El Mago De La Serpiente (37 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago De La Serpiente
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CAPÍTULO 19

PHONDRA

CHELESTRA

Para gran sorpresa de Haplo, las familias reales mensch, junto con sus hijos, decidieron partir. Al parecer, cada familia se proponía volver a su tierra para descansar y relajarse allí y, una vez que hubieran recuperado fuerzas, discutir la idea de llevar a cabo la Caza del Sol.

—¿Qué es esto? ¿Adonde vais? —preguntó Haplo a los enanos, que se disponían a abordar su sumergible. Los humanos ya se dirigían al suyo.

—Volvemos a Phondra —respondió Dumaka.

—¡A Phondra! —Haplo lo miró, boquiabierto. «¡Mensch!», pensó con hastío—. Escucha, Dumaka, sé que habéis sufrido una gran conmoción y lamento sinceramente vuestra pérdida —sus ojos se volvieron hacia Alake, quien seguía sollozando entre los brazos de su madre—, pero da la impresión de que no entendéis la importancia de las cosas que están sucediendo y que os afectan a vosotros y a vuestros pueblos. ¡Tenéis que poneros en acción desde ahora mismo! Por ejemplo —añadió con la esperanza de captar su interés—, ¿sabíais que la luna marina que os proponéis ocupar ya está habitada?

Dumaka y Delu fruncieron el entrecejo y le prestaron atención. Los enanos detuvieron su marcha y se volvieron hacia él. Incluso Eliason levantó la cabeza y un vago parpadeo de inquietud apareció en los hundidos ojos del rey elfo.

—Los delfines no nos han dicho nada de esto —respondió Dumaka con aire severo—. ¿Cómo es que tú lo sabes? ¿Quién te lo ha dicho?

—Las serpientes dragón. Escuchad, sé que no os fiáis de ellas y no os lo reprocho, pero tengo razones para creer que esta vez dicen la verdad.

—¿Quién vive allí? ¿Esas criaturas horribles? —inquirió Yngvar, ceñudo.

—Supongo que te refieres a las serpientes dragón, ¿verdad? No, ellas tienen su propia luna marina y no necesitan ni desean otra. El pueblo que vive en esa luna a la que tenéis intención de viajar no son enanos, elfos ni humanos. No creo que hayáis oído hablar de ellos. Se llaman a sí mismos sartán.

Haplo lanzó una rápida mirada en torno a sí y, al no advertir el menor indicio de reconocimiento, exhaló un suspiro de alivio en su fuero interno. Aquello hacía más fáciles las cosas. Si aquellos pueblos hubiesen guardado algún remoto recuerdo de los sartán, probablemente habría resultado difícil convencerlos para que se enfrentaran a quienes debían de considerar dioses. El patryn, aprovechando el interés que había despertado su revelación: se apresuró a continuar:

—Las serpientes dragón han prometido reconstruir vuestras naves con su magia. Lamentan mucho lo que os hicieron. Fue a causa de un malentendido que os explicaré con detalle cuando tengamos más tiempo. De momento, os contaré lo preciso para que podáis empezar a hacer planes. Esa luna marina es exactamente como os han contado los delfines. En realidad, no es una auténtica luna marina. Es una estructura permanente y tiene un tamaño enorme, más que suficiente para que todos vuestros pueblos puedan convivir en ella. Y allí podréis vivir durante muchas generaciones sin tener que preocuparos por construir más cazadores de sol.

Dumaka intervino entonces, con aire dubitativo.

—¿Estás seguro de que te refieres a... cómo se llama?

—Surunan —lo ayudó su esposa.

—Sí, Surunan.

—En efecto, ése es el lugar —respondió Haplo, evitando pronunciar el nombre sartán—. Y es el único sitio de este mundo lo bastante próximo al sol marino. Me temo que para vuestros pueblos no hay alternativa: o ese lugar... o ninguno.

—Sí —murmuró Eliason—, ésa es la conclusión a la que llegamos.

—Lo cual nos lleva a nuestro problema. Lo que no os han contado los delfines es que..., que ese lugar... es ahora el hogar de esos sartán. En favor de los delfines, os diré que no creo que lo supieran. Los sartán no llevan mucho tiempo viviendo

Bueno, en realidad sí, pero aquél no era momento para extenderse en explicaciones.

Los mensch cruzaron unas miradas. Parecían desconcertados e incapaces de asimilar todas aquellas novedades.

—Pero ¿quiénes son esos sartán? Hablas de ellos como si fueran criaturas horribles dispuestas a rechazarnos —apuntó Delu—. ¿Cómo sabes que no se alegrarán de acogernos en su reino?

—¿Y cuántos son esos sartán? —inquirió su esposo.

—No muchos. Un millar, aproximadamente. Habitan una sola ciudad y el resto de esa tierra está despoblada. A Yngvar se le iluminó la expresión.

—Entonces ¿de qué tenemos que preocuparnos? —exclamó—. ¡Hay sitio para todos!

—Estoy de acuerdo con el enano. Haremos de Surunan un lugar próspero y productivo.

Haplo movió la cabeza en gesto de negativa.

—Lo que decís tiene sentido, desde luego, y los sartán deberían acceder de buen grado a que os instaléis en su reino, pero me temo que no sea así. Conozco algunas cosas de esa gente. Según las serpientes dragón, hace muchísimo tiempo, cuando el sol marino era reciente, vuestros antepasados vivían en ese mismo reino con los sartán. Entonces, un día, éstos ordenaron a vuestros antepasados que se marcharan. Los pusieron en unas naves y los obligaron a adentrarse en el Mar de la Bondad, despreocupándose por completo de la suerte que pudieran correr, de si sobrevivían o perecían. Por tanto, no es probable que los sartán se alegren de veros volver.

—Pero, si ése es el único lugar al que podemos ir, ¿cómo podrían rechazarnos? —protestó Eliason, perplejo.

—No digo que vayan a hacerlo —respondió Haplo, encogiéndose de hombros—. Sólo apunto que cabe esa posibilidad. Y vosotros tenéis que estudiar qué hacer si se niegan a acogeros. Por eso es preciso que os reunáis para elaborar planes, para tomar decisiones...

Miró a los mensch con expectación.

Los monarcas mensch intercambiaron una mirada.

—Yo no iré a la guerra —dijo el rey elfo.

—¡Vamos, Eliason! —resopló Yngvar—. Nadie desea luchar pero, si esos sartán no se muestran razonables...

—No combatiré —repitió el elfo con exasperante flema. Yngvar empezó a discutir. Dumaka intentó razonar con Eliason.

—El sol no nos dejará hasta dentro de muchos ciclos —insistió Eliason débilmente. Hizo un gesto con la mano y añadió—: Ahora mismo soy incapaz de pensar en esas cosas...

—¿Eres incapaz de pensar en el bienestar de tu propio pueblo?

Grundle, aún con rastros de lágrimas en los ojos, cruzó el embarcadero hasta llegar ante el rey elfo. La cabeza de la enana quedaba a la altura de la cintura de Eliason.

—Grundle, no deberías hablar así a tus mayores... —la reprendió su madre, pero no lo dijo en voz muy alta y su hija no la oyó.

—Sadia era amiga mía. Desde hoy hasta el final de mi vida, cada día que pase la recordaré y la echaré de menos. Pero ella estuvo dispuesta a entregar su vida por salvar a su pueblo y sería una afrenta a su memoria que tú, su padre, no fueras capaz de hacer lo mismo.

Eliason se quedó mirando a la enana como si estuviera en un sueño y Grundle fuera alguna extraña aparición surgida de la nada.

Yngvar, el rey enano, suspiró y se tiró de la barba.

—Mi hija tiene razón en lo que dice, Eliason, aunque arroje sus palabras con toda la gracia y encanto de una lanzadora de hachas. Compartimos tu dolor, pero también compartimos tu responsabilidad. Lo principal es la supervivencia de nuestras gentes. Este hombre, que ha salvado a nuestros hijos, tiene razón. Es preciso que nos reunamos para planificar qué vamos a hacer. Y debemos hacerlo pronto.

—Estoy de acuerdo con Yngvar —declaró Dumaka—. Propongo que nos encontremos en Phondra dentro de catorce ciclos. ¿Bastará ese plazo para que deis por concluido el período de duelo, Eliason?

—¡Catorce ciclos!

Haplo se disponía a protestar, pero captó la penetrante mirada del enano instándolo a guardar silencio y cerró la boca.

Más tarde, se enteraría de que el período de duelo de los elfos —durante el cual nadie emparentado con el difunto por lazos de sangre o por matrimonio podía llevar a cabo ningún tipo de actividad pública— se prolongaba por lo general durante varios meses y, a veces, más incluso.

—¡Muy bien! —asintió Eliason tras un profundo suspiro—. Catorce ciclos. Me reuniré con vosotros en Phondra.

Los elmanos partieron. Los phondranos y los gargan se dirigieron a sus sumergibles y se dispusieron a regresar a sus respectivas esferas marinas. Dumaka, a instancias de Alake, se acercó a Haplo.

—Debes perdonarme, forastero. Discúlpanos a todos si parecemos desagradecidos contigo después de lo que has hecho. Las lágrimas de gran alegría y de terrible pesar nos han impedido mostrarte nuestra gratitud. Si deseas ser nuestro huésped, me harás un gran honor alojándote en mi casa.

—Seré yo quien se honre en compartir tu morada, gran jefe —respondió Haplo con solemnidad. De repente, lo asaltó la extraña sensación de encontrarse otra vez en el Laberinto, hablando con el jefe de una de las tribus de residentes.

Dumaka pronunció las frases de rigor expresando su satisfacción y se encaminó hacia el sumergible.

—¿Crees que Eliason acudirá? —preguntó Haplo mientras subían a bordo de la nave. Al hacerlo, el patryn tuvo sumo cuidado en evitar el contacto con el agua.

—Sí, vendrá —respondió Dumaka—. Para ser un elfo, es muy fiel a su palabra.

—¿Cuánto tiempo hace que los elfos no van a la guerra?

—¿A la guerra? —Dumaka puso una mueca de divertida sorpresa y dejó a la vista sus dientes, blanquísimos en contraste con su piel oscura—. ¿Los elfos? —Se encogió de hombros y añadió—: No han ido jamás.

Haplo había imaginado que pasaría aquellos días de espera en Phondra consumido de impaciencia y echando pestes ante la obligada inacción. Por eso, al cabo de un par de días, lo sorprendió comprobar, casi a su pesar, que se encontraba muy a gusto en aquel lugar.

Comparado con los otros mundos por los que había viajado, Phondra resultaba muy parecido a su propio mundo y, aunque nunca se le había pasado por la cabeza que algún día pudiera sentir nostalgia del Laberinto, la vida entre la tribu de Dumaka le evocó recuerdos de los escasos momentos de tranquilidad y descanso que había gozado en su dura existencia: los que había pasado en los campamentos de los residentes.
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La tribu de Dumaka era la más numerosa de Phondra, y la más poderosa, razón por la cual aquél era caudillo de toda la raza humana. Al parecer, habían sido necesarias numerosas guerras para consolidar tal situación, pero Dumaka era ahora el soberano indiscutido de su pueblo y, en general, la mayoría de las restantes tribus acataba y aprobaba su liderazgo.

Sin embargo, Dumaka no ejercía el poder a solas. El Concilio de Magos ejercía una poderosa influencia sobre la comunidad, cuyas gentes veneraban la magia y a todos aquellos que sabían usarla.

—En otros tiempos —explicó Alake al patryn—, el Concilio de Magos y los caudillos de las tribus solían estar enfrentados, pues cada cual se creía con más derecho a gobernar que el otro. Mi propio abuelo paterno murió por esa causa, asesinado por un hechicero que se creía con derecho a ser jefe. La guerra que siguió fue cruel y sangrienta, y en ella murió un número incontable de nuestra gente. Mi padre juró que, si el Uno lo convertía en jefe, establecería la paz entre las tribus y el Concilio de Magos. El Uno le concedió la victoria y, entonces, tomó por esposa a mi madre, hija de la Sacerdotisa del Concilio.

»Mis padres se repartieron el poder. Mi padre gobierna sobre todas las disputas que se refieren a tierras o posesiones, promulga leyes y preside juicios. Mi madre y el Concilio se ocupan de todo cuanto afecta a la magia. De este modo, Phondra disfruta de paz desde hace años.

Haplo contempló el asentamiento de la tribu: las chozas de postes y techos de paja, las mujeres que charlaban entre risas con sus pequeños apoyados en sus caderas, los jóvenes que afilaban sus armas y ultimaban los preparativos para salir en persecución de cierta fiera salvaje. Un grupo de hombres demasiado viejos para participar en la cacería permanecía sentado bajo la luz cálida aún, pero menguante, del sol marino, rememorando batidas de antaño. El aire era una caricia perfumada con aromas a carne ahumada, vibrante con los chillidos agudos de los niños, que jugaban también a cazadores.

—Parece una lástima que todo esto deba terminar —murmuró Alake con un brillo trémulo en los ojos.

Sí, era una lástima. Haplo se sorprendió a sí mismo asintiendo a aquellas palabras. Intentó quitarse la idea de la cabeza pero era innegable que en aquel lugar, entre aquella gente, se sentía relajado y en paz por primera vez en muchísimo tiempo.

Llegó a la conclusión de que sólo se trataba de una reacción al miedo. Una reacción al pánico inicial del encuentro con las serpientes dragón y al terror, aún mayor, de creer que había perdido su magia.

Probablemente, se dijo, estaba más débil de lo que había creído. Aprovecharía aquel intervalo para recobrar todas sus fuerzas, pues muy pronto las necesitaría para enfrentarse a su antiguo enemigo, para marchar a la guerra contra los sartán.

De todos modos, concluyó, no podía hacer nada para apresurar las cosas. No era conveniente ofender a aquellos mensch. Los necesitaba; necesitaba su presencia en gran número, más que su destreza con las armas.

Haplo le había dado muchas vueltas en la cabeza a la batalla que se avecinaba. Los elfos resultarían peor que inútiles. Tenía que encontrar algo que los mantuviese ocupados y los quitara de en medio. Los humanos eran guerreros preparados, duchos con las armas y fáciles de enardecer. Respecto a los enanos, de sus charlas con Grundle había deducido que eran gente recia y dura. Les costaba enfurecerse, pero eso no sería ningún problema. Haplo consideraba muy probable que los sartán le proporcionaran sin saberlo la provocación que necesitaba para despertar su ira.

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