Read El lugar sin límites Online
Authors: José Donoso
—Puchas que está aburrido esto…
Después vio al viejo al frente.
—¿No es cierto, don Céspedes?
Él sonrió.
—Oye Octavio, vámonos a otra parte…
Don Céspedes le preguntó:
—¿Por qué?
—Aquí no hay ambiente.
Sólo entonces se dio cuenta que Octavio ya no estaba.
—¿Qué se hizo mi compadre?
—Hace rato que pasó para adentro con la Lucy.
Entonces sentó a la Japonesita en sus rodillas.
—Peor es mascar lauchas.
Pero como ella se quedó tiesa, Pancho le dio un empellón que casi la botó al suelo.
—Estoy cabreado.
Comenzó a circular entre las mesas.
—¡Porquería de casa de putas! Ni putas hay. ¿Y las otras chiquillas? Y la victrola afónica. No hay ni qué echarle al buche. ¿A ver? Pan: añejo. Fiambres… puf, medio podridos. ¿Y esto? Dulces cargados de moscas del tiempo de mi abuela. Ya, Japonesita, baílame siquiera. Empelótate. Qué, si eres más tiesa que un palo de escoba, qué vai a bailar. No como tu madre, guatona era, pero harto graciosa la tonta. Y como la Manuela dicen…
Los mismos ojos. Se acordaba del año pasado de los ojos de la Manuela mirándolo y él mirando los ojos aterrados, iluminados entre sus manos que le apretaban el cuello y los ojos mirándolo como redomas lúcidas con la certeza de que él iba a ahogar ese paisaje de terror en las mareas de adentro. Se quedó parado.
—¿Y la Manuela?
La Japonesita no contestó.
—¿Y la Manuela, te digo?
—Mi papá está acostado.
—Que venga.
—No puede. Está enfermo.
La agarró de los hombros y la zarandeó.
—¡Qué va a estar enferma esa puta vieja! ¿Crees que vine a ver tu cara de conejo resfriado? No, vine a ver a la Manuela, a eso vine. Ya te digo. Anda a llamarla. Que me venga a bailar.
—Suéltame.
Pancho tenía las cejas fruncidas, los ojos peludos, confundidos, colorados, casi ciegos de rabia. Que venga. Me quiero reír. No puede ser todo así, tan triste, este pueblo que don Alejo va a echar abajo y que va a arar, rodeado de las viñas que van a tragárselo, y esta noche voy a tener que ir a dormir a mi casa con mi mujer y no quiero, quiero divertirme, esa loca de la Manuela, que venga a salvarnos, tiene que ser posible algo que no sea esto, que venga.
—La Manuela…
—Bruto. Déjame.
—Que venga, te digo.
—Te digo que mi papá no puede.
—Don Alejo es tu papá. Y el mío.
Pero le miró a los ojos.
—No es cierto. La Manuela es tu papá.
—No le digas la Manuela.
Pancho lanzó una carcajada.
—¿A estas alturas, mijita?
—No le digas la Manuela.
—¿Por qué no?
Avanzó hasta el centro del salón.
—Póngame «El relicario», chiquillos.
Con el talle quebrado, un brazo en alto, chasqueando los dedos, circuló en el espacio vacío del centro, perseguida por su cola colorada hecha jirones y salpicada de barro. Aplaudiendo, Pancho se acercó para tratar de besarla y abrazarla riéndose a carcajadas de esta loca patuleca, de este maricón arrugado como una pasa, gritando que sí, mi alma, que ahora sí que iba a comenzar la fiesta de veras… pero la Manuela se le escabullía, chasqueando los dedos, circulando orgullosa entre las mesas antes de entregarse al baile. La Japonesita se le acercó para tratar de impedirlo. Antes de que Pancho la despidiera de una manotada, alcanzó a murmurar:
—Váyanse para adentro…
—Ay, chiquilla lesa, hasta cuándo voy a tener que aguantarte. Ándate tú si querís. ¿No es cierto, Pancho? Estái aguando la fiesta.
—Sí, que se vaya…
Y se dejó caer en una silla. Desde ahí Pancho siguió gritando que ahora sí que iba a comenzar lo bueno, que por qué había tan poca gente, que trajeran vino, pasteles, un asado, todo lo que hubiera, que él pagaba todo para celebrar… la Lucy, mijita, siéntese aquí y usted, compadre, dónde se me había metido que me dejó solo en este velorio, venga para acá, y don Céspedes, no tenga miedo mire que allá tan lejos le va a dar frío y una puta acudió llamada por tanto ruido y se sentó sola en otra mesa y avivó la llama del chonchón y la Cloty se puso al lado de la victrola para cambiar los discos mirando a la Manuela con los ojos que se le saltaban.
—Por Diosito santo, la veterana esta…
En Talca le habían hablado a la Cloty de estos bailes de la Manuela, pero cómo iba a creer, tan vieja la loca. Tenía ganas de ver. Encendieron dos chonchones en las mesas alrededor de la pista y entonces Pancho vio por fin los ojos de la Manuela iluminados enteros, redomas, como se acordaba de ellos entre sus manos y los ojos de la Japonesita iluminados enteros y tomó un trago largo, el más largo de la noche porque no quería ver y le sirvió más tinto a Pancho, y a la Lucy, que tomen todos, aquí pago yo. Le tomó la cabeza a la Manuela y la obligó a tomarse un trago largo como el suyo y la Manuela se limpió la boca con el dorso de la mano. La Lucy se quedó dormida. Don Céspedes miraba a la Manuela, pero como si no la viera.
—Échale nomás, Manuelita de mi alma, échale… que sea buena mi fiesta de despedida. Y a ustedes los van a borrar todos, así fzzzzz… soplándolos, ustedes saben quién. Don Céspedes, usted sabe que don Alejo los va a borrar a todos estos huevones porque le dio la real gana…
En los campos que rodeaban al pueblo el trazado de las viñas, esa noche bajo la luna, era perfecto: don Céspedes, con los ojos abiertos, lo veía. El achurado regular, el ordenamiento que situaba al caserío de murallones derruidos, la tendalera de este lugar que las viñas iban a borrar —y esta casa, este pequeño punto donde ellos, juntos, golpeaban la noche como una roca: la Manuela con su vestido incandescente en el centro tiene que divertirlos y matarles el tiempo peligroso y vivo que quería engullirlos, la Manuela enloquecida en la pista: aplaudan. Marcan el ritmo con sus tacos en el suelo de tierra, palmotean las mesas rengas donde vacilan los chonchones. La Cloty cambia el disco.
Pancho, de pronto, se ha callado mirando a la Manuela. A eso que baila allí en el centro, ajado, enloquecido, con la respiración arrítmica, todo cuencas, oquedades, sombras, quebradas, eso que se va a morir a pesar de las exclamaciones que lanza, eso increíblemente asqueroso y que increíblemente es fiesta, eso está bailando para él, él sabe que desea tocarlo y acariciarlo, desea que ese retorcerse no sea sólo allá en el centro sino contra su piel, y Pancho se deja mirar y acariciar desde allá… el viejo maricón que baila para él y él se deja bailar y que ya no da risa porque es como si él, también, estuviera anhelando. Que Octavio no sepa. No se dé cuenta. Que nadie se dé cuenta. Que no lo vean dejándose tocar y sobar por las contorsiones y las manos histéricas de la Manuela que no lo tocan, dejándose sí, pero desde aquí desde la silla donde está sentado nadie ve lo que le sucede debajo de la mesa, pero que no puede ser, no puede ser y toma una mano dormida de la Lucy y la pone allí, donde arde. El baile de la Manuela lo soba y él quisiera agarrarla así, así, hasta quebrarla, ese cuerpo olisco agitándose en sus brazos y yo con la Manuela que se agita, apretando para que no se mueva tanto, para que se quede tranquila, apretándola, hasta que me mire con esos ojos de redoma aterrados y hundiendo mis manos en sus vísceras babosas y calientes para jugar con ellas, dejarla allí tendida, inofensiva, muerta: una cosa.
Entonces Pancho se rió. Si era hombre tenía que ser capaz de sentirlo todo, aun esto, y nadie, ni Octavio ni ninguno de sus amigos se extrañaría. Esto era fiesta. Farra. Maricones de casas de putas había conocido demasiados en su vida como para asustarse de esta vieja ridícula, y siempre se enamoraban de él —se tocó los bíceps, se tocó el vello áspero que le crecía en la abertura de la camisa en el cuello. Se había tranquilizado bajo la mano de la Lucy.
La música paró.
—Se echó a perder la victrola.
Octavio fue a tratar de arreglarla. En un dos por tres desarmó el aparato sobre el mostrador mientras la Lucy y la Japonesita lo miraban. Parecía que no iba a volver a funcionar. La Manuela, sentada en la falda de Pancho, le dio un vaso de vino. Le rogaba que se fueran de aquí, no, no, que se fueran los tres a seguir la fiesta a otra parte. Qué estaban haciendo aquí. Perdiendo el tiempo, aburriéndose, comiendo y tomando mal. Hasta la victrola se había descompuesto y quién sabe si alguien alguna vez pudiera llegar a arreglarla. Ya ni fabricaban esos aparatos antediluvianos, vamos, por favor, vamos. En el camión podían ir a seguir la fiesta a cualquier parte, en un rato estarían en Talca y allí, en la casa de la Pecho de Palo, la fiesta seguía toda la noche, todas las noches… ya, vamos mijito, llévenme que tengo el diablo en el cuerpo. Me estoy muriendo de aburrimiento en este pueblo y yo no quiero morirme debajo de una muralla de adobe desplomada, yo tengo derecho a ver un poco de luz, yo que nunca he salido de este hoyo, porque me engañaron para que me quedara aquí diciéndome que la Japonesita es hija mía, y tú ves, qué hija voy a tener yo, cuando somos casi de la misma edad la Japonesita y yo, dos chiquillas. Llévame de aquí. Dicen que en la casa de la Pecho de Palo preparan asado a esta hora y siempre tienen algo bueno que comer, hasta patos si los clientes piden, y hay cantoras, no sé si las hermanas Farías, no creo, porque estarían más viejas que una, otras, pero da lo mismo, tan animadas para el arpa y la guitarra que eran las hermanas Farías, que en paz descansen. Ya vamos, llévame, mira que esta chiquilla mala le dice a todo el mundo que es hija mía para obligarme a quedarme, vieras cómo me trata, como a una china siendo que soy su madre, y no me deja salir nada más que a misa y donde la Ludo. Yo me quiero ir con ustedes, chiquillos, a seguir la fiesta a otra parte por ahí, donde esté divertido y podamos reírnos un rato…
—Está jodida.
—¿Qué le pasó?
—Se le rompió el resorte.
—Oiga, compadre, déjela nomás y nos vamos a otra parte.
—¿A dónde?
—Mire a don Céspedes, parece momia. Despierta, viejo…
—Vámonos donde la Pecho de Palo…
Discutieron un rato y le pagaron a la Japonesita.
—¿A dónde van a ir?
—¿Qué te importa, pejerrey fiambre?
—¿Dónde va a ir, papá?
—¿A quién le hablas?
—No se haga el tonto.
—¿Quién eres tú para mandarme?
—Su hija.
La Manuela vio que la Japonesita lo dijo con mala intención, para estropearlo todo y recordárselo a ellos. Pero miró a Pancho, y juntos lanzaron unas carcajadas que casi apagaron los chonchones.
—Claro, soy tu mamá.
—No. Mi papá.
Pero ya iban saliendo, la Manuela, Pancho y Octavio, abrazados y dando traspiés. La Manuela cantaba «El Relicario», coreado por los otros. Era tan clara la noche que los muros lanzaban sombras perfectamente nítidas sobre los charcos. La maleza crecía junto a la vereda y las hojas eternamente repetidas de las zarzamoras cubrían las masas de las cosas con su grafismo preciso, obsesivo, maniático, repetido, minucioso. Caminaron hacia el camión estacionado en la esquina. Iban uno a cada lado de la Manuela, agarrando su cintura. La Manuela se inclinó hacia Pancho y trató de besarlo en la boca mientras reía. Octavio lo vio y soltó a la Manuela.
—Ya pues, compadre, no sea maricón usted también…
Pancho también soltó a la Manuela.
—Si no hice nada…
—No me vengas con cuestiones, yo vi…
Pancho tuvo miedo.
—Qué me voy a dejar besar por este maricón asqueroso, está loco, compadre, qué me voy a dejar hacer una cosa así. A ver, Manuela, ¿me besaste?
La Manuela no contestó. Siempre pasaba cuando había un hombre tonto como el tal Octavio, que maldito lo que tenía que ver con el asunto y mejor sería que se largara. Comenzó a zamarrearlo.
—Quiubo, maricón, contesta.
Pancho se cuadró amenazante frente a la Manuela.
—A ver.
Tenía la mano empuñada.
—No sean tontos, chiquillos, sigamos la fiesta mejor.
—¿Lo besaste o no lo besaste?
—Pura broma…
Pancho le pegó un golpe en la cara mientras Octavio la sujetaba. No fue un golpe certero porque Pancho estaba borracho. La Manuela miraba hacia todos lados calculando el momento para huir.
—Una cosa es andar de farra y revolverla, pero otra cosa es que me vengái a besar la cara…
—No. Me duele…
Parada en el barro de la calzada mientras Octavio la paralizaba retorciéndole el brazo, la Manuela despertó. No era la Manuela. Era él, Manuel González Astica. Él. Y porque era él iban a hacerle daño y Manuel González Astica sintió terror.
Pancho le dio un empujón que lo hizo tambalear. Octavio, al soltarlo, dio un traspiés y cayó en el lodo mientras Pancho se inclinaba para ayudarlo a incorporarse. Y la Manuela, recogiéndose las faldas hasta la cintura, salió huyendo hacia la estación. Como conocía tan bien la calle evitaba los hoyos y las piedras mientras los perseguidores tropezaban a cada paso. Quizá lo perderían de vista. Tenía que correr hacia allá, hacia la estación, hacia el fundo El Olivo porque más allá del límite lo esperaba don Alejo, que era el único que podía salvarlo. Le dolía el bofetón en la cara, los tobillos endebles, los pies desnudos que se cortaban en las piedras o en un trozo de vidrio o de lata, pero tenía que seguir corriendo porque don Alejo le prometió que le iba a ir bien, que le convenía, que nunca más iba a sentir el peso de lo que sentía antes si se quedaba aquí donde estaba él, era promesa, juramento casi, y se había quedado y ahora lo venían persiguiendo para matarlo. Don Alejo, don Alejo. Él puede ayudarme. Una palabra suya basta para que estos rotos se den a la razón porque sólo a mí me tienen miedo. Al fundo El Olivo. Cruzar la viña como don Céspedes y decirle que estos hombres malos primero tratan de aprovecharse de una y después… Decirle por favor, defiéndame del miedo, usted me prometió que nunca me iba a pasar nada que siempre iba a protegerme y por eso me quedé en este pueblo y ahora tiene que cumplir su promesa de defenderme y sanarme y consolarme, nunca antes se lo había pedido ni le había cobrado su palabra pero ahora sí, sólo usted, sólo usted… no se haga el sordo, don Alejo, ahora que me quieren matar y que voy corriendo a buscar lo que usted me prometió… por aquí, por la zarza detrás del galpón como un zorro para que don Alejo que tiene escopeta me defienda. Usted puede matar a este par de rotos sin que nadie diga nada, al fin y al cabo usted es el señor y lo puede todo y después se arregla con los carabineros.