El Mago De La Serpiente (44 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago De La Serpiente
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—Vamos —dijo y, con un suspiro, condujo de nuevo al perro hasta Alfred.

Orla entró en la cámara del Consejo llena de decisión, en actitud desafiante. Estaba dispuesta a luchar como debería haber hecho en otra ocasión. No tenía nada que perder. Samah la había acusado, prácticamente, de complicidad.

Se preguntó qué la había detenido, en aquella otra ocasión, pero conocía muy bien la respuesta, por mucho que la avergonzara reconocerlo.

El amor a Samah. Un último intento desesperado por asirse a algo que nunca había poseído de verdad. «Traicioné mis ideas —se dijo—, traicioné a mi pueblo, para intentar asir con ambas manos un amor que nunca llegué, en realidad, más que a rozar con las yemas de los dedos.»

Esta vez, lucharía. Esta vez, lo desafiaría.

Estaba bastante segura de poder convencer a los demás para que también desafiaran a Samah. Tenía la impresión de que varios miembros del Consejo no se sentían demasiado satisfechos con lo que habían hecho en el pasado. Si conseguía que venciesen su temor al futuro...

Los consejeros ocuparon su lugar en torno a la larga mesa de mármol. Cuando se hubieron presentado todos, entró Samah y tomó asiento en la silla presidencial.

Orla, que pensaba encontrar a un presidente del Consejo en actitud de juez severo, se sorprendió hasta el desconcierto al ver a Samah relajado, jovial y agradable. El hombre le dirigió lo que podía tomarse por una sonrisa de disculpa, acompañada de un encogimiento de hombros. Luego, inclinándose hacia ella, le cuchicheó:

—Lamento lo que te he dicho antes, esposa mía. No sé lo que me hago. He hablado a la ligera. Sé comprensiva conmigo.

Samah pareció aguardar su respuesta con cierta ansiedad. Orla le dirigió una sonrisa incierta.

—Acepto tu disculpa, esposo.

A Samah se le ensanchó la sonrisa y le dio unas palmaditas en el revés de la mano, como si dijera: «No te preocupes, querida. A tu amiguito no le sucederá nada».

Asombrada, perpleja, Orla no atinó a hacer otra cosa que apoyar la espalda en el respaldo de la silla y guardar silencio.

Alfred entró en la cámara, con el perro pegado a sus talones, y ocupó —otra vez— su lugar ante el Consejo. Orla no pudo evitar pensar en el aspecto tan desharrapado de Alfred: macilento, cargado de hombros, enfermizo. Lamentó no haber pasado más tiempo con él antes de la reunión, no haberle insistido para que se cambiara aquellas ropas mensch que producían una manifiesta irritación en los demás miembros del Consejo. Cuando había acudido a devolverle el perro, se había marchado a toda prisa aunque él había intentado detenerla. Estar con él la hacía sentirse incómoda. Los ojos límpidos y penetrantes de Alfred sabían bajarle la guardia y hurgar dentro de ella en busca de la verdad, igual que el hombre se había colado en la biblioteca. Y Orla no estaba preparada para dejarle ver la verdad que latía en su interior. No estaba preparada ni siquiera para verla ella misma.

—Alfred Montbank —Samah hizo una mueca al pronunciar el nombre mensch pero, al parecer, había cejado en sus esfuerzos por obligar a Alfred a revelar su nombre sartán—, has sido traído ante este Consejo para responder de dos acusaciones graves.

»La primera es la siguiente: que, voluntariamente y a conciencia, entraste en la biblioteca a pesar de que se habían colocado en la puerta unas runas que lo prohibían. Esta falta la cometiste dos veces. En la primera ocasión —continuó Samah, aunque Alfred hizo ademán de querer intervenir—, declaraste que habías entrado por accidente. Declaraste que el edificio despertó tu curiosidad y, al acercarte a la puerta, tuviste un..., hum..., un tropiezo y fuiste a caer en el interior. Una vez dentro, la puerta se cerró y, al no poder salir, te encontraste en la biblioteca propiamente dicha mientras buscabas otra salida. ¿Es cierto a grandes rasgos el testimonio que acabo de exponer?

—A grandes rasgos —respondió Alfred.

Tenía las manos juntas delante de él. No llegó a mirar directamente al Consejo, pero lanzó rápidos y repetidos vistazos en dirección a sus miembros. Era la viva imagen de la culpa, reflexionó Orla con desconsuelo.

—En esa ocasión, aceptamos esta explicación, te informamos por qué la biblioteca estaba prohibida a nuestro pueblo y nos olvidamos del asunto, confiando en que no habría necesidad de volver sobre él.

»Sin embargo, menos de una semana después, volviste a ser sorprendido en el mismo lugar. Lo cual nos lleva a la segunda y más grave acusación a la que te enfrentas: esta vez, se te acusa de entrar en la biblioteca deliberadamente y de una forma que indica que temías ser descubierto. ¿Es cierto esto último?

—Sí —respondió Alfred, pesaroso—. Me temo que sí. Y lo lamento, siento de veras haber causado todo este revuelo, cuando tenéis otras preocupaciones mucho más importantes. Samah se echó hacia atrás en la silla, suspiró y se frotó los ojos con la mano. Orla lo observó con mudo asombro. Su esposo no era el juez estricto y terrible. Era el padre abatido, obligado a imponer un castigo a un hijo bienamado, aunque irresponsable.

—¿Quieres explicar al Consejo, hermano, por qué has desafiado nuestra prohibición?

—¿Os importa si cuento algo de mí mismo? —preguntó Alfred—. Quizás os ayude a comprender...

—No, no, hermano. Adelante, por favor. Tienes derecho a decir lo que te plazca ante el Consejo.

—Gracias. —Alfred ensayó una débil sonrisa—. Yo nací en Ariano, y fui uno de los últimos niños sartán que vio la luz en dicho mundo. Eso fue muchos cientos de años después de la Separación, después de que os sumierais en el Sueño. Las cosas no iban demasiado bien para nosotros en Ariano. Nuestra población disminuía. No nacían niños y los adultos morían prematuramente, sin razón aparente. Entonces ignorábamos la causa, aunque quizás ahora ya la conozca...
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—añadió en voz muy baja, casi para sí mismo—. De todos modos, no es eso lo que nos ha traído aquí...

»Para los sartán, la vida en Ariano era terriblemente difícil. Había mucho que hacer y no éramos suficientes para encargarnos de todo. Las poblaciones mensch crecían en número rápidamente y progresaban en conocimientos mágicos y en habilidades mecánicas. Llegaron a ser demasiados para que pudiéramos controlarlos. Y ahí, creo, estuvo nuestro error. No nos contentábamos con advertir o aconsejar, con ofrecer nuestra sabiduría. Queríamos controlarlos y, como no podíamos, los abandonamos a su suerte y nos retiramos bajo tierra. Teníamos miedo.

«Nuestro Consejo decidió que, en vista de que quedábamos tan pocos, debíamos poner a algunos de nuestros jóvenes en un estado mágico de animación suspendida, para que fueran devueltos a la vida en algún momento del futuro en que, esperábamos, la situación hubiera mejorado. Confiábamos en que, para entonces, habríamos establecido contacto con los otros tres mundos.

«Fuimos muchos los que nos presentamos voluntarios para ocupar las cámaras de cristal. Yo estaba entre ellos. Era un mundo y una vida que no me dio ninguna lástima abandonar —añadió en un murmullo.

»Por desgracia, fui el único en volver a despertar.

Samah, que había dado la impresión de estar escuchando sólo a medias, con una expresión paciente e indulgente, se sentó muy erguido en su asiento al escuchar esto último y frunció el entrecejo. Los demás miembros del Consejo intercambiaron unos comentarios en voz baja. Orla percibió la angustia y la amarga soledad de aquella época reflejadas en el rostro de Alfred, y notó que el corazón se le encogía de pena.

—Cuando desperté —prosiguió el sartán de Ariano—, descubrí que todos los demás, todos mis hermanos y hermanas, estaban muertos. Me encontraba solo en un mundo de mensch. Tuve miedo, un miedo terrible. Temí que los mensch descubrieran quién era, averiguaran mis poderes mágicos e intentaran obligarme a utilizarlos para ayudarlos en sus ambiciones.

»Al principio, me oculté de ellos. Viví..., no sé cuántos años, en el mundo subterráneo al que nos habíamos retirado los sartán hacía tanto tiempo. No obstante, en las escasas ocasiones en que visité a los mensch de los mundos superiores, no pude dejar de observar las cosas terribles que estaban sucediendo, y descubrí que estaba deseando ayudarlos. Sabía que podía hacerlo y se me ocurrió que eso era lo que se suponía que debíamos hacer los sartán: ayudarlos. Empecé a pensar que era egoísta por mi parte ocultarme cuando podía, en alguna pequeña medida, contribuir a enderezar las cosas. Pero, como de costumbre, parece que lo único que he logrado es empeorarlo todo.
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Samah se revolvió en su asiento, algo inquieto.

—Realmente, tu historia es trágica, hermano, y lamentamos mucho haber perdido a tantos de los nuestros en Ariano, pero gran parte de lo que acabas de contar ya lo conocíamos y no veo que...

—Sé comprensivo conmigo, Samah, te lo ruego —lo interrumpió Alfred con un aire de serena dignidad que le resultaba, pensó Orla, muy favorecedor—. Todo ese tiempo que pasé entre los mensch, tuve en mi recuerdo a mi gente. Echaba de menos a los míos y me daba cuenta, para mi pesar, de que había sido poco considerado con ellos. Había prestado atención a sus historias del pasado, pero no la suficiente. Nunca me había interesado el tema, nunca había inquirido acerca de él. Comprendí que sabía muy poco sobre los sartán, y menos aún sobre la Separación. Y anhelé saber más, profundizar en ese conocimiento. Aún hoy sigo deseándolo. —Alfred miró a los miembros del Consejo con una súplica melancólica en los ojos—. ¿Comprendéis lo que os digo? Quiero saber quién soy, por qué estoy aquí, qué se espera de mí...

—Todas ésas son preguntas propias de los mensch —respondió Samah en tono de reproche—. Un sartán no se las plantea. Un sartán sabe por qué existe, conoce su propósito en la vida y actúa movido por este conocimiento.

—Estoy seguro de que, si no hubiera pasado tanto tiempo en soledad, nunca me habría visto obligado a plantearme estos interrogantes —replicó Alfred—. Pero no tenía a nadie a quien acudir. —Alfred estaba ahora muy erguido; había abandonado su actitud sumisa, débil y encogida de respetuoso temor. La justicia de su causa le daba fuerzas—. Y, por lo que leí en la biblioteca, parece que hubo otros que se hicieron esas mismas preguntas antes que yo. Y que encontraron respuestas...

Varios miembros del Consejo cruzaron miradas inquietas entre ellos; luego, todos los ojos se volvieron a Samah.

El presidente del Consejo tenía una expresión grave y entristecida, no enfadada.

—Ahora te comprendo mejor, hermano. Ojalá hubieras confiado en nosotros lo suficiente como para habernos contado antes todo esto.

Alfred se sonrojó, pero no bajó la vista a las puntas de sus zapatos, como solía. La mantuvo fija en Samah, firme y penetrante, con aquella mirada límpida que a menudo había perturbado a Orla.

—Permite ahora que te describa nuestro mundo, hermano —continuó el Gran Consejero, al tiempo que se inclinaba hacia adelante sobre la mesa y acercaba las manos hasta poner en contacto las yemas de los dedos—. La Tierra, se llamaba. Una vez, hace muchos miles de años, estaba dominado exclusivamente por humanos pero éstos, consecuentes con su naturaleza belicosa y destructiva, desencadenaron una guerra espantosa entre ellos mismos. Esta guerra no destruyó el mundo, como tantos habían temido y pronosticado, pero lo transformó irremisiblemente. Según dicen, nuevas razas nacieron de aquel cataclismo de humo y fuego. Yo dudo que eso sea cierto. Mi opinión es que tales razas habían existido siempre, pero habían permanecido ocultas en las sombras a la espera de que amaneciera un nuevo día.

»Se supone que la magia llegó entonces al mundo, aunque todos sabemos que esta fuerza ancestral ha existido desde el principio de los tiempos. Y también la magia esperaba ese nuevo amanecer.

»A lo largo de los siglos, en ese mundo habían existido numerosas religiones, pues los mensch eran muy dados a volcar todos sus problemas y frustraciones en el regazo de algún nebuloso e intangible Ser Supremo. Tales dioses eran numerosos y variados, caprichosos y siempre invisibles. Y exigían que su existencia fuera aceptada por la fe, y sólo por ésta. Así pues, no es de extrañar que, cuando los sartán llegamos al poder, los mensch los abandonaran y pasaran a venerarnos a nosotros, seres de carne y hueso que promulgábamos leyes estrictas que resultaban buenas y justas.

«Todo habría ido bien de no ser porque nuestros adversarios, los patryn, empezaron a ejercer su influencia al mismo tiempo que nosotros.
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Muchos mensch, movidos a confusión, empezaron a seguir a los patryn, quienes recompensaron a sus esclavos con poderes y riquezas obtenidos a expensas de otros.

»Combatimos a nuestro enemigo, pero la batalla resultó disputada. Los patryn son sutiles y tramposos. Por ejemplo, ninguno de ellos se coronaba nunca monarca de un reino. Ese cargo lo dejaban a los mensch, pero junto a este monarca siempre se podía encontrar a un patryn que actuaba como «consejero» o como «asesor».

—En cualquier caso —intervino Alfred sin aspavientos—, por lo que he leído, los sartán también solían actuar en tales cargos...

Samah torció el gesto al captar la insinuación.

—¡Nosotros los asesorábamos
de verdad
! Les ofrecíamos consejo, guía y sabiduría. Nosotros no usábamos nuestro cargo para usurpar tronos y para reducir a los mensch a poco más que títeres. Nosotros pretendíamos enseñar, elevar, corregir...

—Y, si los mensch no seguían vuestro consejo —apuntó Alfred en voz baja y con una gran firmeza en sus ojos claros—, los castigabais, ¿no es eso?

—Es responsabilidad de los padres corregir al hijo que ha sido descuidado o imprudente. ¡Por supuesto que hacíamos ver a los mensch los errores que cometían! ¿Cómo, si no, iban a aprender?

—Pero ¿y el libre albedrío? —Alfred, apasionado e impulsivo, avanzó unos pasos hacia Samah—. ¿Y la libertad de escoger por sí mismos, de tomar sus propias decisiones? ¿Quién nos dio derecho a decidir el destino de otros?

Hablaba con fluidez, gravedad y confianza. Se movía con elegancia y con gracia. Orla se emocionó al escucharlo, pues Alfred estaba haciendo en voz alta las preguntas que ella se había hecho a menudo en el corazón.

El Gran Consejero aguantó en silencio la andanada, frío e insensible. Dejó que las palabras de Alfred pendieran en la atmósfera callada y tensa de la estancia y, al cabo de unos instantes, respondió a ellas con estudiada calma.

—¿Acaso un niño puede educarse a sí mismo, hermano? No, claro que no. Necesita que sus padres lo nutran, le enseñen, lo guíen...

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