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Authors: Michael Scott

Tags: #fantasía

El Mago (17 page)

BOOK: El Mago
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Dagon se mostró impasible y cerró la puerta del coche cuando su maestro hubo entrado. Desvió la mirada hacia la dirección por donde Flamel había salido corriendo y vislumbró al Alquimista inmiscuyéndose entre el gentío. La policía le pisaba los talones. Aunque llevaban mucho peso en el cuerpo por su armadura corporal y las armas, los agentes se movían rápida y ágilmente. Sin embargo, Dagon sabía que a lo largo de los siglos, Flamel había logrado huir de perseguidores humanos e inmortales, que había esquivado a criaturas mitológicas anteriores a la evolución de los simios y que había burlado monstruos que no debían de existir ni en la peor de las pesadillas. Dagon dudaba de que la policía consiguiera atrapar al Alquimista.

Entonces ladeó la cabeza, abrió otra vez las aletas de la nariz y percibió la esencia inconfundible de Scathach. ¡La Sombra había regresado!

La enemistad que existía entre Dagon y la Sombra se remontaba a milenios atrás. Él era el último de su especie... Y todo gracias a la Guerrera, quien había destruido por completo su raza una terrorífica noche hacía ya más de dos mil años. Tras sus gafas de sol, los ojos de la criatura se humedecieron de lágrimas pegajosas y juró que, independientemente de lo que ocurriera entre Maquiavelo y Flamel, esta vez se vengaría de la Sombra.

—Caminad, no corráis —ordenó Scathach—. Saint-Germain, tú irás a la cabeza; Sophie y Josh, en el medio, y yo vigilaré la retaguardia.

El tono de voz de Scatty no daba pie a ninguna discusión.

Cruzaron el puente a toda prisa y giraron a mano derecha, hacia la Avenue de New York. Empezaron a serpentear por callejuelas parisinas hasta llegar a una calle secundaria. Aún era pronto y el callejón estaba completamente oscuro. La temperatura había descendido de forma drástica. Inmediatamente, los mellizos se fijaron en los dedos de la mano izquierda de Saint-Germain. Estaban rozando la mugrienta pared, dejando una estela de diminutas chispas a su paso.

Sophie frunció el ceño, intentando escoger de entre sus recuerdos, o mejor dicho, de entre los recuerdos de la Bruja, aquéllos relacionados con el conde de Saint-Germain. Entonces vio cómo su hermano la contemplaba y levantaba las cejas a modo de pregunta.

—Tenías la mirada plateada. Sólo durante un segundo —dijo Josh.

Sophie miró por encima del hombro hacia Scathach, quien les vigilaba desde atrás, y después desvió la mirada hacia aquel hombre que lucía un largo abrigo de cuero. Sophie creyó que ninguno de los dos estaba lo suficientemente cerca como para oírlos.

—Estaba intentado recordar lo que yo sabía... —respondió. Un instante después, sacudió la cabeza—, lo que la Bruja sabía sobre Saint-Germain.

—¿Y bien? —inquirió Josh—. Yo jamás había oído hablar de él.

—Es un famoso alquimista francés —susurró— y, junto con Flamel, probablemente uno de los hombres más enigmáticos de la historia.

—¿Es humano? —preguntó Josh.

—No es un Inmemorial, ni tampoco de la Última Generación. Es humano. Ni la Bruja de Endor sabía mucho sobre él. Le vio por primera vez en Londres, en el año 1740. De inmediato supo que se trataba de un humano inmortal y él aseguró que había descubierto el secreto de la inmortalidad cuando estudiaba con Nicolas Flamel —explicó mientras ladeaba la cabeza indicando negación—. Pero no creo que la Bruja le creyera a pies juntillas. Él le contó que una vez, durante un viaje al Tíbet, había perfeccionado la fórmula de la inmortalidad, de modo que no necesitaba realizar una nueva cada mes. Sin embargo, cuando ella le pidió una copia, éste le confesó que la había perdido. Aparentemente, domina todas y cada una de las lenguas del mundo, es un brillante músico y tiene una extraordinaria reputación como joyero —agregó. Cuando los recuerdos se desvanecieron, su mirada se tornó plateada una vez más—. Y a la Bruja no le agradaba, o no confiaba mucho en él.

—Entonces, nosotros no deberíamos hacerlo —musitó Josh con urgencia.

Sophie asintió, dándole la razón.

—Pero a Nicolas sí le agrada y, evidentemente, confía en él —comentó en voz baja—. ¿Por qué será?

La expresión del rostro de su hermano reflejaba severidad.

—Por supuesto —respondió con una sonrisa llena de satisfacción. Entonces cogió el bolígrafo y se sacó una libreta de espiral del bolsillo interior de su chaqueta—. ¿Tenéis el nuevo disco? —preguntó mientras abría la libreta.

El segundo chico, que llevaba las mismas gafas que su compañero, mostró un iPod rojo y negro que tenía guardado en el bolsillo trasero de sus tejanos.

—Lo compré en iTunes ayer —respondió con un acento idéntico.

—Y no olvidéis darle un vistazo al DVD del concierto cuando salga al mercado el próximo mes. Tiene extras increíbles y un par de mezclas —agregó Saint-Germain mientras firmaba su nombre con una rúbrica esmerada y arrancaba las páginas de la libreta—. Me encantaría quedarme charlando con vosotros, pero tengo mucha prisa. Gracias por molestaros, os lo agradezco.

Se dieron la mano y los dos jóvenes salieron corriendo hacia su coche chocándose las manos mientras comprobaban sus autógrafos.

Con una gran sonrisa, Saint-Germain respiró profundamente y se volvió para mirar a los mellizos.

—Os dije que era famoso. —Y pronto serás un famoso muerto si no salimos de esta calle enseguida —le recordó Scathach—. O, simplemente, un muerto.

Casi hemos llegado —musitó Saint-Germain. Les condujo por los Campos Elíseos, y a continuación por una calle secundaria; instantes después, les dirigió hacia un camino vecinal estrecho y rodeado de edificios altos que serpenteaba entre el vecindario. A medio camino de este callejón, deslizó una llave en el interior de una cerradura. La puerta apenas se distinguía de la pared.

La puerta de madera estaba astillada y rasgada, con una capa de pintura verde desprendida casi por completo, dejando al descubierto la madera de debajo; la parte inferior estaba astillada y agrietada del roce con el suelo.

—Quizá deberías poner una puerta nueva —sugirió Scathach.

—Ésta es la nueva —respondió rápidamente Saint-Germain con una sonrisa—. La madera es sólo un disfraz, Debajo hay un bloque de acero sólido con cinco pestillos imposibles de abrir.

Dio un paso hacia atrás, dejando pasar a los mellizos.

—Entrad libremente y sentíos como en vuestra casa —dijo en tono formal.

Los mellizos entraron y, al comprobar cómo era el lugar, se sintieron algo decepcionados. Detrás de la puerta, se hallaba un diminuto patio y un edificio de cuatro pisos. A ambos lados, unas paredes altas separaban la casa de los hogares colindantes. Sophie y Josh habían esperado encontrarse algo exótico o incluso dramático, pero lo único que vieron fue un jardín trasero repleto de hojas esparcidas. Un gigantesco y espantoso bebedero de piedra decoraba el centro del patio, pero en vez de agua contenía hojas secas y los restos de un nido. Todas las plantas de las macetas que decoraban la fuente estaban marchitas o a punto de morirse.

—El jardinero no viene muy a menudo —dijo Saint-Germain sin avergonzarse un ápice—, y a mí no se me dan muy bien las plantas.

Alzó la mano derecha y extendió los dedos. Cada uno se iluminó con una llama de color diferente. Esbozó una gran sonrisa y las llamas colorearon su rostro con sombras temblorosas.

—La jardinería no es mi especialidad.

Scathach se detuvo frente a la puerta, mirando hacia un lado y otro de la callejuela, vigilando si alguien andaba por ahí cerca. Le satisfacía comprobar que nadie les había seguido. Después, cerró la puerta, giró la llave en la cerradura y deslizó los pestillos.

—¿Cómo nos encontrará Flamel? —preguntó Josh. Aunque tenía dudas acerca del Alquimista, Saint-Germain aún le despertaba más temores.

—Le he entregado un pequeño mapa —explicó Saint-Germain.

—¿Estará bien? —le preguntó Sophie a Scathach.

—De eso estoy completamente segura —respondió la Guerrera, aunque su tono de voz y su mirada reflejaban lo contrario. Mientras se alejaba de la puerta principal, Scathach tensó el cuerpo y apretó la mandíbula con fuerza descubriendo sus dientes vampíricos.

La puerta trasera ce la casa se había abierto de forma repentina y una silueta había entrado en el patio. De pronto, el aura de Sophie resplandeció de color plateado, Sobresaltada, había salido corriendo junto a su hermano. Al rozarle, el aura de Josh cobró vida, perfilando su cuerpo con un brillo dorado y de color bronce. Mientras los mellizos se abrazaban, cegados por la irradiación de sus propias auras, escucharon a Scathach gritar. Fue el sonido más aterrador que jamás habían oído.

16

eténgase!

Nicolas Flamel seguía corriendo. De forma inesperada, giró a mano derecha, dirigiéndose hacia el museo Quai Branly.

—¡Deténgase o disparo!

Flamel sabía que la policía no abriría fuego, no podían hacerlo. Maquiavelo jamás querría que le hirieran.

Las suelas de cuero golpeando el hormigón y el tintineo de las armas estaban cada vez más cerca. Ahora percibía incluso la respiración de sus perseguidores. Nicolas estaba casi sin aliento, jadeante, y sentía un fuerte pinchazo entre las costillas.

La receta del Códex le mantenía con vida y sano, pero no había modo alguno de que pudiera dejar atrás a un cuerpo de policía tan entrenado y, obviamente, en buena forma.

Nicolas Flamel se detuvo de forma tan repentina que el capitán de policía casi se abalanza sobre él. Inmóvil, al Alquimista giró la cabeza por encima del hombro. El capitán estaba sujetando una pistola negra con ambas manos

—No se mueva. Levante las manos.

Nicolas se giró poco a poco, colocándose así justo enfrente del capitán.

—Bueno, aclárese. O una cosa o la otra —dijo irónicamente.

Detrás de sus gafas protectoras, el hombre pestañeó sorprendido.

—¿Debo no moverme? ¿O levantar las manos?

El policía le hizo un gesto con el cañón de la pistola indicándole que levantara las manos. Cinco agentes más del RAID llegaron corriendo. Formaron una línea a ambos lados del capitán y apuntaron con sus armas al Alquimista. Con las manos aún en el aire, Nicolas ladeó ligeramente la cabeza para observar a cada uno de ellos. Con aquellos uniformes negros, los cascos, los pasamontañas y las gafas protectoras, fácilmente podían confundirse con insectos.

—¡Al suelo! ¡Ahora! —ordenó el capitán—. Mantenga las manos donde las tiene.

Lentamente, Nicolas se apoyó sobre las rodillas.

—¡Ahora échese al suelo! ¡Boca abajo!

El Alquimista se tumbó sobre el suelo parisino con la mejilla rozando el pavimento frío y arenoso.

—¡Extienda los brazos!

Nicolas acató la orden. Los agentes de policía cambiaRON de postura y, en cuestión de segundos, le rodearon manteniendo todavía una distancia considerable.

—Le tenemos —informó el capitán a través de un micrófono que asomaba por la boca del pasamontañas—. No, señor. No le hemos tocado. Sí, señor. Inmediatamente.

En ese instante, Nicolas deseó que Perenelle estuviera allí con él; ella sabría qué hacer. Aunque si la Hechicera hubiera estado con él, seguro que no se habrían metido en este aprieto. Perenelle era una luchadora. ¿Cuántas veces le había pedido que dejara de correr y que pusiera en práctica su sabiduría alquímica junto con los hechizos y magias que ella dominaba para enfrentarse a los Oscuros Inmemoriales? Ella siempre había querido que se uniera con los inmortales, los Inmemoriales y aquellos de la Última Generación que daban su apoyo a la raza humana para combatir unidos a los Oscuros Inmemoriales, como Dee y los de su calaña. Pero él no podía; durante toda su vida había estado esperando a que aparecieran los mellizos que predecía el Códex.

«Dos que son uno y uno que lo es todo.»

Jamás dudó que un día daría con los mellizos. Las profecías que relataba el Códex jamás se equivocaban pero, al igual que todo lo demás del libro, las palabras de Abraham no eran claras y estaban escritas en diversas lenguas arcaicas o incluso olvidadas.

Dos que son uno y uno que lo es todo. Llegará un día en que el Libro desaparezca y el sirviente de la Reina se aliará con el Cuervo. Entonces, el Inmemorial saldrá de las Sombras y los inmortales deberán entrenar a los mortales. Los dos que son uno se convertirán en el uno que será todo.

Y Nicolas sabía que él era el inmortal: el hombre que tenía un garfio en lugar de una mano se lo había confirmado.

Unos cinco siglos atrás, Nicolas y Perenelle Flamel habían realizado un viaje por toda Europa con el objetivo de intentar entender el misterioso libro de cubierta de metal Finalmente, en España, conocieron a un enigmático hombre manco que les ayudó a traducir algunas partes del texto Aquel hombre les había desvelado que el secreto de la Vida Eterna siempre aparecía en la página número siete del Códex cuando en el cielo brillaba la luna llena; también

les reveló que la receta para la transmutación, para cambiar la composición de cualquier material, se encontraba sólo en la página catorce. Cuando el hombre les tradujo la primera profecía, miró a Nicolas con sus inconfundibles ojos del color del carbón. Alargó el garfio, que estaba colocado en la mano izquierda, y le tocó el pecho.

—Alquimista, éste es tu destino —musitó.

Las recónditas palabras sugerían que algún día Flamel encontraría a los mellizos... Sin embargo, la profecía no había indicado que acabaría tumbado en el suelo de una

calle parisina rodeado de agentes de policía armados hasta los dientes y muy nerviosos.

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