El lobo de mar (33 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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—Esto es Endeavour Island dije.

—Nunca he oído tal nombre.

—Al menos, éste es el nombre que le hemos puesto nosotros —corregí.

—¿Nosotros? —preguntó—. ¿Quiénes sois vosotros?

—Miss Brewster y yo. Y el Ghost, como usted mismo puede ver, está de cara a la playa.

—Aquí hay focas —dijo él—. Me han despertado con sus ladridos, es decir, me hubiesen despertado de haber estado dormido. Las oí anoche cuando derivé. Fue la primera advertencia que tuve de que me hallaba en una playa de sotavento. Es un criadero como aquellos en que cazaba yo hace años. Gracias a mi hermano Death, he descubierto una fortuna. Esto es una mina. ¿Cuál es su situación?

—No tengo la menor idea —dije—. Pero usted debe conocerla con mucha más exactitud. ¿Cuáles fueron sus últimas observaciones?

Me dirigió una sonrisa ambigua, pero no contestó.

—Bueno; ¿y dónde están los hombres? —le interrogué—. ¿Cómo es que se halla usted solo?

Esperaba, verle eludir mi pregunta, y me sorprendió lo rápido de su contestación.

—Mi hermano me tuvo prisionero durante cuarenta y ocho horas, sin que yo le faltara para nada. Por la noche me dejó en el barco con sólo la guardia de cubierta. Los cazadores volvían conmigo, pero él les ofreció mejores ganancias; yo lo oí porque lo dijo delante de mí precisamente. Como era de esperar, la tripulación se despidió. Todos pasaron a su barco y yo me quedé abandonado en el mío. Esta vez le tocó a Death, y de todos modos no ha salido de la familia.

—Pero, ¿cómo perdió usted los mástiles? —pregunté.

—Date una vuelta y examina aquellas drizas —dijo señalando hacia el lugar que debía haber ocupado el aparejo de mesana.

—¡Las han cortado con un cuchillo! —exclamé.

—No es eso —dijo riendo—; fue una obra más perfecta. Fíjate bien.

Volví a mirar. Las drizas habían sido cortadas, dejando sólo lo preciso para que retuvieran los obenques hasta que se ejerciera sobre ellas una presión mayor.

—Esto lo hizo el cocinero —dijo riendo de nuevo—. Lo sé, aunque no le sorprendí en ello. Una manera como otra de liquidar una cuenta.

—¡Bien por Mugridge! —grité.

—Sí, eso es lo que pensé cuando todo cayó al agua, sólo que lo dije en otro tono.

—Pero, ¿qué hacía usted mientras sucedía eso? —le pregunté.

—Todo lo que podía, puedes estar seguro; lo cual no era mucho, dadas las circunstancias.

Volvíme para examinar otra vez el trabajo de Thomas Mugridge.

—Me parece que voy a sentarme a tomar el sol —oí decir a Wolf Larsen.

En su voz había un ligero deje de debilidad física, y me pareció tan extraño, que me quedé mirándole fijamente. Se pasaba nerviosamente la mano por la cara como si se quitara unas telarañas. Yo estaba perplejo. Todo en él era tan distinto del Wolf Larsen que había conocido...

—¿Cómo van sus dolores de cabeza? —inquirí.

—Siguen fastidiándome –contestó—. Creo que están amenazándome otra vez.

Se deslizó de su asiento hasta quedar tendido en la cubierta. Después dio la vuelta y se tumbó de lado, descansando la cabeza sobre el bíceps y resguardándose los ojos del sol con el otro brazo. Le contemplé lleno de asombro.

—Aprovecha la ocasión, Hump —dijo.

—No le entiendo —mentí, pues le entendí perfectamente.

—¡Oh! nada —prosiguió con voz apagada, como si estuviera durmiéndose—; que me has encontrado donde tú querías.

—No —repliqué—; yo quisiera saberle a unos cuantos miles de leguas de aquí.

Se rió estrepitosamente, y luego ya no volvió a hablar. No hizo el menor movimiento cuando pasé junto a él y entré en la cabina. Levanté la tapa del suelo, pero durante unos momentos clavé los ojos, dudando, en la oscuridad del lazareto que se abría a mis pies. No me determinaba a descender. ¿Y si el haberse tumbado fuese una estratagema? Excelente para que me cazara como una rata. Subí con cuidado la escalera y atisbé para ver qué hacía. Continuaba en la misma postura. Bajé de nuevo, pero antes de hundirme en el lazareto tomé la precaución de bajar primero la tapa. Así, al menos, no podría encerrarme. Todo fue inútil, sin embargo. Regresé a la cabina con una provisión de jamones, galletas, carne en conserva y otras cosas, todo lo que pude llevar, y volví a colocar la tapa.

Eché una ojeada a Wolf Larsen y comprendí que no se había movido. Tuve una idea luminosa. Me introduje en su camarote y me apoderé de sus revólveres. Allí no había más armas, aunque revolví por completo los tres camarotes restantes. Para estar más seguro, retrocedí y registré la bodega y el castillo de proa; en la cocina recogí los afilados cuchillos que servían para la carne y las legumbres. Entonces me acordé de la enorme navaja que llevaba siempre consigo, y me acerqué a él, hablándole primero suavemente, luego en voz alta; pero no se movió. Me incliné y se la quité del bolsillo, y entonces ya respiré con más libertad. Carecía de armas con que matarme a distancia, mientras que yo, armado, podría hacerle frente siempre si intentaba luchar con sus terribles brazos de gorila.

Cogí un poco de vajilla de la alacena de la cocina, una cafetera y una sartén y volví a tierra, dejando a Wolf Larsen tumbado al sol.

Maud dormía aún. Soplé en el rescoldo (todavía no habíamos arreglado la cocina de invierno) y preparé el almuerzo con febril impaciencia. Cuando terminaba, la oí moverse en el interior de su cabaña mientras hacía su toilette. Una vez estuvo todo dispuesto y el café colado, se abrió la puerta y apareció.

—Eso no está bien —dijo a guisa de saludo—; usted ha usurpado mis prerrogativas. Ya sabe que convinimos en que el guisar era cosa mía, y...

—Sólo por esta vez —me defendí.

—Si promete no reincidir —añadió sonriendo—. A no ser que se haya cansado usted de mi pobre trabajo.

Con gran contento de mi parte, ni una sola vez se le ocurrió mirar hacia la playa, y con tal éxito sostuve la broma, que sorbió el café de la taza de porcelana, comió patatas fritas y untó la galleta con mermelada sin darse cuenta de nada. Advirtió al fin que el plato en que comía era de porcelana; miró el almuerzo, observando todos los detalles; luego me miró a mí y lentamente volvió el rostro hacia la playa.

—¡Humphrey! —dijo.

Asomó una vez más a sus ojos el antiguo terror indescriptible.

—¿Está... él ...? —murmuró.

Yo asentí con la cabeza.

CAPITULO XXXIII

Todo el día estuvimos esperando que Wolf Larsen bajara a tierra. Fue un período de intolerable inquietud. Cada momento dirigíamos al Ghost miradas de angustia, pero él no dio señales de vida, ni siquiera apareció sobre cubierta.

—Quizá tenga dolor de cabeza —dije—. Le dejé tumbado en la toldilla. Probablemente habrá permanecido allí toda la noche. Iré a ver qué le pasa.

Maud me miró con ojos suplicantes.

—No se preocupe —la tranquilicé—. Cogeré los revólveres. Ya sabe que me he apoderado de todas las armas de a bordo.

—¡Pero quedan sus manos, sus terribles manos! —objetó. Y luego exclamó—: ¡Oh, Humphrey, ese hombre me da miedo! ¡No vaya, se lo ruego, no vaya!

Puso su mano en la mía como pidiendo protección, y mi pulso latió con más violencia. Tengo la seguridad de que por un momento mi corazón asomó a mis ojos. ¡Oh, dulce mujer querida!

—No voy a correr ningún riesgo —dije—. Sólo atisbaré por la proa.

Me oprimió efusivamente la mano y me dejó marchar. El lugar de la cubierta donde había dejado a Wolf Larsen estaba desocupado. Indudablemente, había bajado a la cabina. Aquella noche permanecimos de guardia alternativamente, durmiendo un rato cada uno ante la imposibilidad de prever qué podría hacer Wolf Larsen. Demasiado sabíamos que era capaz de todo.

Al día siguiente esperamos, y al otro lo mismo, y Wolf Larsen continuaba sin dar señales de vida.

—¡Esos dolores de cabeza que le dan, esos ataques! —dijo Maud—. Tal vez esté enfermo, muy enfermo. Puede haber muerto, o estar muriéndose —añadió viendo que yo no hablaba.

—Más valdría —respondí.

—Piense, Humphrey, que es un semejante en sus último momentos... y está solo...

—Es posible... —dije.

—Sí, es posible —reconoció—. Pero no lo sabemos, y sería terrible si fuese cierto. Yo nunca me lo perdonaría. Es preciso que hagamos algo.

—Tal vez —volví a insinuar.

—Debe usted ir a bordo, Humphrey.

Me levanté y me dirigí a la playa.

—Tenga cuidado —me gritó al alejarme.

La saludé con la mano desde el extremo del castillo de proa y bajé a la cubierta. Al llegar a popa me asomé a la escalera de la cabina y me contenté con llamar desde fuera. Wolf Larsen contestó, y cuando empezó a subir amartillé el revólver. Durante nuestra conversación, deliberadamente se lo mostré, pero él no hizo el menor caso. Físicamente parecía el mismo de la última vez que le vi, si bien ahora estaba más triste Y silencioso. En realidad, las pocas palabras que cruzamos apenas podían llamarse conversación. Me abstuve de preguntarle por qué no había bajado a tierra, y él tampoco inquirió por qué no había estado yo a bordo. Según dijo, volvía a estar bien de la cabeza, Y me marché sin que mediaran más palabras.

Maud recibió mis noticias con muestras evidentes de alivio, y la vista del humo que luego salió de la cocina la puso de humor más alegre. Al día siguiente y al otro también vimos salir humo de la cocina, y algunas veces vislumbrábamos a Wolf Larsen en la toldilla. Pero eso era todo. No hacía ninguna tentativa para desembarcar. Esto lo sabíamos porque de noche seguíamos montando la guardia. Esperábamos que hiciese algo, y su inacción nos preocupaba y desesperaba.

Así transcurrió una semana. Después cesó de salir humo y no volvimos a ver a Wolf Larsen en la toldilla. De nuevo se mostró solícita Maud, pues consintió tímidamente y con cierto orgullo, creo, que repitiese su encargo de la otra vez. Después de todo, ¿por qué había de censurarla? Era mujer. Además, a mí también me producía molestia pensar que aquel hombre a quien había tratado de matar muriese solo, teniendo tan cerca a unos semejantes. El había estado en lo cierto. El código de mi grupo era más fuerte que yo. El hecho de que tuviese manos y un cuerpo formado a semejanza del mío constituía un título que yo no podía ignorar.

Por tanto, no aguardé a que Maud volviera a enviarme. Descubrí que nos hacía falta leche condensada y mermelada y anuncié que iba abordo. Noté sus vacilaciones; llegó hasta a murmurar que no eran cosas esenciales y que mi viaje en busca de ellas tal vez fuese inoportuno. Y así como había adivinado el valor de mí pensamiento, adivinó ahora el valor de mis palabras y comprendió que no iba a bordo a causa de la leche y de la mermelada, sino a causa de ella y de su inquietud que no había logrado disimular.

Cuando llegué al extremo del castillo de proa, me quité los zapatos, y así, descalzo, fui a popa sin hacer ruido. Esta vez tampoco llamé desde lo alto de la escalera; descendí con precaución y hallé la cabina desierta. La puerta del camarote de Wolf Larsen estaba cerrada. Primero pensé llamar, pero después me acordé de la comisión, motivo aparente de mi venida y resolví llevarla a efecto. Evitando cuidadosamente hacer ruido, levanté la tapa del suelo y la puse a un lado. Tanto el bazar como las vituallas estaban en el lazareto y aproveché la oportunidad para hacer provisión de ropa interior.

Al salir del lazareto oí ruido en el camarote de Wolf Larsen. Me agazapé y me quedé escuchando. Rechinó el pestillo de la puerta e instintivamente retrocedí a pasos furtivos detrás de la mesa, saqué el revólver y lo amartillé. Se abrió la puerta y avanzó Wolf Larsen. Nunca había visto yo una desesperación tan profunda como la que descubrí en el rostro de aquel hombre, de aquel Wolf Larsen fuerte e indomable. Retorciéndose les manos como una mujer levantó los puños crispados y rezongó. Abrió una mano y con la palma se restregó los ojos como si apartara unas telarañas.

—¡Dios! ¡Dios! —refunfuñó, y sus puños apretados se levantaron de nuevo hacia la infinita desesperación que vibraba en su garganta.

Era horrible; temblaba todo mi ser y sentía los escalofríos recorrerme el espinazo y el sudor de mi frente. Pocos espectáculos hay en el mundo más imponentes que el de un hombre fuerte en el momento en que se ve completamente débil y decaído.

Por un esfuerzo de su voluntad poderosa, pronto recobró Wolf Larsen el dominio de sí mismo. El esfuerzo fue enorme. Todo su cuerpo se estremeció con la lu. cha; pareció que iba a sufrir un ataque. En su empeño por calmarse su semblante se retorció, pero en seguida volvió a caer en su abatimiento. De nuevo levantó los puños crispados y gruñó. Suspiró varias veces, sollozando casi, y de nuevo su voluntad venció. Llegué a imaginar que era el antiguo Wolf Larsen, y con todo, había en sus movimientos una vaga sugerencia de indecisión y debilidad.

Ahora sentí miedo por mi; la tapa abierta estaba directamente en su camino y este descubrimiento le conduciría a descubrirme. Yo estaba indignado conmigo mismo por haberme dejado sorprender en una posición tan cobarde. Aún estaba a tiempo, me puse de pie rápidamente, y comprendo que inconsciente en absoluto, adopté una actitud retadora.

El no se apercibió de mi presencia, como tampoco de la tapa. Antes de que yo hubiese podido darme cuenta de la situación, sin darme tiempo para actuar, se había dirigido hacia la abertura. Un pie descendía por el agujero mientras el otro empezaba a levantarse, pero cuando el que descendía echó de menos el sólido entarimado y notó el vacío bajo él, fue el antiguo Wolf Larsen y sus músculos de tigre los que hicieron saltar el cuerpo a través de la abertura, de tal manera que, extendiendo los brazos, dio con el pecho y el estómago en el otro lado del hueco. Un momento después sacó las piernas y consiguió salir de aquella posición, pero rodó sobre la mermelada y el fardo de ropa, golpeando la tapa del lazareto.

Por la expresión de su cara demostraba haberlo comprendido todo, y antes de que yo adivinara su pensamiento, había colocado la tapa en su sitio cerrando el lazareto. Entonces lo entendí: se figuraba que yo estaba abajo. Por tanto, estaba ciego; ciego como un murciélago. Le observé respirando con cuidado a fin de que no pudiese oírme. Entonces se dirigió rápidamente a su camarote; vi cómo su mano no acertaba a encontrar el picaporte con una pulgada de diferencia, cómo lo tanteaba vivamente y lo hallaba. Debía aprovechar el momento. Atravesé la cabina de puntillas y subí la escalera. Volvió arrastrando un pesado cajón que depositó sobre la tapa del lazareto. No contento con esto, trajo otro cajón y lo colocó encima del primero. Después recogió la ropa y la mermelada y puso todo encima de la mesa. Cuando subió la escalera yo me retiré y pasé silenciosamente sobre el techo de la cabina.

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