El lobo de mar (16 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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—¿No tiene nadie un cuchillo? ¡Oh!, ¿no tiene nadie un cuchillo? —insistió Leach en el primer intervalo de relativo silencio.

El número de los agresores era motivo de confusión. Se entorpecían sus esfuerzos, en tanto que Wolf Larsen con un solo propósito, consiguió realizarlo. Consistía éste en abrirse paso por el suelo hasta la escalera. A despecho de la absoluta oscuridad, yo seguía sus progresos por el ruido. Ningún hombre, de no ser un gigante, hubiese llevado a término lo que él hizo, una vez que hubo ganado el pie de la escalera. Paso a paso, a fuerza de brazos, teniendo encima todos los hombres, que se esforzaban por hacerle retroceder, levantó el cuerpo del suelo y se puso de pie. Y entonces, paso a paso, ayudado de pies y manos, subió lentamente :a escalera.

El final de todo aquello pude verlo bien, pues Latimer había traído al fin una linterna, y la sostenía de tal modo que la luz entraba por la escotilla. Wolf Larsen estaba casi en los últimos tramos, pero yo no le veía. Todo lo que podía abarcar era el grupo de hombres que le sujetaban. Se encaramaban tras él como una enorme araña de muchas patas y se balanceaban de atrás adelante, siguiendo el rítmico vaivén del barco. Y paso a paso, con grandes intervalos, el grupo subía. Una vez vaciló y estuvo a punto de caer hacia atrás, pero volvió a asir la presa un momento abandonada y continuó ascendiendo.

—¿Quién es? —preguntó Latimer.

A la luz de la linterna pude ver su semblante perplejo mirando hacia abajo.

—Larsen —dijo una voz velada que salió del grupo.

Latimer alargó su mano libre. Vi subir otra mano para cogerla. Latimer estiró y los dos últimos escalones fueron subidos de un salto. Después la otra mano de Wolf Larsen se agarró al borde de la escotilla. El grupo se precipitó fuera de la escalera, aferrados todavía aquellos hombres al enemigo que se escapaba. Empezaron a salir, a lastimarse con los bordes aguzados de la escotilla y a ser pateados por unas piernas que ahora golpeaban con fuerza. Leach fue el último en retirarse, cayendo de espaldas desde lo alto de la escotilla y empujando con la cabeza y los hombros a los camaradas que se agitaban abajo. Wolf Larsen desapareció con la linterna y quedamos en tinieblas.

CAPITULO XV

Cuando los hombres que estaban al pie de la escalera lograron levantarse, comenzaron a jurar, a maldecir.

—Encended una luz, tengo el pulgar descoyuntado —decía uno de ellos, Parsons, un hombre moreno y silencioso, timonel del bote de Standish, del cual Harrison era remero.

—Lo encontrarás brincando por el poste de amarras —repuso Leach, sentándose en el borde de la cama en que estaba yo oculto.

Se oyeron tanteos y raspar de cerillas, y la lámpara turbia y ahumada volvió a alumbrar, y a su luz indecisa se agitaban hombres con las piernas desnudas curándose las contusiones y las heridas. Oofty—Oofty se había apoderado del pulgar de Parsons, tirando de él con fuerza y volviéndolo al sitio. Al mismo tiempo noté que los nudillos del kanaka estaban desollados hasta e¡ hueso. Los exhibía, mostrando al hacerlo los hermosos dientes blancos en una mueca y explicando que se había producido aquella herida golpeando a Wolf Larsen en la boca.

—Entonces, ¿fuiste tú, negro miserable? preguntó en tono belicoso uno llamado Kelly, irlandés—americano, albino y remero de Kerfoot, que se embarcaba por primera vez.

Al hacer la pregunta escupió una bocanada de sangre y dientes y arrimó su rostro pendenciero a Oofty Oofty. El kanaka retrocedió de un salto a su camarote, para volver de otro salto esgrimiendo un largo cuchillo.

—Ea, acostaros, me fatigáis —intervino Leach. Evidentemente, a pesar de su juventud y escasa experiencia, era el gallo del castillo de proa.

—Anda, Kelly, déjale. ¿Cómo diablos podía saber que eras tú en la oscuridad?

Kelly se apaciguó, pero siguió refunfuñando, y el kanaka enseñó sus dientes blancos en una sonrisa agradecida. Era un ser hermoso, de belleza casi femenina; en su rostro y en sus grandes ojos había una dulzura de ensueño que parecía contradecir su reputación de enérgico y valiente.

—¿Cómo ha podido escapar? —preguntó Johnson.

Estaba sentado en el borde de su litera y todas sus facciones reflejaban una extrema tristeza y absoluto abatimiento. Aún respiraba con dificultad a causa del esfuerzo realizado— Durante la pelea le habían arrancado la camisa, y de una herida en la mejilla fluía la sangre, que se deslizaba por su pecho desnudo, marcando un rojo sendero a través del muslo blanco, para acabar goteando en el entarimado.

—Porque es el diablo, como ya os tengo dicho —contestó Leach, y como consecuencia se levantó y desahogó su contrariedad con lágrimas de coraje—. ¡Y no darme ninguno de vosotros un cuchillo¡ —no cesaba de lamentar.

Pero el resto de los hombres, vivamente preocupados con lo que sobrevendría, no le prestaban atención. —¿Cómo podrá saber quién ha sido? —preguntó Kelly, y al proseguir dirigió una mirada cruel a su alrededor. ¡A no ser que nos delate alguien ¡

—Lo sabrá tan pronto como nos eche la vista encima —replicó Parsons—. Le bastaría con mirarte a ti. Dile que se hundió el techo y te arrancó los dientes cuajo —aconsejó Louis haciendo una mueca.

Era el único hombre que no había abandonado la cama, y estaba lleno de júbilo por no tener lesión alguna, con lo cual probaba no haber tomado parte en la conspiración de la noche.

—Esperad solamente hasta mañana, en que eche una ojeada a los vasos —añadió riendo.

—Diremos que le tomamos por el segundo —dijo uno.

Y otro repuso:

—Yo ya sé qué le diré... que al oír el escándalo salté de la cama, para recibir un mamporro en la quijada, y que fue tal el dolor que me produjo, que me lancé en medio de la refriega, y claro, en la oscuridad no pude conocer a nadie y pegué desatinadamente.

—Y por supuesto, yo fui quien te hirió —concluyó Kelly, y al momento se iluminó su semblante—. Leach y Johnson no tomaban parte en la conversación, y era fácil advertir que sus compañeros les consideraban como hombres perdidos, sin esperanzas, y les daban por muertos. Leach soportó sus reproches durante un buen rato, pero al fin estalló:

—¡Me aburrís! ¡Sois un atajo de cobardes! Si hablarais menos con la boca e hicierais algo con las manos, a estas horas ya hubiéramos acabado con él. ¿Por qué uno de vosotros, sólo uno, no me dio un cuchillo cuando lo pedí. ¡Me aburrís! Todo se os vuelve armar escándalo, como si hubiera de mataros cuando os coja! Bien sabéis que no lo hará; no puede prescindir de vosotros. Aquí no hay sobra de marineros y él os necesita para su negocio— Si os perdiera, ¿a quién tendría para las maniobras? Johnson y yo somos los únicos que habremos de pagar las consecuencias. Idos a la cama; quiero dormir un rato.

—Está muy bien —repuso Parsons—. Es posible que a nosotros no nos haga nada, pero acordaos de lo que os digo: de ahora en adelante el infierno será una nevera comparado con este barco.

Durante todo este tiempo estaba yo preocupado respecto de mi situación. ¿Qué pasaría cuando aquellos hombres notaran mi presencia? No podría abrirme paso luchando como lo había hecho Wolf Larsen, y en este preciso instante, Latimer gritaba por la escotilla: —Hump, el viejo te llama.

—No está aquí —contestó Parsons.

—Sí que está —dije yo, deslizándome de la litera y haciendo lo posible para comunicar a mi voz firmeza y audacia.

Los marineros me miraron consternados. El miedo se dibujaba con trazos enérgicos en sus semblantes y también la maldad que el miedo inspira.

—¡Voy! —grité a Latimer.

—¡No, no irás! —exclamó Kelly interponiéndose entre la escalera y yo y con la mano derecha engarfiada como si fuera a estrangularme—. ¡Víbora maldita, yo te cerraré la boca!

—Déjale —ordenó Leach.

—¡No, por tu vida! —respondió colérico.

Leach no se movió del borde de la cama.

—¡Déjale, te digo! —repitió, pero esta vez su voz era estridente y metálica.

El irlandés vaciló.

—Yo intenté pasar por su lado y él se apartó. Cuando hube alcanzado la escalera, me volví hacia aquel círculo de rostros brutales y malvados que me miraban a través de la penumbra. De pronto me inspiraron una profunda simpatía; recordé la expresión del cocinero: "¡Cómo debía odiarles Dios para tratarles así! ".

—Os aseguro que no he visto ni oído nada —dije con aplomo.

—Ya os he dicho que es un buen muchacho —oí que afirmaba Leach mientras yo subía la escalera—. Quiere tanto al lobo como tú y yo.

Encontré a Wolf Larsen esperándome en la cabina, desnudo y cubierto de sangre. Me saludó con una de sus sonrisas caprichosas.

—Ven, doctor, ponte al trabajo. Según las muestras, este viaje será favorable para que hagas una práctica extensa. No sé qué hubiera sido del Ghost sin ti, y si yo pudiese albergar tan nobles sentimientos, te diría que su patrón te está profundamente agradecido.

Yo conocía el manejo del sencillo botiquín que llevaba el Ghost, y mientras calentaba agua en la estufa de la cabina y preparaba las cosas para curarle las heridas, él andaba por allí examinándose las lesiones y calculando su importancia. Hasta entonces no le había visto nunca desnudo, y la vista de su cuerpo me dejó suspenso. Jamás me he sentido propenso a exaltar la carne, muy lejos de ello, pero hay en mí bastante sentimiento artístico para poder apreciar sus maravillas.

Debo decir que quedé fascinado por la perfección de líneas de la figura de Wolf Larsen y por lo que podría llamarse la terrible belleza de la misma. Me había fijado en los hombres del castillo de proa; no obstante ser algunos de ellos de musculatura poderosa, todos tenían alguna incorrección; falta de desarrollo excesivo allá, alguna torcedura que había destruido la simetría, piernas demasiado cortas o muy largas, demasiado nerviosas o huesudas o delgadas. Oofty—Oofty era el único cuyas líneas eran del todo satisfactorias, pero todo lo que tenían de agradables lo tenían también de afeminadas.

Wolf Larsen era el prototipo del hombre, casi un dios, por su perfección. Al andar o mover los brazos, los fuertes músculos saltaban y se movían bajo la piel satinada. Se me había olvidado decir que el color bronceado terminaba con la cara. Su cuerpo, gracias a la sangre escandinava, era blanco como el de la más blanca de las mujeres. Recuerdo que cuando se llevó la mano a la cabeza para reconocer la herida, observé el bíceps agitarse como una cosa viva bajo la blanca epidermis. Era el bíceps que estuvo una vez a punto de arrancarme la vida, el que había visto asestar tantos golpes mortales. No podría apartar de él mis ojos; me había quedado de pie, inmóvil, con un paquete de algodón antiséptico en la mano, que lo solté y dejé caer en el suelo.

El me vio, y se apercibió de que estaba contemplándole.

—Dios se lució con usted —dije.

—¿Te parece? —respondió—. Eso he pensado yo también muchas veces, sin poderme explicar el motivo.

—Se propondría... —comencé.

—La utilidad —me interrumpió—. Este cuerpo fue hecho para el uso. Estos músculos fueron creados para coger, desgarrar y destruir las cosas vivas que se interpusieran entre la vida y yo. Pero, ¿has pensado en las otras cosa vivas? Ellas también tienen músculos de una clase o de otra, hechos para apretar, desgarrar y destruir; y cuando se ponen entre la vida y yo, procuro inutilizarlas. El propósito no puede explicar esto, pero sí la utilidad.

—Eso no es bello —protesté.

—No creas que la vida lo sea —dijo sonriendo—. Y con todo, has dicho que yo estoy bien hecho. ¿Ves esto?

Puso en tensión las piernas y los pies, oprimiendo el entarimado de la cabina con los dedos de los mismos, como si hiciera presa con ellos. Los músculos se combaron bajo la piel, formando nudos y prominencias.

—Toca —ordenó.

Eran duros como el hierro, y observé también que todo su cuerpo se había puesto en tensión y elástico; los músculos se dibujaban suavemente alrededor de las costillas, a lo largo de la espalda y a través de los hombros; tenía los brazos ligeramente levantados, con los músculos contraídos, los dedos se engarfiaban hasta convertirse en garras; y aun los ojos habían cambiado la expresión, encendiéndose atentos y vigilantes con la luz de la acometividad.

—Estabilidad, equilibrio —dijo relajando la tensión de su cuerpo y volviéndolo al reposo—. Pies para apoyarme en el suelo, piernas para sostenerme y para contribuir a la resistencia mientras lucho, con los brazos, los dientes y las manos para matar y no ser muerto. ¿Propósito? No; utilidad es la palabra más apropiada.

No repliqué. Había visto el mecanismo de los primitivos animales de combate, y estaba tan emocionado como si hubiese contemplado la maquinaria de un gran barco de guerra o de un trasatlántico.

Me sorprendió el considerar la lucha feroz del castillo de proa y la superficialidad de sus lesiones, y puedo jactarme de haberlas curado con gran destreza. Aparte varias heridas de alguna importancia, lo demás no eran sino contusiones y rasguños. El golpe que había recibido en la cabeza antes de caer al agua le había producido un corte de varias pulgadas. Siguiendo sus instrucciones, lo lavé y saturé, no sin antes afeitar los bordes de la herida. Además, tenía la pantorrilla profundamente lacerada, como si hubiese sido despedazada por un alano. Dijo que al principio de la refriega algún marinero se había aferrado a ella con los dientes, siendo arrastrado sin soltar hasta lo alto de la escalera del castillo de proa, donde se lo sacudió de una patada.

—Por lo que he podido observar, Hump, eres un hombre habilidoso —empezó Wolf Larsen cuando hubo terminado—. Nos falta el segundo. De ahora en adelante distribuirás las guardias, recibirás setenta y cinco dólares y en todo el barco te llamarán míster Van Weyden.

—Yo... yo no entiendo nada de navegación, usted ya lo sabe —dije lleno de asombro.

—No es necesario.

—En realidad, no ambiciono destinos elevados —objeté—. En mi humilde situación presente, ya me resulta bastante precaria la vida. Carezco de experiencia. La mediocridad tiene sus compensaciones.

Sonrió como si todo estuviera resuelto.

—¡Yo no quiero ser segundo en este barco infernal! —exclamé, retándole.

Vi endurecerse la expresión de su semblante y a sus ojos asomó la chispa cruel.

—Y ahora, míster Van Weyden, buenas noches.

—Buenas noches, míster Larsen —respondí débilmente.

CAPITULO XVI

No puedo decir que el empleo de segundo llevara consigo más placeres que el de no lavar platos. Yo ignoraba hasta los deberes más sencillos inherentes a este cargo, y sin duda lo hubiera pasado muy mal de no haber simpatizado conmigo los marineros. No conocía ninguna particularidad de cuerdas y aparejos, ni sabía colocar ni orientar las velas; pero los marineros trataban de ponerme al corriente, especialmente Louis, que demostró ser un buen maestro, y mis subordinados me ocasionaron pocas molestias.

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