El lobo de mar (30 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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La aurora me encontró casi al extremo del áncora. Estábamos en inminente peligro de vernos inundados por las olas, sin contar que la espuma y las salpicaduras llegaban a bordo en tal cantidad, que sin cesar tenía que estar echando el agua con un cubo. Las mantas, todo lo del bote, estaba empapado, menos Maud, que envuelta en el impermeable y con calzado de goma conservaba seco el cuerpo, excepto la cara, las manos y un mechón de pelo rebelde. De vez en cuando me relevaba en la tarea de achicar el agua, y lo efectuaba con el mismo valor con que afrontaba el temporal. Todas las cosas son relativas, pues en realidad no eran más que unas ráfagas bastante fuertes; pero a nosotros, que luchábamos por la vida en nuestra frágil embarcación, nos parecían un temporal deshecho.

Bregamos todo el día; el viento frío y desapacible nos azotaba el rostro, y las olas rugían a nuestro lado. Llegó la noche, pero ninguno de nosotros durmió y vino el día y aún continuaba el viento azotándonos el rostro y rugiendo las olas encrespadas. La segunda noche el agotamiento rindió a Maud y se durmió. La cubrí con impermeables y un encerado. Se hallaba relativamente seca, pero el frío la tenía entumecida, y abrigué serios temores de que muriese durante aquella noche. El día amaneció igualmente triste y frío, con el mismo cielo nuboso, el mismo viento desapacible e idéntico mar embravecido.

Hacía cuarenta y ocho horas que yo no dormía. Estaba calado hasta los huesos, completamente helado me sentía más muerto que vivo. Tenia el cuerpo envarado, tanto del frío como del exceso de ejercicio, y el dolor de todos mis músculos constituía una horrible tortura cada vez que los ponía en movimiento, cosa que sucedía sin cesar. Entretanto, íbamos avanzando hacia el Nordeste, alejándonos precisamente del Japón y acercándonos al desierto mar de Bering.

Y nosotros seguíamos viviendo y resistía el bote y el viento no llevaba trazas de calmar. En realidad, al tercer día, aumentó algo más. La proa se hundió bajo una ola y nos entró buena cantidad de agua. Yo la achicaba como un loco. El peligro que representaba la entrada de otra ola semejante se vela aumentado por el exceso de peso del agua que ya llevábamos. Ello hubiera representado nuestro fin. Cuando el bote estuvo vacío, me vi obligado a quitarle el encerado con que había cubierto a Maud para sujetarlo a través de la proa. Esto dio buenos resultados, pues tapaba una tercera parte del bote, y en las horas que siguieron, rechazó tres veces el cargamento de agua, que, a no dudarlo, hubiésemos embarcado cuando la proa se hundía bajo las olas. Maud se hallaba en un estado lastimoso. Estaba acurrucada en el fondo del bote con los labios amoratados y el rostro ceniciento, revelando claramente el tormento que sufría. Pero sus ojos me miraban todavía valerosamente y sus labios continuaban pronunciando palabras animosas.

Aquella noche debió desencadenarse lo peor del temporal, pero apenas me di cuenta de ello. Había sucumbido al sueño allí mismo, sentado en la popa. El cuarto día por la mañana el viento se había convertido en un blando céfiro, el mar se había encalmado y el sol brillaba sobre nosotros. ¡Bendito sol! ¡Cómo bañamos nuestros pobres cuerpos en su deliciosa tibieza! Revivimos como insectos o reptiles después de la tormenta. Volvimos a sonreír, a hablar alegremente, y aumentó nuestro optimismo respecto de la situación. Esta, sin embargo, era peor que nunca. Nos hallábamos mucho más lejos del Japón que la noche en que dejamos al Ghost y yo sólo podía conocer muy imperfectamente nuestra latitud y longitud. Calculando a dos millas por hora, durante las setenta que había durado el temporal, habríamos derivado ciento cincuenta hacia el Nordeste. Pero, ¿sería exacto este cálculo? Porque yo comprendía que bien podían haber sido cuatro millas por hora en lugar de dos, en cuyo caso nos encontraríamos a otras ciento cincuenta millas más cerca de lo malo.

Donde estábamos no lo sabía, aunque había muchas probabilidades de que nos halláramos en las proximidades del Ghost. A nuestro alrededor había focas, y a cada momento esperaba ver surgir una goleta de caza. Por la tarde, cuando volvió a iniciarse el viento Nordeste, divisamos una, pero se perdió pronto en la línea del horizonte y fuimos entonces únicos ocupantes de aquel círculo de agua.

Vinieron días de niebla, en que Maud se desanimaba y a sus labios no acudían palabras animosas; días de calma, en que flotábamos en la inmensidad del océano, oprimidos por su grandeza y maravillándonos, sin embargo, ante el milagro de las vidas pequeñas, pues que nosotros seguíamos viviendo y luchando por la vida: días de aguanieve y viento y borrascas, en que no lográbamos entrar en reacción; o días de llovizna, en que llenábamos los depósitos de agua con el chorro que destilaba la vela mojada.

Mi amor por Maud aumentaba de día en día. Pero aunque la confesión de mis sentimientos acudió a mis labios y tembló mil veces en mi lengua, comprendía que no era aquella ocasión la más oportuna para una declaración semejante.

Hubo más días y más noches de tormenta, en que el océano nos amenazaba con sus olas atronadoras y el viento azotaba nuestro bote. Pero continuábamos avanzando siempre hacia el Nordeste. Durante este temporal, el peor de cuantos tuvimos, dirigí una mirada aburrida a sotavento, no porque buscase nada, sino en una súplica muda a las fuerzas de la Naturaleza para que aplacaran su cólera y nos dejaran subsistir. Al principio no pude dar crédito a mis ojos. Tantos días y noches de angustia y sin dormir, me habrían trastornado sin duda. Volvíme para mirar a Maud, a fin de identificarme con el tiempo y el espacio. De nuevo volví el rostro hacia sotavento, y otra vez vi el promontorio que avanzaba alto, negro y desnudo, la resaca furiosa rompiendo alrededor de su base e hiriendo con las salpicaduras su elevada frente, la línea sombría e inhospitalaria de la costa corriendo hacia el Sudeste, orlada de una imponente franja de espuma.

—Maud –dije—, Maud.

Ella volvió la cabeza y miró lo que se ofrecía a sus ojos.

—¡Eso no puede ser Alaska! —exclamó.

—No, por desgracia —respondí; y le pregunté seguidamente—: ¿Sabe usted nadar?

Negó con un movimiento de la cabeza.

—Yo tampoco —1e dije—. Llegaremos como podamos a la costa. Desembarcaremos en alguna abertura de entre las rocas, donde podamos introducir el bote y encaramarnos; pero habrá que darse prisa y tener aplomo.

Yo hablaba con una confianza que ella sabia estaba muy lejos de sentir, porque me clavó sus ojos llenos de resolución y me dijo:

—Todavía no le he dado las gracias por todo lo que ha hecho por mí; pero usted podría ayudarme.

—¿A cumplir con sus deberes antes de morir? No, de ninguna manera. No moriremos. Desembarcaremos en aquella isla, y antes de finalizar el día habremos hallado abrigo.

Lo dije con energía, pero sin creer de ello una palabra. No era el miedo el que me impulsaba a mentir; no lo sentía, a pesar de que estaba seguro de hallar la muerte en aquel hervidero que atormentaba las rocas y que se acercaba progresivamente. No me imponía la muerte que me esperaba allí, pero me aterraba la idea de que hubiese de morir Maud. Mi maldita imaginación me la representaba destrozada contra las rocas, y esto era demasiado horrible. Yo me esforzaba en pensar que desembarcaríamos felizmente, y así decía, no lo que creía, sino lo que hubiese preferido creer.

Instintivamente nos aproximamos en el fondo del bote. Sentí su mano envuelta en el mitón tenderse hacia la mía, y así, sin hablar, esperamos el fin. No estábamos lejos de la línea que formaba el viento con el ángulo oeste del promontorio, y yo miraba con la esperanza de que alguna corriente o el embate de las olas nos hiciera pasar de largo antes de que nos envolviera la resaca.

Pero cuando pasamos el promontorio, toda la ensenada se ofreció a nuestra vista: era una playa en forma de media luna, cubierta de blanca arena sobre la que rompían unas olas enormes, y estaba invadida por un número infinito de focas.

—¡Un criadero! —exclamé—. Ahora sí que nos hemos salvado. Aquí debe haber cazadores y barcos para protegerlas. Es posible que haya una factoría tierra adentro.

Al examinar las olas que rompían sobre la playa, dije:

—Ahora, si los dioses quieren mostrarse verdaderamente propicios, pasaremos el otro cabo y llegaremos a una playa perfectamente protegida, donde podamos desembarcar sin mojarnos los pies.

Y los dioses se mostraron propicios. Pudimos llegar a una ensenada que penetraba profundamente en la tierra. El mar estaba tranquilo y el fondo era llano, por lo que recogí el áncora de resistencia y remé.

Allí no había focas. La roda del bote tocó al fin el duro fondo. Salté fuera y tendí la mano a Maud. Cuando mis dedos soltaron los suyos, se asió de mi brazo apresuradamente. Al mismo tiempo yo me ladeé como si fuese a caerme en la arena. Esto era el primer efecto de la cesación del movimiento. Habíamos estado tanto tiempo en el mar agitado, que la estabilidad de la tierra nos sorprendía. Esperábamos que la playa se levantara y hundiera y que las paredes de roca se balancearan de un lado a otro como los costados de un barco; y al bracear automáticamente, en espera de estos diversos movimientos, su ausencia nos hizo perder por completo el equilibrio.

—La verdad es que necesito sentarme —dijo Maud con risa nerviosa, como si fuera a desvanecerse y se sentó en la arena.

Cuidé de asegurar el bote y fui a reunirme con ella. Así fue cómo desembarcamos en Endeavour Island, mareándonos la inmovilidad de la tierra después de tan prolongada permanencia en el mar.

CAPITULO XXIX

Había descargado el bote y transportado su contenido a lo más elevado de la playa, donde me propuse montar una tienda. Encontré trozos de leña acarreados por el mar, aunque no mucha, y esto y la vista de una cafetera que había cogido de la despensa del Ghost me había sugerido la idea de encender fuego.

—¡No hay cerillas! —exclamé desesperado—. No traje una sola cerilla, y ahora no tendremos café, ni sopa, ni té, ni nada.

—¿No fue Crusoe quien frotó un madero con otro? —balbuceó ella.

—Pero he leído las narraciones de unos veinte náufragos que lo intentaron en vano —respondí.

—Está bien —dijo Maud—; pero así como hemos podido hasta ahora prescindir de estas cosas, no hay ninguna razón para que no podamos seguir pasando sin ellas.

—¡Piense en el café¡ —grité—. Además, sé que es bueno. Lo cogí del camarote de Wolf Larsen. Y fíjese en esta leña tan rica.

Tuve que resignarme, y me dispuse a montar con la vela del bote una tienda para Maud.

—Tan pronto como ceda el viento —dije a Maud—, pienso salir con el bote para explorar la isla. En algún sitio ha de haber hombres. Algún Gobierno debe proteger a todas esas focas. Pero antes de partir, quiero que esté usted bien instalada.

—Yo quisiera ir con usted.

—Mejor seria que se quedara.

Se volvió y me miró a los ojos. Aquella mirada era tierna y al mismo tiempo resuelta.

—¡Por favor, por favor! —dijo, ¡oh! Con tal dulzura yo quise resistirme y moví la cabeza. Ella seguía mirándome. Vi una chispa de alegría brincar en sus ojos y comprendí que me había vencido. Después de esto era imposible seguir resistiendo.

El día amaneció gris y triste, pero tranquilo, y yo me levanté pronto y preparé el bote.

Cuando juzgué que era hora de despertar a Maud, me apresuré a llamarla.

—¿Qué hay ahora? —preguntó somnolienta y al mismo tiempo con curiosidad.

—Café —exclamé—. ¿Qué dice usted de una taza de café, de café caliente, humeante?

—¡Oh! —murmuró— además de alarmarme, es usted cruel. Luego que me he hecho el ánimo de prescindir de él, ahora me fastidia usted al recordármelo inútilmente.

—Míreme.

De debajo de unas grietas, entre las rocas, recogí unos cuantos maderos y astillas. Las corté en virutas y las desmenucé. Arranqué una hoja de mi cuaderno de notas y de la caja de municiones cogí un cartucho de escopeta. Le quité el taco con el cuchillo y eché la pólvora sobre una roca plana. Después inspeccioné la cápsula del cartucho y la coloqué en medio de la pólvora. Todo estaba preparado. Maud seguía observándome desde la tienda. Sujeté el papel con la mano izquierda y golpeé la cápsula con una piedra que tenía en la derecha. Salió una bocanada de humo blanco, prendió la llama y ardió el borde del papel.

Maud batió las manos gozosa.

—¡Prometen! —exclamó.

Pero yo estaba demasiado ocupado para advertir su alegría. Había que cuidar tiernamente la débil llama, para que se robusteciera y viviese. La alimenté primero con virutas y briznas, hasta que al fin, al prender en las astillas y maderas, estalló y crujió. Como no había entrado en mis cálculos el naufragio en una isla desierta no teníamos pucheros ni ningún utensilio de cocina, pero me ingenié con la lata que usábamos para achicar el agua, y más tarde, cuando consumimos toda la reserva de alimentos, acumulamos una imponente batería de cocina.

Yo herví el agua y Maud hizo el café. ¡Qué bien nos supo! Por mi parte, freí carne de buey en conserva con migas de galleta remojada. El almuerzo fue un éxito, y permanecimos sentados junto al fuego, más tiempo del que correspondía a unos intrépidos exploradores, sorbiendo el café caliente y hablando sobre nuestra situación.

Después nos embarcamos para navegar a lo largo de la costa empujados por un suave vientecillo, explorando las ensenadas con los anteojos y desembarcando alguna que otra vez, sin encontrar huellas de vida humana. Sin embargo, pudimos ver que no éramos nosotros los primeros en llegar a Endeavour Island. Dos ensenadas más allá de la nuestra, en lo más elevado de la playa, descubrimos los restos destrozados de un bote, un bote de cazadores de focas, porque las chumaceras estaban recubiertas de cuerda trenzada; en el lado de estribor de la popa había un soporte para las escopetas, y aún se podía leer en letras blancas el nombre de Gazelle núm. 2. Debía hacer mucho tiempo que aquel bote se encontraba allí, porque estaba casi lleno de arena, y las maderas hendidas tenían ese aspecto de las cosas largamente expuestas a los elementos. En las escotas de popa hallé una escopeta oxidada y un cuchillo roto y tan tomado de orín, que hubiera sido casi imposible reconocerlo.

—Se marcharían —dije alegremente; pero sentí un profundo descorazonamiento y creí adivinar la presencia de huesos calcinados en algún sitio de aquella playa—. No quise que Maud perdiera su buen humor con tal hallazgo, por lo cual volvimos a hacernos a la mar y rodeamos el cabo Nordeste de la isla. En la costa Sur no había playa, y en las primeras horas de la tarde pasamos el sombrío promontorio y completamos las circunnavegación de la isla.

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