Gracias a ello, los animales nos proporcionaron una descripción muy gráfica (Alake traducía para que me enterara) de lo que vestían los sartán. Una ropa que, en conjunto, me pareció bastante aburrida.
—Los delfines dicen que todos los sartán visten parecido. Los hombres llevan túnicas que les cuelgan de los hombros en largos pliegues sueltos; las mujeres lucen ropas parecidas, pero las ciñen a la cintura. Las túnicas son de colores sencillos, blanco o gris. Muchas llevan unos bordados sencillos en la parte inferior, que a veces son de hilo de oro. Los delfines sospechan que el oro denota algún tipo de rango oficial, pero ignoran cuál.
Devon y yo nos sentamos en la arena, melancólicos y taciturnos. Me pregunté si el elfo estaría pensando en lo mismo que yo, y tuve la respuesta cuando lo vi fruncir el entrecejo y le oí repetir:
—Me salvó la vida.
—Los delfines no tienen una gran opinión de los sartán —me comentó Alake en voz baja—. Al parecer, los sartán acuden continuamente a ellos en busca de información, pero, cuando los delfines les hacen preguntas a ellos, los sartán se niegan a responder.
Haplo asintió; evidentemente, aquella información no lo sorprendía gran cosa. De hecho, pude advertir que no mostraba sorpresa por nada de cuanto oía, como si ya lo conociera de antemano. Pensé por qué se molestaba en preguntar. Haplo se había unido a nosotros y estaba sentado en la arena con los brazos en torno a las rodillas, dobladas y recogidas, y las manos entrelazadas. Parecía relajado y dispuesto a permanecer allí sentado durante varios ciclos.
—¿Hay..., hay algo más que quieras saber? —Alake lo miró y luego se volvió hacia nosotros para ver si sabíamos qué estaba sucediendo.
Pero ninguno de los dos pudimos ayudarla. Devon estaba concentrado en cavar hoyos en la arena y contemplar cómo se llenaban de agua y de pequeños animales marinos. Yo me sentía furiosa y desgraciada y empecé a arrojar piedras al delfín, sólo para comprobar lo cerca que podía estar de acertarle.
El estúpido pez, supongo que atraído por la pregunta sobre la indumentaria, nadó hasta quedar fuera de mi alcance y empezó a dar saltos sobre el agua con una especie de risilla.
—¿Qué es eso tan gracioso? —inquirió Haplo. Parecía relajado pero, desde el lugar donde yo estaba sentada, aprecié en sus ojos un destello brillante como el de un rayo de sol sobre una plancha de acero, dura y fría.
Naturalmente, el delfín estaba impaciente por contarlo.
—¿Qué dice? —quise saber.
Alake se encogió de hombros y explicó:
—Sólo que hay un sartán que viste muy diferente de los demás. Y que también tiene un aspecto distinto de los otros.
—¿Distinto? ¿A qué se refiere?
Parecía una conversación trivial, pero observé que Haplo cerraba los puños, visiblemente tenso.
Los delfines se apresuraron a explicarlo. Un grupo de ellos se acercó a la orilla, hablando todos a la vez. Haplo prestó mucha atención y a Alake le llevó unos instantes determinar cuál de los animales decía cada cosa.
—Ese hombre al que se refieren lleva una casaca y calzones por la rodilla, como un enano, pero no es un enano. Es mucho más alto que éstos. Y no tiene pelo en la parte superior del cráneo. Sus ropas están sucias y andrajosas, y los delfines dicen que el hombre es tan andrajoso como su indumentaria.
Observé a Haplo por el rabillo del ojo y me recorrió un escalofrío. Su expresión había cambiado. Sonreía, pero su sonrisa era una mueca desagradable que me despertó el impulso de apartar la mirada. Tenía los dedos de las manos entrecruzados con tal fuerza que los nudillos aparecían blanquísimos bajo las marcas azules de su piel. Aquello era lo que Haplo había estado esperando, lo que deseaba oír. Pero ¿por qué? ¿Quién era aquel hombre?
—Los delfines no creen que sea un sartán.
Alake continuó hablando con cierta perplejidad, esperando que Haplo pusiera fin en cualquier momento a lo que parecía una conversación tediosa. No obstante, él siguió escuchando con sereno interés, sin decir nada, animando en silencio a los delfines a proseguir.
—El hombre no suele mezclarse con los sartán. Los delfines lo ven a menudo paseando a solas por el embarcadero. Dicen que parece mucho más agradable que los sartán, cuyo rostro da la impresión de haber permanecido helado mientras el resto de su cuerpo se descongelaba. A los delfines les gustaría hablar con él, pero el hombre lleva consigo a un perro que les ladra si se acercan demasiado y...
—¡Un perro!
Haplo se encogió como si alguien acabara de golpearlo. Y nunca, ni que viva cuatrocientos años, olvidaré el tono de su voz. Me puso los pelos de punta. Alake lo contempló azorada. Los delfines, percibiendo la posibilidad de obtener allí un jugoso tema para sus chismorreos, se acercaron a la orilla hasta donde podían hacerlo sin riesgo de quedar varados en el fondo.
—Un perro... —Devon alzó la cabeza bruscamente. Creo que, hasta aquel momento, no había prestado gran atención a lo que oía—. ¿Qué es eso de un perro? —me susurró al oído.
Yo moví la cabeza a un lado y a otro para que se callara. No quería perderme lo que Haplo fuera a hacer o decir a continuación. Pero no hizo ni dijo nada. Se limitó a seguir sentado donde estaba.
No sé por qué, me vino a la memoria una velada que había pasado hacía poco en nuestra taberna local, disfrutando de la pelea de costumbre. Uno de mis tíos había recibido de lleno el impacto de una silla en la cabeza y se había quedado sentado en el suelo un buen rato, con una expresión idéntica a la que mostraba el rostro de Haplo en aquel momento.
Al principio, mi tío había parecido aturdido y mareado. Luego, el dolor lo ayudó a volver en sí; su rostro se contrajo y emitió un leve gemido. Pero, una vez consciente, también cayó en la cuenta de lo que había sucedido y reaccionó con tal furia que se olvidó por entero del dolor. A Haplo no lo oí gemir, ni emitir ningún otro sonido. Pero vi cómo su rostro se contraía y se encendía de cólera. Se puso en pie de un brinco y, sin decir una palabra, se apartó de nosotros y volvió sobre sus pasos en dirección al campamento.
Alake lanzó una exclamación y habría salido corriendo tras él, si yo no hubiera asido el borde de su vestido. Como ya ha quedado dicho, los phondranos no utilizan botones ni nada parecido, sino que se envuelven la ropa en torno al cuerpo y, aunque por lo general las prendas quedan sujetas con bastante seguridad, un buen tirón en un llugar estratégico puede desmontar la prenda mejor colocada.
Alake soltó un jadeo y se apresuró a sujetar los pliegues de tela que le resbalaban de los hombros. Para cuando estuvo de nuevo correctamente vestida, Haplo ya había desaparecido de la vista.
—¡Grundle! —exclamó entonces, abalanzándose sobre mí—. ¿Por qué has hecho eso?
—Porque he observado la cara de Haplo —respondí—, cosa que, sin duda, tú no has hecho. En este momento desea estar solo, créeme.
Creí que de todos modos iba a salir tras él y me incorporé, dispuesta a detenerla, cuando de pronto Alake suspiró y movió la cabeza.
—Yo también he visto su expresión —se limitó a decir. Los delfines se habían puesto a chillar, excitados, suplicando conocer los detalles morbosos.
—¡Marchaos! ¡Idos de aquí! —exclamé, y empecé a lanzarles guijarros, esta vez en serio.
Los peces se alejaron entre chirridos, dolidos y ofendidos. Sin embargo, observé que sólo nadaban hasta quedar fuera del alcance de mi brazo y que luego se detenían, sacaban la cabeza del agua y, boquiabiertos, observaban la escena ávidamente con sus ojillos, pequeños y brillantes como cuentas de cristal.
—¡Estúpidos peces! —masculló Alake con un movimiento de cabeza que hizo tintinear como campanillas sus pendientes—. ¡Condenados chismosos! No creo una palabra de lo que dicen.
Alake se quedó mirándonos con inquietud, preguntándose si habríamos oído lo que decían los delfines acerca de Haplo y las serpientes dragón. Intenté poner cara de inocencia, pero me temo que no lo conseguí.
—¡Oh, Grundle! ¡Seguro que no habrás pensado ni por un momento que eso que dicen es cierto, que Hablo nos está utilizando! Devon —Alake se volvió hacia el elfo en busca de apoyo—, dile a Grundle que se equivoca. Haplo no haría... lo que esos delfines dicen. ¡Seguro que no! Él te salvó la vida, Devon.
Pero Devon no le prestaba atención.
—Un perro... —repitió el elfo, pensativo—. Haplo me contó algo de un perro, pero no consigo..., no consigo acordarme...
—Tienes que reconocer que no sabemos nada de él, Alake —dije a regañadientes—. No sabemos de dónde viene, ni a qué raza pertenece. Y ahora está lo de ese hombre sin pelo en la cabeza y vestido con ropas andrajosas. Es evidente que Haplo sabía que ese hombre estaba con los sartán, pues no ha mostrado la menor sorpresa cuando los delfines han hablado de él. En cambio, lo del perro no se lo esperaba y, por su expresión, la noticia no le ha gustado. ¿Quién es ese desconocido? ¿Qué tiene que ver con Haplo? ¿Y qué significa eso del perro?
Al decir esto último, miró con severidad a Devon. Pero fue en vano. El elfo se limitó a encogerse de hombros.
—Lo siento, Grundle. Cuando lo dijo, yo no me sentía demasiado bien...
—¡Pues yo sé todo lo que necesito saber de él! —protestó Alake, irritada, mientras seguía colocando en su sitio los pliegues del vestido—. Nos salvó la vida. ¡Y la tuya, Devon, por dos veces!
—Sí —respondió el elfo, sin mirar a Alake—. Y qué provechoso le ha resultado todo el asunto.
—Es cierto —apunté, haciendo memoria de lo ocurrido—. Lo ha convertido en el héroe, el salvador. Nadie ha cuestionado una sola de sus decisiones. Creo que deberíamos contar a nuestros padres...
Alake dio un enérgico pisotón que hizo tintinear violentamente los pendientes. Nunca la había visto tan enfadada.
—¡Hazlo, Grundle Barbapoblada, y no volveré a dirigirte la palabra! ¡Te lo juro por el Uno!
—Conozco una manera de averiguarlo... —apuntó Devon en tono conciliador, para tranquilizarla. El elfo se puso en pie y se sacudió la arena de las manos.
—¿Cuál? —inquirió Alake con gesto hosco y receloso.
—Espiar...
—¡No! ¡Os lo prohibo! ¡No permitiré que lo hagáis! ¡Haplo...!
—A Haplo, no —la cortó Devon—. A las serpientes dragón.
Esta vez fui yo quien se sintió como si le hubieran estrellado una silla en la cabeza. Sólo de pensarlo se me cortaba la respiración.
—Estoy de acuerdo contigo, Alake —continuó nuestro amigo elfo con voz persuasiva—. Yo también quiero creer en Haplo. Pero no podemos pasar por alto que los delfines, por lo general, saben muy bien lo que sucede y...
—¡Por lo general! —repitió Alake con acritud.
—Sí, a eso me refiero. ¿Y si sólo fuera verdad parte de lo que nos han dicho? ¿Y si, por ejemplo las serpientes dragón estuvieran utilizando a Haplo? ¿Y si corriera el mismo peligro que todos los demás? Creo que, antes de contarle nada a nuestros padres o a nadie más, deberíamos averiguar la verdad.
—Devon tiene razón —reconocí—. De momento, al menos, las serpientes dragón parecen estar de nuestro lado. Y, con serpientes o sin ellas, no podemos quedarnos en las lunas marinas. Es imprescindible que alcancemos Surunan y, si hacemos público todo esto...
No fue preciso que terminara la frase. Los tres comprendimos con absoluta claridad que aquella información desataría de nuevo las rencillas, la desconfianza y las suspicacias.
—Está bien —asintió Alake.
La idea de que Haplo corriera peligro la había convencido, por supuesto, y contemplé a Devon con nueva e inesperada admiración. Eliason había tenido razón al decir que los elfos eran buenos diplomáticos.
—Lo haremos —añadió Alake—. ¿Pero cuándo? ¿Y cómo? Los hermanos, siempre igual. Siempre han de tener un plan.
—Será preciso que esperemos a ver durante un tiempo —apuntó Devon—. Es probable que surja la oportunidad durante el viaje.
De pronto, me vino a la cabeza un pensamiento horrible.
—¿Y si los delfines cuentan a nuestros padres lo que acaban de contarnos a nosotros?
—Tendremos que vigilarlos y ocuparnos de que no comenten el asunto con nuestros padres ni con nadie más —dijo Alake tras un momento de reflexión durante el cual a ninguno de los tres se nos ocurrió nada mejor—. Con un poco de suerte, nuestra gente estará demasiado ocupada para perder el tiempo en chismorreos.
Una dudosa esperanza, pero preferí no mencionar que era no sólo probable, sino lógico, que nuestros padres pidieran información a los delfines antes de emprender el viaje. Me sorprendió que no hubieran pensado ya en ello, pero supongo que tenían cosas más importantes en la cabeza. Como el aceite de pescado.
Nos pusimos de acuerdo en mantener una estricta vigilancia y en preparar argumentos para el caso de que fracasáramos en nuestro empeño. Alake advertiría a Haplo —discretamente y sin revelar nuestras intenciones— de que sería mejor que nadie hablara con los delfines durante algún tiempo.
Después nos separamos para ultimar los preparativos para el gran viaje y para empezar a vigilar los movimientos de nuestros padres.
Es una suerte que nos tengan con ellos. Ahora tengo que marcharme. Seguiré escribiendo más tarde.
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PHONDRA
CHELESTRA
El perro estaba con Alfred.
Haplo no tuvo la menor duda de que el perro al que se habían referido los delfines era el suyo, y que estaba con Alfred. La idea le produjo irritación, le molestó más de lo que le gustaba reconocer, lo torturó como una punta de flecha emponzoñada clavada en su carne. Se descubrió pensando en el animal cuando debería estar concentrado en asuntos más importantes, como el viaje que le esperaba. Como la guerra contra los sartán.