El Mago De La Serpiente (41 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago De La Serpiente
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A Haplo no le gustó en absoluto lo que estaba oyendo. En el Laberinto había conocido gente que, de pronto, no podía soportar por más tiempo el dolor, el horror, la pérdida de un amigo, de un compañero. Había visto la terrible euforia desatada que a menudo seguía a un período de abatimiento y depresión.

Alake observó su expresión sombría y, con un gemido, se llevó la mano a la boca. Grundle se tiró de las patillas, melancólica y sombría.

—Lo más probable es que sólo esté dando un paseo —repitió Haplo—. ¿Lo habéis buscado en el pueblo? Quizá salió detrás de Eliason.

—No —dijo Alake en voz baja—. Al no encontrarlo en la cabaña de los invitados, inspeccioné los alrededores y la parte de atrás. Allí encontré... huellas. Huellas suyas, estoy segura. Y conducen directamente hacia la espesura.

Aquello confirmaba sus sospechas, se dijo Haplo. En voz alta, añadió:

—Mantened la calma. Intentad comportaros con naturalidad y conducidme hasta esas huellas, deprisa.

Los tres volvieron a toda prisa hasta la cabaña que ocupaban los elfos. Para llegar hasta allí dieron un rodeo, con objeto de evitar a la multitud congregada en torno a la gran cabaña de reuniones.

Haplo vio a Dumaka en el momento de saludar a los dignatarios enanos. El monarca humano volvía la mirada a un lado y a otro, tal vez buscando al patryn. A continuación, Eliason dio un paso adelante y se dispuso a presentar a los miembros de su séquito. Haplo advirtió con alivio que el grupo de elfos presentes era bastante numeroso y esperó que todos ellos tuvieran nombres largos.

Alake lo condujo a la parte de atrás de la cabaña de invitados y señaló el suelo húmedo. Haplo vio unas huellas de pisadas, demasiado largas y estrechas para corresponder a un enano y que habían dejado unos pies calzados, sin duda, con unas botas. Todos los phondranos sin excepción, recordó, iban siempre descalzos.

El patryn masculló para sus adentros un juramento.

—¿Han notado su ausencia los demás elfos de la cabaña de huéspedes? —Creo que no —respondió Alake—. Están todos fuera, contemplando la ceremonia.

—Yo iré a buscarlo. Vosotras dos quedaos aquí por si vuelve.

—Nosotras vamos contigo —dijo Grundle.

—Sí, Devon es nuestro amigo —la secundó Alake.

Haplo les dirigió una mirada colérica, pero la enana se mantuvo firme, con la barbilla levantada y sus pequeños brazos cruzados sobre el pecho con aspecto desafiante. Alake, por su parte, le sostuvo la mirada con aire sereno y resuelto. El patryn comprendió que iba a provocar una discusión y no tenía tiempo que perder.

—Vamos, pues.

Las dos muchachas echaron a andar por el camino, pero se detuvieron al advertir que Haplo no las seguía.

—¿Qué sucede? ¿Qué estás haciendo? —preguntó Alake—. ¿No deberíamos darnos prisa?

Haplo se había agachado y estaba trazando velozmente unos signos mágicos sobre las huellas que el elfo había dejado en el barro. Después susurró unas palabras; los signos mágicos despidieron un centelleo verdusco y, de pronto, empezaron a crecer y ramificarse. Flores y plantas surgieron de ellos, cubrieron el sendero y borraron de la vista las pisadas.

—No es momento de empezar un jardín —soltó Grundle.

—No tardarán en empezar a buscarlo. —Haplo se incorporó y observó que las plantas ocultaban por completo el sendero—. Con esto me aseguro de que no nos siga nadie. Nosotros tres haremos lo que debamos y daremos las explicaciones que sean precisas. ¿De acuerdo?

—¡Oh! —murmuró Alake, mordiéndose el labio.

—¿De acuerdo? —Haplo las miró a ambas con aire torvo.

—De acuerdo —dijo Grundle, en voz baja.

—De acuerdo —asintió Alake, pesarosa.

Los tres dejaron atrás el poblado y se adentraron en la espesura siguiendo las huellas del elfo.

Al principio, Haplo pensó que Grundle tal vez había intuido, sin saberlo, la verdad. Daba toda la impresión de que el desgraciado joven elfo se proponía, sencillamente, quitarse de encima la pena a base de caminar. La huellas no se apartaban del sendero. Devon no había hecho el menor intento de ocultar su paradero, no pretendía esconderse de nadie y tenía que ser consciente de que Alake, al menos, iría tras él.

Y entonces, de repente, las huellas terminaron.

El sendero continuaba, liso y sin marcas. La vegetación a ambos lados era tupida, demasiado para adentrarse en ella sin dejar algún tipo de rastro, pero no había una sola hoja arrancada, una sola flor aplastada, un solo tallo de hierba quebrado.

—¿Qué ha hecho? ¿Le han salido alas? —gruñó la enana, escrutando las sombras del bosque.

—Algo así —respondió Haplo, levantando la vista hacia las lianas que caían de las ramas.

El elfo debía de haberse subido a los árboles. Un rápido vistazo a las profundas sombras del bosque le reveló algo más.

Su primer pensamiento fue: «¡Maldición, otro período de luto para los elfos!».

—Vosotras dos, volved atrás —les ordenó con voz firme pero, de pronto, Alake soltó un alarido y, antes de que el patryn tuviera tiempo de detenerla, la humana se introdujo en la espesura.

Haplo saltó tras ella, la agarró, la hizo volver por la fuerza y la envió de un empujón sobre Grundle. Las dos muchachas cayeron al suelo una encima de otra. Haplo siguió adelante a toda prisa, volviendo la cabeza cada pocos pasos para cerciorarse de que había retrasado a las mensch lo suficiente como para que no lo siguieran.

La enana, con sus pesadas botas, se había enredado con las zarzas. Alake parecía dispuesta a dejar que su amiga se las arreglara por su cuenta y, en efecto, echó a correr detrás de Haplo. Grundle lanzó un alarido de rabia que pudo oírse a leguas de distancia.

—¡Hazla callar! —ordenó Haplo mientras se abría paso entre el tupido follaje de aquella jungla.

Alake, con el rostro contraído de angustia, volvió atrás para ayudar a Grundle.

Haplo llegó hasta Devon.

El elfo había preparado un nudo con una liana, se lo había pasado por el cuello y había saltado de una rama a lo que había esperado que fuera su muerte.

Al contemplar el cuerpo fláccido que colgaba grotescamente de la liana, girando en torno a ella, Haplo pensó en un primer momento que el muchacho había logrado su propósito. Luego advirtió un movimiento en dos de los dedos del elfo. Quizá fuera un espasmo cadavérico, pensó. O tal vez no.

Haplo pronunció las runas a gritos. Los signos mágicos, azules y rojos, surcaron el aire como centellas, cayeron sobre la liana y la cortaron. El cuerpo se desplomó sobre la vegetación.

Haplo llegó hasta el muchacho, cogió el nudo que le rodeaba el cuello y lo aflojó. Devon no respiraba. Estaba inconsciente, con el rostro descolorido y los labios amoratados. La liana le había desgarrado la piel y se había hundido en la carne de su esbelto cuello, que aparecía ensangrentado y amoratado. Sin embargo, tras un examen rápido y somero, Haplo comprobó que el elfo no tenía el cuello roto ni la tráquea ocluida. Al parecer, la liana se había deslizado en torno al cuello sin llegar a quebrarlo, como era sin duda la intención de Devon. El joven elfo aún estaba vivo.

Pero no por mucho tiempo. Haplo le buscó el pulso y notó que la vida aleteaba débilmente bajo las yemas de sus dedos. El patryn se sentó sobre sus talones, meditabundo. No tenía idea de si daría resultado o no lo que se proponía. Hasta donde él sabía, no se había intentado nunca con un mensch. Aun así, le pareció recordar un comentario de Alfred respecto a que había empleado su magia para curar al chico, a Bane.

Si la magia sartán tenía efecto sobre los mensch, la magia patryn debería de actuar igual... o mejor.

Haplo tomó las flojas manos del elfo, la zurda de Devon en su diestra y la zurda del patryn firmemente cerrada en torno a la diestra del muchacho. El círculo estaba completo.

Cerró los ojos y se concentró. Percibió vagamente, a su espalda, la presencia de Alake y de Grundle. Las oyó detenerse, captó un gemido de Alake y el silbido de la respiración acelerada de la enana entre sus dientes, pero no les prestó atención.

Estaba dándole su propia fuerza vital a Devon. Las runas de sus brazos emitieron un leve resplandor azulado. La magia fluyó de él al elfo, transportando con ella la vida de Haplo, y volvió al patryn llevándole el dolor y el sufrimiento de Devon.

El patryn experimentó, indirectamente, la pena terrible, el abrasador sentimiento de culpa, el remordimiento amargo y torturador que habían atormentado a Devon, en la vigilia y en el sueño, hasta que finalmente lo habían impulsado a buscar el descanso en la muerte. Experimentó el pánico paralizante que había sentido el elfo en el momento de saltar, la reacción instintiva de autoconservación de su cerebro en un último intento desesperado por resistirse...

Y, luego, la decisión. El dolor, la espantosa sensación de la asfixia, el conocimiento, sereno y pacífico, de que la muerte estaba cerca y de que el tormento pronto habría terminado.

Haplo escuchó un gemido y el suave roce de las plantas. Tomó aire y abrió los ojos.

Devon lo contemplaba con el rostro angustiado, contraído, enconado. De su garganta herida y dolorida por la presión de la liana surgió un ronco susurro:

—¡No tenías derecho! ¡Quiero morir! ¡Déjame morir, maldito seas! ¡Déjame morir!

—¡No, Devon! —gritó Alake—. ¡No sabes lo que dices!

—Claro que lo sabe —replicó Haplo, ceñudo. Volvió a sentarse sobre los talones y se pasó la mano por la sudorosa frente—. Tú y Grundle, volved al sendero. Dejadme hablar con él.

—Pero...

—¡Marchaos! —gritó Haplo, colérico.

Grundle tiró de la mano de Alake. Las dos retrocedieron lentamente hasta el camino abriéndose paso entre la hojarasca y los matorrales que habían aplastado a la ida.

—Quieres morir —dijo Haplo al elfo, que volvió la cabeza a un lado y cerró los ojos—. Adelante, pues. Cuélgate. No puedo impedírtelo. Pero te agradecería que esperaras hasta que hayamos resuelto este asunto de los cazadores de sol, porque supongo que habría otro largo período de duelo por ti, y el retraso podría poner en peligro a tu pueblo.

El elfo siguió negándose a mirarlo.

—No los afectará. Ellos tienen algo por lo que vivir. Yo, no. —Sus palabras eran un gruñido ronco. Su dolor se reflejó en una mueca.

—¿Sí? ¿Qué razón crees que tendrán tus padres para seguir viviendo una vez que hayan descolgado tu cuerpo de esa rama? ¿Tienes idea de cuál será su último recuerdo de ti? Tu cara abotargada, tu piel descolorida, o negra como los hongos de la putrefacción, tus ojos a punto de saltar de sus órbitas, tu lengua colgando de la boca...

Devon palideció, dirigió una mirada cargada de odio a Haplo y volvió de nuevo la cabeza.

—Vete —musitó.

—Si tu cuerpo cuelga ahí el tiempo suficiente —continuó Haplo como si no lo hubiese oído—, acudirán las aves carroñeras, ¿sabes? Lo primero que atacan son los ojos. Tus padres ni siquiera podrán reconocer a su hijo... o lo que quede de él, cuando las aves hayan terminado su trabajo. Por no hablar de las hormigas y las moscas...

—¡Basta! —Devon pretendía gritar, pero lo que salió de sus labios fue un sollozo.

—Y están Alake y Grundle. Primero perdieron una amiga, y ahora te perderán a ti. Pero, claro, tú no has pensado en ellas ni por un instante, supongo. No: sólo en ti mismo. «¡El dolor, no puedo soportar el dolor!» —Haplo imitó la voz ligera y aflautada del elfo.

—¿Qué sabes tú de eso? —replicó Devon.

—¿Qué sé yo de eso..., del dolor? —repitió Haplo, bajando la voz—. Deja que te cuente una historia; luego te dejaré en paz para que te mates, si eso es lo que quieres. Una vez conocí a un hombre en el Labe..., en un lugar donde viví. Ese hombre libró un combate, una pelea terrible, defendiendo su vida. En ese lugar, uno tiene que luchar para vivir, nunca para morir. Sea como fuere, el hombre recibió terribles heridas en la lucha. Heridas... por todo el cuerpo. Sus sufrimientos eran increíbles, insoportables.

»El hombre derrotó a sus enemigos. Los cadáveres de los caodines se apilaban a su alrededor. Pero no podía resistir más. Le dolía demasiado. Podría haber intentado curarse con su magia, pero decidió que no merecía la pena el esfuerzo. Y se quedó tendido sobre el suelo, dejando que la vida se le escapara. Entonces sucedió algo que lo hizo cambiar de idea. Tenía con él un perro...

Haplo hizo una pausa y un dolor extraño, una sensación de soledad, le atenazó el corazón. ¿Cómo podía haber olvidado al perro durante todo aquel tiempo?

—¿Qué sucedió? —susurró Devon, con sus ojos azules fijos en el hombre—. ¿Qué sucedió con el..., con el perro?

Haplo frunció el entrecejo y se frotó la barbilla. Por una parte, lamentaba haber evocado aquella escena; por otra, se alegraba de recordarla.

—El perro... El animal había luchado contra los caodines y también había resultado herido. Estaba agonizando, entre tales dolores que no podía caminar. Sin embargo, cuando el perro vio el sufrimiento del hombre, intentó ayudarlo. El animal no se dio por vencido. Empezó a arrastrarse sobre el vientre, tratando de buscar ayuda. Su valor hizo que el hombre se avergonzara de sí mismo.

»Allí tenía a un animal irracional, un perro sin inteligencia, sin nada por lo que vivir, sin esperanzas, sueños o ambiciones... y aun así luchaba por seguir viviendo. Y yo que lo tenía todo..., yo, que era joven y fuerte, que había obtenido una gran victoria, iba ahora a arrojarlo todo por la borda... a causa del dolor.

—¿Murió el perro? —preguntó Devon en un susurro. Débil como un niño enfermo, como un chiquillo, quería oír el final del relato.

El patryn hizo un poderoso esfuerzo para distanciarse de sus recuerdos.

—No. El hombre curó al animal, y se curó a sí mismo. —Haplo no había advertido su desliz, no se había dado cuenta de que había mezclado confusamente el «ese hombre» y el «yo»—. Y alcanzó una posición de poder entre su pueblo. Cambió el curso de la vida de mucha gente...

—¿Y salvó a alguien de las serpientes dragón? ¿O tal vez de sí mismo? —inquirió Devon con una sonrisa torcida, desconsolada.

Haplo lo miró y, a continuación, respondió con un gruñido:

—Sí, tal vez. Algo parecido. Bueno, ¿qué vas a hacer? ¿Quieres que te deje aquí para que vuelvas a intentarlo?

Devon alzó la vista a la liana cortada, que pendía sobre su cabeza.

—No. Yo... iré contigo.

Devon intentó incorporarse y perdió el sentido.

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