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Authors: José Donoso
Cruza el alambrado cubierto de zarzamora sin ver que las púas destrozan su vestido. Y se agazapó al otro lado, junto al canal. Más allá está la viña: la corriente sucia lo separa de la ordenación de las viñas. Tiene que cruzar. Don Alejo lo espera. Las casas de El Olivo rodeadas de encinas con un pino alto como un campanario allá donde convergen las viñas, esperándolo, don Alejo, esperándolo con sus ojos celestes. Debe descansar un poco. Escucha. Ya no vienen. No puede seguir. Se echa en el pasto. Nada, ni un ruido: hasta los ruidos naturales de la noche se han detenido. La Manuela aceza, ya no tienes edad para estos trotes, le diría la Ludovinia, y era cierto, cierto porque le duele todo —ay, la espalda, cómo le duele, y las piernas y de pronto el frío de la noche entera, de las hojas y el pasto y el agua a sus pies, si sólo pudiera cruzar este río, pero cómo, cómo, si apenas se puede mover, desparramado en el suelo.
—Mijita linda…
—Ahora sí que va a llegarte.
—No… no…
No alcanzó a moverse antes que los hombres brotados de la zarzamora se abalanzaran sobre él como hambrientos. Octavio, o quizá fuera Pancho el primero, azotándolo con los puños… tal vez no fueran ellos, sino otros hombres que penetraron la mora y lo encontraron y se lanzaron sobre él y lo patearon y le pegaron y lo retorcieron, jadeando sobre él, los cuerpos calientes retorciéndose sobre la Manuela que ya no podía ni gritar, los cuerpos pesados, rígidos, los tres una sola masa viscosa retorciéndose como un animal fantástico de tres cabezas y múltiples extremidades heridas e hirientes, unidos los tres por el vómito y el calor y el dolor allí en el pasto, buscando quién es el culpable, castigándolo, castigándola, castigándose deleitados hasta en el fondo de la confusión dolorosa, el cuerpo endeble de la Manuela que ya no resiste, quiebra bajo el peso, ya no puede ni aullar de dolor, bocas calientes, manos calientes, cuerpos babientos y duros hiriendo el suyo y que ríen y que insultan y que buscan romper y quebrar y destrozar y reconocer ese monstruo de tres cuerpos retorciéndose, hasta que ya no queda nada y la Manuela apenas ve, apenas oye, apenas siente, ve, no, no ve, y ellos se escabullen a través de la mora y queda ella sola junto al río que la separa de las viñas donde don Alejo espera benevolente.
—Ese es el Sultán.
Después otro ladrido más lejos.
—Ese es el Moro. A éste le gusta quedarse tendido en la noche al lado de la pared de la herrería, que se calienta con el sol y guarda el calor… pero hoy no hubo sol. Quién sabe por qué andará el Moro por ese lado.
La Japonesita se había sentado frente a don Céspedes, al otro lado de la llama de carburo, que iba achicándose. La achicó hasta dejarla convertida apenas en un punto en el pico del chonchón. Ella también oía a los perros. Anoche ella y la Manuela estuvieron oyéndolos y casi no pudieron dormir, pero ahora era distinto. Es que después de la lluvia el cielo se había despejado sobre la luna redonda y los perros le aullaban interminablemente, como si le hablaran o le pidieran algo o le cantaran, y como la luna no los oía porque quedaba demasiado lejos los perros de don Alejo seguían aullándole.
—Ese es el Sultán otra vez.
Todos se habían ido a acostar. La Cloty le dejó la victrola en la mesa frente a don Céspedes que siguió desatornillando, abriendo, cortando con un cuchillo de cocina con mango de madera grasienta. Ya no fabrican repuestos para esta clase de aparatos. Mejor que la tires al canal. No sirve para nada.
—Pero no podemos quedarnos sin victrola.
—Falta poco para que pongan electricidad.
—Ya no. Don Alejo me vino a decir hoy.
Don Céspedes se hundió en la silla, más chico que nunca. Hizo a un lado el desorden de ruedecillas gastadas, de tornillos, tuercas, golillas y acercó su copa. Estaba casi vacía. Apenas un par de dedos colorados, en el fondo, donde se multiplicaba la llama del chonchón,
—Parece de esas cuestiones que hay en las iglesias.
—¿Qué cuestiones, hija?
—Esas cosas coloradas con luz adentro.
Mejor volver al fundo. Don Céspedes se tomó esa gota. Ya era tarde. O tal vez no lo fuera, porque el tiempo tenía esta extraña facultad de estirarse, hoy parecía corto, mañana larguísimo, y uno nunca sabía en qué parte de la noche se encontraba.
—Mañana voy a Talca a comprar otra.
—¿Qué cosa?
—Otra victrola. En una de esas casas donde venden cosas de segunda mano, porque en las tiendas del centro no voy a encontrar de estas victrolas de manivela. Esta era de mi mamá. Yo sé dónde hay una casa donde venden cuestiones de segunda mano y no son nadita de careros. El caballero dueño, creo que alguien lo trajo para acá, para la casa una noche. A ver si me hace precio.
—El Negus… no, el Otelo…
Se quedaron oyendo. Ahora, a la Japonesita no le costó nada dibujar todo el campo dentro de su imaginación, como si de pronto hubiera adquirido, igual que don Céspedes, la facultad de desplegar ese campo como una alfombra para que la ocuparan entera por dentro.
—Están inquietos esta noche.
Es que hay luna, se dijo la Japonesita, o lo diría en voz alta, o tal vez don Céspedes inclinado sobre el brasero lo diría, o tal vez sólo lo pensara y ella lo sintió.
—¿Y para qué los sueltan?
—Es que anda raro el patrón. Anoche no se acostó. Anduvo paseándose toda la noche por el corredor y debajo de la encina. Yo anduve mirándolo desde la llavería por si se le ofreciera algo, tú sabes lo mala que es la gente y hay tanta gente que se la tiene jurada al patrón. Ahí me quedé sin que él me viera, y él paseándose y paseándose y paseándose, mirándolo todo como si quisiera grabárselo, como con hambre diría yo, hasta que cuando ya iba a comenzar a amanecer salió Misia Blanca y le dijo por qué no te vienes a acostar y entonces, antes de seguirla, soltó a los perros en la viña.
—Claro. Fue al amanecer cuando ladraron.
—Quién sabe qué le pasará.
—Estará preocupado con los irrespetuosos como Pancho.
—No, esto fue ayer.
—Igual. La gente ya no es como antes.
—No. No es como antes.
El viejo bostezó. Y bostezó la Japonesita. Mañana iba a ir a Talca. Como todos los lunes. Ahora no tenía la posibilidad de fantasear con el Wurlitzer. Mejor. Ser como don Céspedes que no fantaseaba con nada vigilando por si sucedía algo, atento, oculto en la sombra. Atenta, nada más, pero nada de Wurlitzers. Sólo la victrola de segunda mano para reponer ésta que rompió Pancho Vega. No, no la rompió Pancho. Se había ido. No iba a volver nunca más. Menos mal: dejaba pura tranquilidad, nada de esperanzas, que era mejor que la tranquilidad, aquí en la Estación El Olivo, hasta que le pasaran el arado por encima a todo el pueblo. Menos a su casa. Porque dijera lo que dijera don Alejo ella no la iba a vender. No señor. Que hiciera lo que se le antojara con el resto del pueblo, pero yo me quedo aquí, aquí donde estoy. Aunque viniera cada vez menos gente, todo concluyéndose. Las cosas que terminan dan paz y las cosas que no cambian comienzan a concluirse, están siempre concluyéndose. Lo terrible es la esperanza. Voy a ir a Talca como todos los lunes a depositar en el Banco. Y voy a volver después del almuerzo con las compras para la semana, lo de siempre, azúcar, mate, fideos, sal, ají de color, lo de siempre.
Don Céspedes se puso de pie, escuchando. La Japonesita recogía los tornillos, las ruedecitas, el resorte roto y lo ató todo dentro de su pañuelo para guardarlo. Quién sabe si se podía ofrecer necesitarlos…
—Me tengo que ir.
—¿Por qué?
—Tengo que ir a ver. Están ladrando mucho.
La Japonesita le sonrió.
—¿Cuánto es?
—Trescientos.
Don Céspedes pagó. Ella guardó el dinero. Ella lo sabía todo, lo veía todo, todo lo que necesitaba ver y saber. Esta casa. En las paredes de adobe pardo anidaban las arañas en pequeños hoyos tapizados en una baba blanquizca.
—¿Y la Manuela?
La Japonesita se alzó de hombros.
—¿No le irá a pasar nada?
—Qué le va a pasar.
—Está viejo.
—Viejo estará, pero cada día más aficionado a la farra. ¿No lo vio salir con Pancho y con Octavio? Agarró fiesta. Le entró el diablo al cuerpo. Lo conozco. Me ha hecho esto otras veces. Los hombres le convidan trago, él baila, se vuelve loco y sale de fiesta con ellos por ahí… es que se le calienta la jeta con el vino y van a Talca y a veces más lejos. Uno de estos días le va a pasar algo, eso me digo todas las veces, pero siempre vuelve. Después de tres o cuatro días. A veces después de una semana en que ha andado por ahí en las casas de putas de otros pueblos donde lo conocen, triunfando como dice él, y llega de vuelta aquí con un ojo en tinta o con un par de costillas quebradas cuando los hombres le pegan por maricón cuando andan borrachos. ¡Qué me voy a preocupar! Si tiene siete vidas como los gatos. Estoy aburrida de que pase esto. Y con lo bueno que es el tal Pancho Vega para la farra tienen por lo menos una semana para andar por ahí. Los carabineros lo conocen y no dicen nada y me lo traen de vuelta calladitos y yo les convido unos tragos y aquí no ha pasado nada. Pero puede ser que haya algún carabinero nuevo, de esos pesados que se les pone la idea y no sueltan. Y después, un par de semanas en cama yo tengo que cuidarlo. Llorando todo el tiempo, diciendo que se va a morir, que ya no está para estas cosas, que lo perdone, que nunca más, y dice que va a botar su vestido de española que usted vio, es un estropajo, pero no lo bota y lo guarda en su maleta. Y después con la canción de que los hombres aquí, que los hombres allá, que son todos malos porque le pegan y se ríen de él y entonces mi papá llora y dice qué destino éste el mío y me dice que qué sería de él sin su hijita del corazón, su único apoyo, que no lo abandone nunca. ¡Por Dios, don Céspedes! ¡Viera cómo llora! ¡Si parte el alma! Claro que después de unos meses vuelve a salir por ahí y se me pierde otra vez. Ahora hacía más de un año que no salía. Yo creía que ya no iba a salir más porque está tan averiado el pobre, pero usted ve lo que pasó…
Don Céspedes estaba escuchando otra cosa.
—¿Qué?
La Japonesita lo escudriña, tratando de adivinar qué escucha.
—No, nada, don Céspedes…
Lo acompañó hasta la puerta. La abrió muy poco, casi nada, apenas una ranura para que se escurriera don Céspedes y se colara un poco de viento y de estrellas que la hicieron arrebozarse en su chal rosado. Entonces cerró la puerta con la tranca. Sobándose las manos caminó entre las mesas apagando, uno por uno, todos los chonchones.
—…tres y cuatro…
Les ha dicho que no le gusta que enciendan tantos chonchones cuando hay poca gente, no sale negocio. Y el aire queda manchado con la fetidez del carburo. Claro que el baile… en fin. Salió al patio. No sabe qué hora es, pero esos perros endemoniados siguen ladrando allá en la viña. Deben ser cerca de las cinco porque oye llorar a la Nelly y la Nelly siempre llora un poco antes de la madrugada. Entró en su pieza y se metió en su cama sin siquiera encender una vela.
JOSÉ DONOSO nació en Santiago de Chile en 1924, en el seno de una familia de médicos y abogados. Interrumpió sus estudios para trabajar un año como pastor en Magallanes y regreso para terminarlos en la Universidad de Chile y en Princeton. Ha sido profesor de literatura inglesa en la Universidad Catolica de Chile, redactor de la revista
Ercilla
durante cuatro años y durante dos profesor en el Writers Workshop de la Universidad de Iowa. Ha obtenido en dos ocasiones la beca Guggenheim. En 1990 fue galardonado con el Premio Nacional de Literatura. Falleció en el año 1996, en Santiago de Chile.
Ha publicado libros de relatos:
Veraneo y otros cuentos
(1955),
El charlestón
(1960)…; ensayos:
Historia personal del «boom»
(1972); novelas:
Coronación
(1957),
Este Domingo
(1966),
El lugar sin límites
(1967),
El obsceno pájaro de la noche
(1970),
Tres novelitas burguesas
(1973),
Casa de campo
(1979)…