El lobo de mar (32 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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—Siempre estamos a tiempo para abrir un hueco en la pared.

—Es cierto; no se me había ocurrido— repliqué, moviendo la cabeza con suficiencia—. Pero, ¿has pensado en encargar los cristales para la ventana? Avise a la empresa, y dígales de qué clase y medida convienen.

—Eso quiere decir... —empezó ella.

—Que no hay ventana.

Aquella cabaña oscura y de mal aspecto, sólo hubiera sido buena para cerdos en un país civilizado; pero para nosotros que hablamos conocido las penalidades del bote, resultaba una vivienda muy acogedora. Después de proveer a la calefacción, que se obtenía con aceite de foca y una torcida de algodón de calafatear, nos dedicamos a la caza, a fin de aprovisionarnos de carne para el invierno y construir la segunda cabaña. Ahora ya era empresa fácil salir por la mañana y volver a mediodía con el bote cargado de focas, y después, mientras yo me ocupaba en la construcción de la cabaña, Maud extraía el aceite de la grasa y mantenía un fuego lento bajo los trozos de carne. Yo había oído hablar de la forma en que se preparaba la cecina, y aquella carne salada y cortada a tiras se tumba espléndidamente suspendida sobre el humo.

La segunda cabaña se levantó con más facilidad, porque la construí adosada a la primera y sólo se necesitaron tres paredes, pero con todo, había que trabajar duramente. Maud y yo nos afanábamos desde el amanecer hasta que oscurecía, llegando al límite de nuestras fuerzas, de manera que cuando venía la noche nos acostábamos rendidos y dormíamos con ese sueño animal que produce el agotamiento. Y no obstante, aseguraba Maud que nunca se había sentido tan bien ni tan fuerte. Yo lo comprobaba por mí mismo; pero su fuerza era de una fragilidad que temía a cada momento verla derrumbarse. Cuántas veces la he visto, consumidas sus últimas reservas, tenderse de espaldas en la arena, con su manera peculiar de descansar y recobrarse, y después volver a levantarse y trabajar como antes. De dónde sacaba sus fuerzas era para mí un motivo de maravilla.

—Pienso en el interminable descanso de este invierno —respondía a mis reproches—. Entonces nos desesperaremos por no tener nada que hacer.

La noche en que estuvo cubierta mi cabaña dispusimos la calefacción en su interior. Era al final del tercer día de una horrible tormenta, que había dado la vuelta a la brújula desde Sudeste a Noroeste, y que ahora soplaba directamente sobre nosotros. Las playas de la ensenada exterior tronaban con la resaca, y aun en nuestra caleta, rodeada de tierra, rompía un oleaje formidable. En la isla no había ninguna cordillera lo bastante elevada que nos protegiera del viento, que silbaba y rugía alrededor de la cabaña, tanto, que a veces me hacía temer por la resistencia de las paredes. La techumbre de pieles se ponía tirante como un tambor y se encogía e hinchaba a cada ráfaga. En las paredes se abrió un número infinito de intersticios, no tan bien embutidos de musgo como Maud había supuesto; pero el aceite de foca ardía alegremente y nos hallábamos muy a gusto y con una buena temperatura.

Pasamos una velada verdaderamente agradable. Teníamos el ánimo tranquilo, pues no sólo nos habíamos resignado a pasar el crudo invierno, sino que estábamos preparados para él. Ahora ya no nos preocupaba que las focas emprendieran de un momento a otro su misterioso viaje hacia el Sur, y ni aun los temporales nos aterrorizaban. Además de sentirnos seguros contra la lluvia y el frío, teníamos los colchones más mullidos y suntuosos que pudieran hacerse con musgo. Esto había sido idea de Maud y ella misma había recogido celosamente todo el musgo. Aquella noche era la primera que había de dormir yo sobre el colchón, y sabía que por haberlo confeccionado ella, mi sueño sería más dulce.

Cuando se levantó para marcharse, volvióse hacia mí con su manera caprichosa y dijo:

—Presiento que va a suceder algo, mejor dicho, que está sucediendo. Algo que se nos viene encima, aunque ignoro qué pueda ser.

—¿Bueno o malo? —pregunté.

Sacudió la cabeza.

—No lo sé, pero está aquí en alguna parte.

Señaló en dirección del mar y del viento.

—Esto es una costa de sotavento —dije riendo—, y le aseguro que prefiero estar aquí, que llegar en una noche como ésta. ¿Tiene usted miedo? —le pregunté al levantarme para abrir la puerta.

Sus ojos intrépidos se fijaron en los míos.

—¿Se halla usted bien, perfectamente bien?

—Nunca he estado mejor —respondió.

Hablamos aún un poco antes de marcharse.

—Buenas noches, Maud —dije yo.

—Buenas noches, Humphrey —contestó ella.

Esto de llamarnos por nuestro nombre había surgido como la cosa más natural, y fue tan impremeditada como espontánea. En aquel momento hubiese podido rodearla con mis brazos y atraerla hacia mí, y así lo hubiese hecho, sin duda alguna, de habernos hallado en el mundo a que pertenecíamos. Pero en aquella situación, la escena terminó en la única forma que podía terminar. Yo me quedé solo en mi pequeña cabaña, saturado de une agradable satisfacción al sentir que existía entre nosotros otro lazo, un algo tácito que no había existido hasta entonces.

CAPITULO XXXII

Desperté oprimido por una sensación misteriosa. Parecía como si echara algo de menos a mi alrededor. Pero el misterio y la opresión se desvanecieron en cuanto estuve unos instantes despierto, y advertí que esa cosa cuya falta notaba era el viento. Me había dormido en ese estado de tensión nerviosa producida por el ruido o movimiento incesantes, y al despertar continuaba con la misma tensión y dispuesto a recibir la presión de algo que ya no gravitaba sobre mí.

Era la primera noche que había pasado bajo techo después de varios meses, y permanecí voluptuosamente bajo las mantas (que esta vez no estaban mojadas por la niebla o las salpicaduras de las olas), analizando primero el afecto que causaba en mí la sensación del viento, y luego e'— placer, muy mío, de reposar sobre el colchón confeccionado por las manos de Maud. Cuando estuve vestido y abrí la puerta, oí saltar todavía las olas en la playa, atestiguando su furor de la noche. El día era claro y lucía el sol. Había dormido hasta muy tarde, y estaba dispuesto a recuperar el tiempo perdido, como correspondía a un habitante de Endeavour Island.

Una vez fuera, me detuve como clavado en el sitio. Allí, en la playa, a menos de cincuenta pies, con la proa de cara y desarbolado, había un barco negro. Mástiles y botalones revueltos con obenques, escotas y velas rasgadas, se mecían suavemente a su lado. Me froté los ojos antes de volver a mirar. Allí estaba la cocina que improvisamos nosotros, la conocida escalera de la toldilla, la cabina poco elevada del yate saliendo apenas por encima de la barandilla. No cabía duda: era el Ghost.

¿Qué capricho de la suerte le habría traído aquí precisamente? ¿Qué azar de los azares? Miré hacia la pared desnuda e inaccesible que había a mi espalda, y comprendí la profundidad de la desesperación. No había esperanza de huir, era inútil pensar en ello. Me acordé de Maud dormida allí en la cabaña que habíamos levantado, recordé su "Buenas noches, Humphrey", las palabras "mi mujer, mi compañera", pero ahora mis ojos lo vieron todo negro.

Es posible que sólo tardara un segundo, no tengo idea del tiempo que transcurrió antes de que volviese a ser dueño de mí. Allí estaba el Ghost, con la proa encarada a la playa, proyectándose sobre la arena el destrozado bauprés y el enredo de los mástiles rozándole el costado a la altura de las olas. Era preciso tomar una determinación.

De pronto me sorprendió, por lo extraño, que nada se moviera a bordo. Pensé que los hombres, rendidos de luchar toda la noche con el temporal, estarían durmiendo todavía. Luego se me ocurrió que aún podríamos huir Maud y yo, si lográbamos embarcar en el bote y doblar el cabo antes de que despertara nadie. La avisaría y partiríamos. Tenía la mano en alto para llamar a su puerta, cuando recordé la parvedad de la isla. Nos seria imposible ocultarnos en ella. Nuestro único recurso era el vasto océano inclemente. Pensé en nuestras tibias cabañas, en nuestras reservas de carne, aceite, musgo y leña, y comprendí que no resistiríamos el mar en invierno y los grandes temporales en perspectiva.

Estuve dudando si debía llamar. Huir era imposible. En mi mente brotó la idea desesperada de entrar y matarla mientras dormía. También en el barco dormían todos. ¿Por qué no introducirme en el Ghots y matar a Wolf Larsen aprovechando su sueño? De sobra conocía el camino de su camarote. Después ya veríamos. Muerto él, ya nos quedaría tiempo y espacio para disponer otras cosas; y además, ninguna situación podía ser peor que la presente.

Llevaba el cuchillo al costado. Volví a la cabaña en busca de la escopeta, y luego de asegurarme de que estaba cargada, me dirigí al Ghost. Me encaramé a bordo no sin dificultad y después de mojarme hasta la cintura. La escotilla del castillo de proa estaba abierta; me detuve para escuchar la respiración de los hombres, pero no oí nada. El corazón me dio un vuelco al pensar que tal vez el Ghost estuviese abandonado. Escuché con más atención, y tampoco percibí ningún ruido. Bajé la escalera tomando grandes precauciones. Aquel lugar daba la sensación de vacío y despedía ese olor mohoso peculiar de las viviendas largo tiempo deshabitadas. Por todas partes había montones de ropa revuelta y hecha jirones, botas de agua viejas, impermeables rotos, toda la impedimenta inservible del castillo de proa propia de un largo viaje.

Al ascender de nuevo a la cubierta, llevaba el convencimiento de que el barco había sido abandonado precipitadamente. En mi pecho renació la esperanza, y miré en derredor con más tranquilidad. Noté que faltaban los botes. En la bodega pude hacer idéntica comprobación que en el castillo de proa. Los cazadores hablan empaquetado sus cosas con igual precipitación. El Ghost estaba abandonado; era de Maud y mío. Pensé en los depósitos del barco y en el lazareto que había debajo de la cabina, y se me ocurrió la idea de sorprender a Maud con algo bueno para el almuerzo.

La reacción de mis temores y la convicción de que ya no era necesario el hecho horrible que había estado dispuesto a realizar me volvían pueril e impaciente. De dos en dos subí los escalones al salir de la bodega, sintiendo únicamente una gran alegría y deseando que Maud siguiera durmiendo hasta estar dispuesta la sorpresa del almuerzo. Al divisar la cocina, tuve una nueva satisfacción pensando en la espléndida batería que había en su interior. Salté los escalones de la toldilla y vi... a Wolf Larsen. A causa de mi ímpetu y de mi asombro, retrocedí tres o cuatro pasos por la cubierta, sin poder detenerme. Se hallaba de pie en la escalera, asomando sólo los hombros y la cabeza y con los ojos fijos en mí.

Empecé a temblar, a sentir las antiguas náuseas. Apoyé una mano en el borde de la cabina para sostenerme. Los labios se me habían secado de pronto y me los humedecí, aun cuando no sentía la necesidad de hablar. Ninguno de los dos hablamos. En su silencio e inmovilidad había algo siniestro. Volvió a invadirme el miedo de otros tiempos, pero centuplicado esta vez. Y ambos seguimos mirándonos con fijeza.

Yo me daba cuenta de la urgencia de entrar en acción, mas era presa de mi antigua impotencia y esperaba que él tomara la iniciativa. Después, según transcurrían los momentos, se me figuró hallarme en igual situación que cuando me aproximé al becerro de largas crines y el miedo oscureció mi intención de matarle a mazazos, hasta convertirlo en deseo de que echara a correr. Al fin tuve la impresión de que estaba allí, no para que Wolf Larsen tomara la iniciativa, sino para tomarla yo.

Amartillé la escopeta y le apunté con ella. Si llega a moverse o intenta bajar la escalera, sé que le hubiese matado; pero continuó quieto y con la vista fija como antes, y cuando me encaré con él, conservando siempre la escopeta en mi mano temblorosa, tuve tiempo Para advertir el enflaquecimiento y la consunción de su rostro. Parecía como si una gran inquietud le hubiese desvastado. Tenía las mejillas hundidas, y la frente arrugada revelaba cansancio. En sus ojos noté algo extraño, no sólo por la expresión, sino por su aspecto físico, como si los nervios ópticos y músculos hubiesen sufrido un tirón y le desviaran las pupilas.

Todo esto vi, y a mi cerebro, que ahora funcionaba con rapidez, acudieron mil pensamientos, y sin embargo, seguía sin poder apretar los gatillos. Bajé la escopeta y avancé hacia el ángulo de la cabina, ante todo para aflojar la tensión de mis nervios y tomar nuevo impulso, y al propio tiempo para estar más cerca de él. De nuevo levanté la escopeta. Wolf Larsen se hallaba casi a la distancia del brazo, así es que para él no había esperanza. Yo estaba decidido, y esta vez era imposible no acertarle por pobre que fuese mi puntería; pero sostenía una lucha conmigo mismo que me impedía apretar los gatillos.

—¿Qué hay? —preguntó, impaciente.

Todos mis esfuerzos por disparar resultaban vanos, y asimismo me veía imposibilitado de hablar.

—¿Por qué no disparas? —volvió a decir.

Carraspeé para aclarar la voz de una ronquera que me impedía articular ningún sonido.

—Hump —dijo lentamente—, tú no puedes disparar. No es que tengas miedo precisamente, sino que no puedes. Tu moralidad convencional es más fuerte que tú; eres esclavo de las opiniones que son artículo de fe entre las gentes de tu clase. Desde que empezaste a hablar te inculcaron su código, el cual, a despecho de tu filosofía y de lo que te he enseñado yo, no te permite matar a un hombre desarmado e indefenso.

—Ya lo sé —dije con voz bronca.

—Y sabes también que yo soy capaz de matar a un hombre desarmado e indefenso con la misma facilidad con que me fumo un cigarro —prosiguió—. Tú me conoces por lo que soy, el valor que tengo en el mundo según tu medida. Me has llamado serpiente, tigre, tiburón, monstruo, Calibán, y sin embargo, tú, insignificante muñeco de trapo, pequeña máquina de repetición, no te atreves a matarme como matarías a una serpiente o a un tiburón, porque tengo manos, pies y un cuerpo formado en cierto modo como el tuyo. ¡Bah! ¡Yo esperaba algo mejor de ti, Hump!

Salió de la escalera y vino hacia mí.

—Baja esa escopeta. Quiero hacerte algunas preguntas. Aún no he tenido ocasión de echar una mirada por los alrededores. ¿Qué sitio es éste? ¿Dónde se halla Ghost? ¿Dónde está Maud? Perdón; miss Brewster... ¿o quizás debo decir mistress Van Weyden?

Me aparté de él desesperado ante mi incapacidad para matarle, pero sin cometer la tontería de bajar la escopeta. En mi desesperación, esperaba que insinuase algún acto hostil, alguna tentativa, para golpearme o ahogarme, porque sabia que así únicamente sería capaz de disparar.

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