El lugar sin límites (8 page)

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Authors: José Donoso

BOOK: El lugar sin límites
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Don Alejo estaba besando a la Rosita, la mano metida debajo de la falda. La retiró para alisarse el pelo cuando un grupo de hombres acercaron sus sillas a la mesa. Claro, él les había prometido agrandar los galpones junto a la estación en cuanto lo eligieran, sí, y claro, acuérdese de la electricidad en cuanto pueda y lo de aumentar la guarnición de carabineros especialmente en tiempos de vendimia, por los afuerinos, que iban vagando de viña en viña buscando trabajo y a veces robando, sí, que se acordara, no me lo vaya a poner orgulloso este triunfo, no se vaya a olvidar de nosotros pues, don Alejo, que lo ayudamos cuando usted nos necesitó, porque al fin y al cabo usted es el alma del pueblo, el puntal, y sin usted el pueblo se viene abajo, sí, señor, póngale otro poco, don Alejo, no me desprecie, y dele más a su chiquilla, mire que está con sed y si no la atiende capaz que se vaya con otro, pero como le iba diciendo, patrón, los galpones se llueven todos y son harto chicos, no me diga que no ahora después que lo ayudamos, si usted dijo. Él contestaba atusándose los bigotes de vez en cuando. La Manuela le guiñó un ojo porque vio que estaba ahogando los bostezos. Sólo ella se había dado cuenta de que estaba aburrido, tarareando lo que cantaban las hermanas Farías: ésta no es conversación para fiestas. Qué latosos son los hombres con sus cosas de negocios, no es verdad don Alejo, le decía la Manuela con la mirada, hasta que don Alejo no pudo reprimir un bostezo descomunal, baboso, que descubrió hasta la campanilla y todo su paladar rosado terminando en el vértigo de su tráquea, y ellos, mientras don Alejo bostezaba en sus caras, se callaron. Entonces, en cuanto volvió a cerrar la boca, con los ojos lagrimeantes, buscó la cara de la Manuela.

—Oye, Manuela…

—¿Qué, don Alejo?

—¿No ibas a bailar? Esto se está muriendo.

CAPÍTULO VII

La Manuela giró en el centro de la pista, levantando una polvareda con su cola colorada. En el momento mismo en que la música se detuvo, arrancó la flor que llevaba detrás de la oreja y se la lanzó a don Alejo, que levantándose la alcanzó a atrapar en el aire. La concurrencia rompió en aplausos mientras la Manuela se dejaba caer acezando en la silla junto a don Alejo.

—Vamos a bailar, mijita…

Las voces agudas y gangosas de las hermanas Farías volvieron a adueñarse del patio. La Manuela, con la cabeza echada hacia atrás y el talle quebrado se prendió a don Alejo y juntos dieron unos pasos de baile entre la alegría de los que hacían ruedo. Se acercó el Encargado de Correos y le arrebató la Manuela a don Alejo. Alcanzaron a dar una vuelta a la pista antes de que el Jefe de Estación se acercara a quitársela y después otros y otros del círculo que se iba estrechando alrededor de la Manuela. Alguien la tocó mientras bailaba, otro le hizo una zancadilla. El viñatero jefe de un fundo vecino le arremangó la falda y al verlo, los que se agrupaban alrededor para arrebatarse a la Manuela, ayudaron a subirle la falda por encima de la cabeza, aprisionando sus brazos como dentro de una camisa de fuerza. Le tocaban las piernas flacas y peludas o el trasero seco, avergonzados, ahogándose de risa.

—Está caliente.

—Llega a echar humito.

—Vamos a echarla al canal.

Don Alejo se puso de pie.

—Vamos.

—Hay que refrescarla.

Entre varios tomaron a la Manuela en peso. Sus brazos desnudos trazaban arabescos en el aire, dejándose transportar mientras lanzaba trinos. En la claridad de la calle avanzaron hacia los eucaliptos de la Estación. Don Alejo mandó que cortaran los alambrados, que al fin y al cabo eran suyos, y abriéndose brecha entre las zarzas, llegaron al canal que limitaba sus viñas y las separaba de la Estación.

—Uno… dos… tres y chaaaaaaasssss…

Y lanzaron a la Manuela al agua. Los hombres que la miraban desde arriba, parados entre la mora y el canal, se ahogaban de la risa, señalando a la figura que hacía poses y bailaba, sumida hasta la cintura en el agua, con el vestido flotando como una mancha alrededor suyo y cantando «El relicario». Que se atrevieran, los azuzaba, que le gustaban todos, cada uno en su estilo, que no fueran cobardes delante de una pobre mujer como ella, gritaba quitándose el vestido que lanzó a la orilla. Uno de los hombres trató de mear a la Manuela, que pudo esquivar el arco de la orina. Don Alejo le dio un empujón, y el hombre, maldiciendo, cayó en el agua, donde se unió durante un instante a los bailes de la Manuela. Cuando por fin les dieron la mano para que ambos subieran a la orilla todos se asombraron ante la anatomía de la Manuela.

—¡Qué burro…!

—Mira que está bien armado…

—Psstt, si éste no parece maricón.

—Que no te vean las mujeres, que se van a enamorar.

La Manuela, tiritando, contestó con una carcajada.

—Si este aparato no me sirve nada más que para hacer pipí.

Don Alejo regresó con un grupo a la casa de la Japonesa. Algunos se fueron a sus casas sin que los demás notaran. Otros, con el cuerpo pesado por el vino, se dejaron caer entre la maleza a la orilla de la calle o en la estación, para dormir la borrachera. Pero a don Alejo todavía le quedaban ganas de fiesta. Mandó a las hermanas Farías que se volvieran a subir en la tarima para cantar. Con algunos amigotes se sentó a una mesa donde quedaba un plato con huesos fríos y la grasa opacando la hoja del cuchillo. La Japonesa se les unió, para escuchar los pormenores del baño de la Manuela.

—Y dice que no le sirve más que para mear.

La Japonesa alzó la cabeza fatigada para mirarlos.

—Eso dirá él, pero yo no le creo.

—¿Por qué?

—No sé, porque no…

Lo discutieron un rato.

La Japonesa se acaloró. Su pecho mullido subía y bajaba con la pasión de su punto de vista: que sí, que la Manuela sería capaz, que con tratarla de una manera especial en la cama para que no tuviera miedo, un poco como quien dijera, bueno, con cuidado, con delicadeza, sí, la Japonesa Grande estaba segura de que la Manuela podría. Los hombres sintieron una ola de calor que emanaba de su cuerpo seguro de su ciencia y de sus encantos ya tal vez un poco pasados de punto, pero por lo mismo más cálidos y afectivos… sí, sí… yo sé… y de todos los hombres que la escucharon entonces diciendo que sí, que yo puedo calentar a la Manuela por muy maricón que sea, ninguno hubo que no hubiera dado mucho por tomar el sitio de la Manuela. La Japonesa se enjugó la frente. Pasó la punta de su lengua rosada por sus labios, que durante un minuto quedaron brillantes. Don Alejo se estaba riendo de ella.

—Si ya estái vieja, que vai a poder…

—Bah, más sabe el diablo por viejo que…

—¡Pero la Manuela! No, no, te apuesto que no.

—Bueno. Yo le apuesto a que sí.

Don Alejo cortó su risa.

—Ya está. Ya que te creís tan macanuda, te hago la apuesta. Trata de conseguir que el maricón se caliente contigo. Si consigues calentarlo y que te haga de macho, bueno, entonces te regalo lo que quieras, lo que me pidas. Pero tiene que ser con nosotros mirándote, y nos hacen cuadros plásticos.

Todos se quedaron en silencio esperando la respuesta de la Japonesa, que le hizo señas a las hermanas Farías para que volvieran a cantar y pidió otro jarro de vino.

—Bueno. ¿Pero qué me regala?

—Te digo que lo que quieras.

—¿Y si yo le pidiera que me regalara el fundo El Olivo?

—No me lo vas a pedir. Eres una mujer inteligente y sabes muy bien que no te lo daría. Pídeme algo que te pueda dar.

—O que usted quiera darme.

—No, que pueda…

No había forma de romper la barrera. Mejor no pensar.

—Bueno, entonces…

—¿Qué?

—Esta casa.

Cuando primero se habló de la apuesta había pensado pedirle sólo unos cuantos barriles de vino, del bueno, que sabía que don Alejandro le mandaría sin hacerse de rogar. Pero después le dio rabia y pidió la casa. Hacía tiempo que la quería. Quería ser propietaria. Cómo se siente una cuando es propietaria, yo dueña de esta casa en que entré a trabajar cuando era chiquilla. Nunca soñé con ser propietaria. Sólo ahora, por la rabia que le daba que don Alejo contara con lo que llamaba su «inteligencia» y abusara de ella. Si se quería reír de la Manuela, y de todos, y de ella, bueno, entonces que pagara, que no contara con que ella fuera razonable. Que pagara. Que le regalara la casa si era tan poderoso que podía dominarlos así.

—Si esta casa no vale nada, pues. Japonesa.

—¿Qué no dice que todo va a subir tanto de precio aquí en la Estación?

—Sí, mujer, pero…

—Yo la quiero. No se me corra, pues, don Alejo. Mire que aquí tengo testigos, y después pueden decir por ahí que usted no cumple sus promesas. Que da mucha esperanza y después, nada…

—Trato hecho, entonces.

Entre los aplausos de los que asistieron a la apuesta, don Alejo y la Japonesita chocaron sus vasos llenos y se los zamparon al seco. Don Alejo se paró a bailar con la Rosita. Después se fueron para adentro a pasar un rato juntos. Entonces la Japonesa se limpió la boca con el dorso de la mano, y cerrando los ojos, gritó:

—Manuela…

Las pocas parejas que bailaban se detuvieron.

—¿Dónde está la Manuela?

La mayor parte de las mujeres ya habían formado parejas cuya estabilidad duraría lo que quedaba de la noche. La Japonesa cruzó bajo el parrón cuyas hojas comenzaban a tiritar con el viento y entró a la cocina. Estaba oscura. Pero sabía que estaba allí junto a la cocina negra pero caliente aún.

—Manuela… ¿Manuela?

Lo sintió tiritar junto a las brasas. Mojado el pobre, y cansado con tanta farra. La Japonesa se fue acercando al rincón donde sintió que estaba la Manuela, y lo tocó. Él no dijo nada. Luego apoyó su cuerpo contra el de la Manuela. Encendió una vela. Flaco, mojado, reducido, revelando la verdad de su estructura mezquina, de sus huesos enclenques como la revela un pájaro al que se despluma para echarlo a la olla. Tiritando junto a la cocina, envuelto en la manta que alguien le había prestado.

—¿Tienes fríos?

—Son tan pesados…

—Brutos.

—A mi no me importa. Estoy acostumbrada. No sé por qué siempre me hacen esto o algo parecido cuando bailo, es como si me tuvieran miedo, no sé por qué, siendo que saben que una es loca. Menos mal que ahora me metieron al agua nomás, otras veces es mucho peor, vieras…

Y riéndose agregó:

—No te preocupes. Está incluido en el precio de la función.

La Japonesa no pudo dejar de tocarlo, como buscando la herida para cubrirla con su mano. Se le había pasado la borrachera y a él también. La Japonesa se sentó en un piso y le contó lo de la apuesta.

—¿Estás mala de la cabeza, Japonesa, por Dios? ¿No ves que soy loca perdida? Yo no sé. ¡Cómo se te ocurre una cochinada así!

Pero la Japonesa le siguió hablando. Le tomó la mano sin urgencia. Él se la quitó, pero mientras hablaba volvió a tomársela y él ya no se la quitó. No, si no quería, que no hiciera nada, ella no iba a obligarlo, no importaba, era sólo cuestión de hacer la comedia. Al fin y al cabo nadie iba a estar vigilándolos de cerca sino que desde la ventana y sería fácil engañarlos. Era cuestión de desnudarse y meterse juntos a la cama, ella le diría qué cara pusiera, todo, y a la luz de la vela no era mucho lo que se vería, no, no, no. Aunque no hicieran nada. No le gustaba el cuerpo de las mujeres. Esos pechos blandos, tanta carne de más, carne en que se hunden las cosas y desaparecen para siempre, las caderas, los muslos como dos masas inmensas que se fundieran al medio, no. Sí, Manuela, cállate, te pago, no digas que no, vale la pena porque te pago lo que quieras. Ahora sé que tengo que tener esta casa, que la quiero más que cualquier otra cosa porque el pueblo se va a ir para arriba y yo y la casa con el pueblo, y puedo, y es posible que llegue a ser mía esta casa que era de los Cruz. Yo la arreglaría. A don Alejandro no le gustó nada que yo se la pidiera. Yo sé por qué, porque dicen que el camino longitudinal va a pasar por aquí mismo, por la puerta de la casa. Sí, porque sabe lo que va a valer y no quiere perderla, pero le dio miedo que los otros que oían la apuesta le dijeran que se achicaba o se corría… y entonces dijo que bueno y puede ser mía. Traería artistas, a ti, Manuela, por ejemplo, te traería siempre. Sí. Te pago. Nada más que por estar desnuda un rato conmigo en la cama. Un rato, un cuarto de hora, bueno, diez, no, cinco minutos… y nos reiríamos, Manuela, tú y yo, ya estoy aburrida de esos hombronazos que me gustaban antes cuando era más joven, que me robaban plata y me hacían lesa con la primera que se les ponía por delante, estoy aburrida, y las dos podemos ser amigas, siempre que fuera mía, mi casa, mía, si no, y seguiré siempre así pendiente de don Alejo, de lo que quiera él, porque esta casa es suya, tú sabes. Pero me da miedo eso, eso también me da miedo, Japonesa, hasta la comedia, no importa, no importa. Quieres que te sirva un mate, estás tiritando, y yo me tomo uno contigo, no, no me gusta el mate, ahora por acompañarte nomás. Japonesa, diabla, me estás pastoreando, dándome vuelta y vuelta vas a ver qué bien te cebo el mate, no tengas miedo, no me tengas miedo, a las demás mujeres sí, pero a mí no, está bueno el mate, ves, y se te va a pasar el frío. Pero la Manuela seguía diciendo no, no, no, no…

La Japonesa devolvió la tetera al fuego.

—¿Y si te quedaras como socia?

La Manuela no contestó.

—¿Como socia mía?

La Japonesa vio que la Manuela lo estaba pensando.

—Vamos a medias en todo. Te firmo a medias, tú también como dueña de esta casa cuando don Alejo me la ceda ante notario. Tú y yo propietarias. La mitad de todo. De la casa y de los muebles y del negocio y de todo lo que vaya entrando…

…y así, propietaria, nadie podrá echarla, porque la casa sería suya. Podría mandar. La habían echado de tantas casas de putas porque se ponía tan loca cuando comenzaba la fiesta y se le calentaba la jeta con el vino, y la música y todo y a veces por culpa suya comenzaban las peleas de los hombres. De una casa de putas a otra. Desde que tenía recuerdo. Un mes, seis meses, un año a lo más… siempre tenía que terminar haciendo sus bártulos y yéndose a otra parte porque la dueña se enojaba, porque decía, la Manuela armaba las peloteras con lo escandalosa que era… tener una pieza mía, mía para siempre, con monas cortadas en las revistas pegadas en la pared, pero no: de una casa a otra, siempre, desde que lo echaron de la escuela cuando lo pillaron con otro chiquillo y no se atrevió a llegar a su casa porque su papá andaba con un rebenque enorme, con el que llegaba a sacarle sangre a los caballos cuando los azotaba, y entonces se fue a la casa de una señora que le enseñó a bailar español. Y después ella lo echó, y otras, siempre de casa en casa, sin un cinco en el bolsillo, sin tener dónde esconderse a descansar cuando le dolían las encías, esos calambres desde siempre, desde que se acordaba, y no le decía a nadie y ahora a los cuarenta años se me están soltando los dientes que llego a tener miedo de salpicarlos cuando estornudo. Total. Era un rato. Los garbanzos no me gustan, pero cuando no hay más que comer… total. Propietaria, una. Nadie va a poder echarme, y si es cierto que el pueblo este se va a ir para arriba, entonces, claro, la vida no era tan mala, y hay esperanzas hasta para una loca fea como yo, y entonces la desgracia no era desgracia sino que podía transformarse en una maravilla gracias a don Alejo, que me promete que las cosas pueden ser maravillosas, cantar y reírse y bailar en la luz todas las noches, para siempre.

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