pero ahora salió ostensiblemente para echar por la borda algunos residuos, aunque bien claro se veía que era para presenciar la muerte que estaba seguro había de tener lugar. Dirigió una sonrisa rastrera al rostro de Wolf Larsen, quien pareció no fijarse en él. Pero el cocinero era descocado, aunque mejor podría llamársele insensato, verdaderamente insensato.

—¡Qué debilidad! ¡Parece mentira!

El furor de Leach dejó de ser impotente. Al menos ahora había algo a mano, y por segunda vez, después de la puñalada, aparecía el cocinero sin el cuchillo sobre cubierta. Apenas había concluido de pronunciar las palabras, cuando fue derribado por Leach. Tres veces trató de levantarse, esforzándose por llegar a la cocina, y otras tantas volvió a ser derribado.

—¡Oh, señor! —gritaba—. ¡Socorro, socorro! ¡Apártalo, ¿quieres? Apártalo.

Los cazadores rieron, sintiendo un gran alivio. La tragedia se había disipado y comenzaba la farsa. Ahora los marineros se arremolinaron a popa, con todo descaro, haciendo muecas para ver zurrar al odiado cocinero, y hasta yo experimenté un gran placer en mi interior. Confieso que gocé mucho con la paliza que Leach estaba propinando a Thomas Mugridge, a pesar de ser casi tan terrible como la que Johnson había recibido por su culpa. La expresión del rostro de Wolf Larsen no se alteró para nada, ni siquiera cambió de postura, pero continuó mirando hacia abajo con gran curiosidad. No obstante su impertinente seguridad, parecía como si observara el fuego y el movimiento de la vida con la esperanza de descubrir algo más acerca de ella, de hallar en sus desesperadas contorsiones algo que hasta entonces se le hubiese escapado, de encontrar la clave del misterio que pudiera aclararlo todo.

¡Pero qué paliza! Era casi igual a la que había presenciado yo en la cabina. El cocinero trataba en vano de protegerse contra la furia del muchacho y con iguales resultados intentaba ganar el refugio de la cabina. Cuando caía derribado, rodaba y se arrastraba en aquella dirección, pero los golpes seguían a los golpes con rapidez aterradora. El muchacho le arreaba como si fuera un rehilete, hasta que al fin, al igual que Johnson, recibió tantos golpes y patadas que quedó medio muerto sobre la cubierta. No intervino nadie absolutamente; Leach pudo haberle muerto; pero habiendo llegado, al parecer, la medida de su venganza, se alejó del enemigo, que estaba llorando y gimoteando como un cachorrillo, y se dirigió a proa.

Pero estos dos asuntos no fueron sino los acontecimientos iniciales del programa del día. Por la tarde, Smoke y Henderson dieron en cruzarse de palabras, y de la bodega llegó una descarga seguida de una carrera precipitada de los otros cuatro cazadores. Una columna de humo espeso y acre, el que produce siempre la pólvora negra, subía de la escalera, y por ella bajó de un salto Wolf. Larsen. Hasta nuestros oídos llegó el ruido de los golpes y de la pelea. Los dos hombres estaban heridos y ambos eran golpeados por el capitán por haber desobedecido sus órdenes y haberse inutilizado antes de la estación de la caza. En efecto, estaban malheridos, y después de haberles golpeado, se dispuso a operarles por un procedimiento quirúrgico brutal y a vendarles las heridas. Yo hacía de practicante, mientras él sondaba y lavaba los agujeros producidos por las balas, y vi a los dos hombres soportar esta cirugía cruenta sin anestésicos de ninguna clase y sin otra cosa para reanimarles que un gran vaso de whisky.

Luego, durante la primera guardia, los disturbios llegaron a lo más álgido en el castillo de proa. Sirvieron de pretexto los chismes y soplos que habían sido la causa de la paliza de Johnson, y por el ruido que oímos y por los hombres contusos que vimos al día siguiente, era evidente que la mitad de los del castillo de proa habían zurrado a la otra mitad. La segunda guardia y el resto del día se vieron señalados por un combate entre Johansen y Latimer, el escuálido cazador de tipo yanqui. Tuvo su origen en las observaciones de Latimer acerca de los ruidos que hacía el segundo mientras dormía, y con todo, y haber sido apaleado, Johansen mantuvo despiertos a todos en la bodega durante el resto de la noche, en tanto él dormía como un bienaventurado y revivía una y otra vez la lucha.

En cuanto a mí, toda la noche me vi atormentado por pesadillas. El día había sido como un sueño terrible; las brutalidades se habían sucedido sin cesar y las pasiones ardientes y la fría crueldad habían impulsado a los hombres a buscarse mutuamente las vidas y a tratar de herir, dañar y destruir. Yo tenía los nervios excitados lo mismo que mi mente. Toda mi vida había transcurrido en una ignorancia relativa de la animalidad del hombre. En realidad, sólo había conocido la vida por su fase intelectual. También había experimentado la brutalidad, pero era la brutalidad del intelecto, el sarcasmo incisivo de Charley Faruseth, los epigramas crueles y las rudas agudezas de los socios del Bibelot y las observaciones ingratas de los profesores durante mí época de estudiante.

Y eso había sido todo; pero que los hombres hubiesen de descargar su cólera magullándose la carne mutuamente y derramando sangre, era algo extraño y terriblemente nuevo para mí. Por eso me habían llamado el alfeñique de Van Weyden, pensaba yo, y me agitaba inquieto en mi cama atormentado por fuertes pesadillas; me parecía que mi ignorancia de las realidades había sido bien completa; me reía amargamente de mí mismo y creí hallar en la repugnante filosofía de Wolf Larsen una explicación más adecuada de la vida.

Al darme cuenta de la dirección que tomaban mis pensamientos, me asusté. La continua brutalidad que me rodeaba era de efectos perniciosos. Prometía destruir en mí lo mejor y más luminoso de mi vida. Mi razón me sugería que la paliza de Thomas Mugridge era una cosa mala, y sin embargo, por lo que se refería a mi vida, no podía evitar que mi alma se alegrara de ello. Y aun estando bajo la influencia de la enormidad de mi pecado, porque era un pecado, me reí con un placer insano. Ya no era Humphrey van Weyden. Era Hump, el grumete de la goleta Ghost. Wolf Larsen era mi capitán. Thomas Mugridge y los demás eran mis compañeros, y yo estaba recibiendo repetidas impresiones del sello que había marcado a todos ellos.

CAPITULO XIII

Durante tres días ejecuté mi trabajo juntamente con el de Thomas Mugridge, y puedo jactarme de haberlo hecho bien. Sé que mereció la aprobación de Wolf Larsen, en tanto que los marineros estaban radiantes de satisfacción en el breve espacio que duró mi "régimen".

—El primer bocado limpio que como desde que estoy a bordo —me dijo Harrison en la puerta de la cocina cuando volvía del castillo de proa con las ollas y cacerolas—. La comida de Tommy siempre sabe a grasa, a grasa rancia, y calculo que no se ha mudado la camisa desde que salió de San Francisco.

—Yo tengo la seguridad —respondí.

—Apostaría que duerme con ella —añadió Harrison.

—Y no perderías —convine con él—. La misma camisa y sin quitársela una sola vez en todo este tiempo.

Pero Wolf Larsen no le concedió sino tres días para reponerse de los efectos de la paliza. Pues al cuarto, a pesar de estar dolorido y derrengado y casi sin poder ver, tan hinchados tenía los ojos, fue arrancado de la cama de un tirón en el pescuezo y restituido a sus obligaciones. Lloró y gimoteó, pero Wolf Larsen era inconmovible.

—Procura no servir más porquerías —fue su mandato al marcharse—. No quiero más grasa ni suciedad, fíjate bien, y mira si tienes una camisa limpia por casualidad, porque de lo contrario te zambulliré por la borda. ¿Entendido?

Thomas Mugridge se arrastraba penosamente de un lado a otro de la cocina, cuando un movimiento brusco del Ghost le hizo tambalearse. En sus tentativas para recobrar el equilibrio, tendió la mano hacia la barandilla de hierro que rodeaba la cocina económica y evitaba que los pucheros resbalaran y cayeran, pero no acertó a cogerla, y la mano, seguida de todo su peso, fue a caer de lleno sobre la ardiente superficie. Hubo un chirrido y olor a carne quemada y al mismo tiempo un agudo grito de dolor.

—¡Oh, Dios, Dios! ¿Qué he hecho? —se lamentaba sentado encima de la caja del carbón, y meciéndose, trataba de aliviar este nuevo daño—. ¿Por qué se volverá todo contra mí? Es muy triste esto, y yo soy un ser inofensivo que pasa por la vida sin perjudicar a nadie.

Por sus mejillas hinchadas y amoratadas corrían las lágrimas, y su rostro era una imagen del dolor. Lo cruzó un relámpago de cólera salvaje.

—¡Ah, cómo le odio, cómo le odio! —murmuró entre dientes.

—¿A quién? —pregunté yo; pero el infeliz lloraba de nuevo sus desdichas.

No era muy difícil adivinar a quién odiaba y a quién no. Sin embargo, yo había llegado a descubrir en él un espíritu maligno que le impulsaba a odiar a todo el mundo. A veces me parecía que hasta se odiaba a sí mismo, de tal modo se mostraba para él grotesca y monstruosa la vida. En esos momentos me inspiraba una gran compasión y me avergonzaba de haber sentido alguna vez alegría por sus derrotas o sus dolores. La vida había sido ingrata con él. Le había hecho una mala pasada al formarle tal como era, y desde entonces no había dejado de hacerle jugarretas. ¿Cómo podía convertirse en una cosa distinta de lo que era? Y en contestación a mi mudo pensamiento, gimoteó:

—Yo no he tenido jamás una oportunidad, ni siquiera media ¿A quién tenía yo para que me mandase a la escuela, llenara mi estómago hambriento, me limpiara las narices ensangrentadas cuando era un niño? ¿Quién se interesó jamás por mi? ¿Quién, a ver?

—No importa, Tommy —dije, poniéndole una mano sobre el hombro—. ¡Animo! Al fin se arreglará todo. Tienes muchos años por delante y aún podrás hacer de ti lo que quieras.

—¡Eso no es cierto, eso no es cierto! —me escupió en la cara, apartando la mano al propio tiempo—. Eso no es cierto, y tú lo sabes. Para mí no hay remedio, soy una escoria, un pingajo. Eso está bien para ti, Hump, que has nacido en buena casa. Tú ignoras qué es tener hambre, acostarte llorando con el estómago vacío y royéndote como si dentro hubiese una rata. Eso no puede dar buenos frutos. Si mañana fuese yo presidente de los Estados Unidos, ¿sabes cómo me hartaría de una vez por toda el hambre que he pasado de niño?

"Pero, ¿cómo es posible? Yo he nacido para sufrir y penar. Yo he sufrido más cruelmente que diez hombres, La mitad de mi vida la he pasado en el hospital. He tenido fiebres en Aspinwall, en La Habana, en Nueva Orleáns. Estuve a punto de morir del escorbuto, que me fastidió durante seis meses, en las Barbadas. Tuve la viruela en Honolulú, me fracturé las dos piernas en Shanghai, una pulmonía en Unalaska, tres costillas rotas y todo el cuerpo magullado en San Francisco. Y aquí me tienes ahora ¡Fíjate, fíjate! Las costillas deshechas otra vez a patadas. No tardaré mucho en vomitar sangre. ¿Cómo acabaré?, pregunto yo. ¿Quién se encargará de ello? ¿Dios? ¡Cómo debía odiarme Dios cuando me con. trató para hacer una travesía por este mundo infame!

La invectiva contra el Destino duró más de una hora y después se entregó al trabajo, cojeando, gruñendo y mostrando en los ojos un odio terrible a todo lo existente. Su diagnóstico fue acertado, sin embargo, pues de vez en cuando sufría náuseas, durante las cuales vomitaba sangre y padecía horriblemente. Y según había dicho él, parecía que Dios le odiaba demasiado para dejarle morir, pues, poco a poco, fue mejorando y se hizo más maligno que nunca.

Transcurrieron varios días aún antes de que Johnson pudiera subir a cubierta, y finalmente se restituyó al trabajo con poco ánimo. Seguía enfermo, y más de una vez le observé subir penosamente a las gavias o caerse sin fuerzas cuando estaba en el timón. Pero lo peor de todo era que parecía haber perdido el valor. Se humillaba ante Wolf Larsen y se arrastraba casi con Johansen. Muy distinta era la conducta de Leach. Daba vueltas por la cubierta como un tigre joven, clavando en Wolf Larsen y Johansen sus ojos cargados de odio.

—Aún faltas tú, sueco patoso —oí que le decía a Johansen una noche sobre cubierta.

El segundo. soltó un taco en la oscuridad, y un momento después algo fue a clavarse en la pared de la cocina. Hubo más juramentos y una carcajada burlona, y cuando todo estuvo tranquilo, salí con precaución y encontré un cuchillo empotrado más de una pulgada en la sólida madera. Pocos minutos después llegó el segundo en busca del cuchillo, pero al día siguiente se lo devolví secretamente a Leach. Al entregárselo hizo una mueca, que contenía una gratitud más sincera que esos raudales de verbosidad que acostumbran a prodigar los miembros de mi clase.

Contrariamente a todos los compañeros del barco, me encontraba ahora libre de riñas y contaba con la simpatía de todos. Es posible que los cazadores no hicieran sino tolerarme, pero ninguno me mostraba aversión, tanto, que Smoke y Henderson, aún convalecientes bajo un toldo en la cubierta y balanceándose día y noche en sus hamacas, me aseguraban que yo valía más que una enfermera del hospital y que al final del viaje, cuando cobraran, no se olvidarían de mí. ¡Como si yo necesitara de su dinero! Yo estaba encargado de atenderles y cuidar sus heridas, y no hacía sino cumplir mi misión lo mejor que podía.

Wolf Larsen sufrió otro terrible ataque de jaqueca, que duró dos días. Debía padecer mucho, porque me mandó llamar y obedeció mis órdenes como un niño enfermo. Pero todo lo que podía hacerle resultaba ineficaz. A instancias mías, sin embargo, dejó de fumar y beber; pero a mi me extrañaba que un ejemplar tan magnifico tuviese dolores de cabeza.

—Esto es la mano de Dios, te digo —así es cómo lo interpretaba Louis—. Es un castigo por todas sus malas obras, y aún le espera más, a no ser que...

—A no ser que... —repetí yo.

—Dios se haya dormido y no cumpla con su deber; pero esto no debiera decirlo.

Dije mal al decir que contaba con la simpatía de todos. No sólo seguía odiándome Thomas Mugridge, sino que había presentido una nueva razón para odiarme. En vano traté de adivinarla, hasta que al fin comprendí que era a causa de haber nacido con mejor suerte que él; había nacido caballero, según decía.

—Todavía no ha muerto nadie —dije a Louis, censurándole, cuando Smoke y Henderson, en amigable conversación, hacían por primera vez un poco de ejercicio.

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