El Mago De La Serpiente (49 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago De La Serpiente
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El contingente élfico llegó sólo cuatro ciclos tarde; los sumergibles avanzaban lentamente, surcando las aguas como ballenas sobrealimentadas.

—¿Qué significa esto? —inquirió Yngvar.

—¡Traemos exceso de carga, eso es todo, Vater! —gritó el capitán enano con voz furiosa, a punto de arrancarse la barba a tirones—. Habría sido más fácil arrastrar la luna marina tras nosotros, te lo aseguro. ¡Es lo único que han dejado atrás estos condenados elfos! ¡Obsérvalo tú mismo!

Los enanos se habían ocupado de construir literas para los elfos, pero los elmanos les habían echado un vistazo y se habían negado a dormir en algo tan tosco. Acto seguido, habían intentado subir a bordo sus propias camas, de recia madera tallada, voluminosas y pesadas, en vista de lo cual el capitán enano les había dicho que había espacio para las camas o para ellos; la decisión era suya.

—Esperaba que se decidieran por las camas —dijo el enano a Yngvar con amargura—. Al menos, no habrían montado alboroto.

Finalmente, los elfos accedieron a dormir en las literas; entonces empezaron a subir a bordo colchones de plumón de ganso, sábanas con embozo de encaje, cubrecamas de seda y almohadas de plumas. Y eso fue sólo el principio. Cada familia élfica traía valiosos objetos transmitidos por herencia que, simplemente, no podían dejar atrás. Había de todo: desde fantásticos relojes mágicos hasta arpas que tocaban solas. Un elfo llegó con un árbol ya crecido en una enorme maceta; otro, con veintisiete pájaros cantores en otras tantas jaulas de plata.

Y, por último, todos y todo quedó distribuido a bordo de las embarcaciones a satisfacción de la mayoría de los elfos, aunque era imposible moverse en sus cazadores de sol sin tropezar con algo o con alguien.

Entonces empezó el capítulo verdaderamente difícil: abandonar su patria. Para los humanos, acostumbrados a desplazarse constantemente, había sido algo prosaico. Los enanos, aunque abandonar sus amadas cuevas les resultaba doloroso, se tomaron la partida con serenó estoicismo. Los elfos, en cambio, se mostraban destrozados de pena. Uno de los capitanes enanos comentó que, con las lágrimas vertidas en su nave, había más agua dentro de ella que en el exterior.

Pero, a pesar de todo, la enorme flota de cazadores de sol quedó al fin reunida y dispuesta para zarpar rumbo a su nueva tierra. Los cabezas de las familias reales se reunieron en la cubierta de la nave insignia para dirigir la plegaria conjunta de los tres pueblos al Uno, pidiéndole que les concediera una travesía segura y un desembarco pacífico.

Terminada la oración, los capitanes enanos empezaron a intercambiar una serie de apresuradas señales y los sumergibles se hundieron bajo las olas.

Sólo habían avanzado un breve trecho cuando un primer oficial, pálido y asustado, se acercó a Yngvar, aproximó los labios al oído de su monarca y le dijo algo en tono grave. Yngvar frunció el entrecejo y se volvió a los demás.

—Serpientes dragón —anunció.

Haplo había percibido su presencia hacía rato, en forma de un hormigueo en los signos mágicos de su piel. Se frotó el cuerpo con irritación y las runas de sus manos despidieron un leve resplandor azulado.

—Dejadme hablar con ellas —propuso.

—¿Cómo va nadie a «hablar» con ellas? —exclamó Yngvar con aspereza—. ¡Estamos bajo el agua!

—Hay maneras —dijo Haplo, y se dirigió al puente acompañado, le gustara o no, de la realeza mensch.

El resplandor azul de las runas que le avisaban del peligro escapaba a través de su camisa y se reflejaba en los ojos asombrados de los mensch, que habían oído explicar aquel fenómeno a sus hijas pero no lo habían observado nunca.

Era inútil que Haplo intentara decirse a sí mismo que las serpientes dragón no representaban una amenaza. Su cuerpo reaccionaba a la presencia de aquellas criaturas como le habían enseñado a hacerlo siglos de instinto. Lo único que podía hacer el patryn era despreocuparse de aquella sensación y esperar que, con el tiempo, su cuerpo terminara por entender.

Entró en la sala de gobierno y encontró a la tripulación enana acurrucada en un rincón, murmurando por lo bajo. El capitán señaló hacia el mar.

Las serpientes dragón flotaban entre dos aguas, moviendo sus cuerpos con sinuosa gracia y observándolos con sus ojos como dos rendijas rojas en el agua verdosa.

—Están cerrándonos el paso, Vater. Propongo que volvamos atrás.

—¿Atrás? ¿Adonde? —inquirió Haplo—. ¿Otra vez a vuestra tierra, y sentaros allí a esperar que llegue el hielo? Yo hablaré
con
ellas.

—¿Cómo? —insistió Yngvar, pero la pregunta surgió de sus labios como si estuviera haciendo gárgaras.

La figura trémula y fantasmal de una serpiente dragón apareció en el puente. De ella fluía el miedo como un chorro de agua helada. Los tripulantes enanos que aún eran capaces de moverse lo hicieron, huyendo del puente entre alaridos. Los paralizados por el terror se quedaron mirando, temblorosos. El capitán se mantuvo en su puesto, aunque le temblaba la barba y se vio obligado a cerrar la mano en torno al timón para sostenerse.

Las familias reales también permanecieron firmes y Haplo, de mala gana, tuvo que reconocer su valor. Al propio patryn, su instinto lo impulsaba a salir corriendo, a escapar nadando, a romper con sus propias manos las cuadernas de madera para huir. Luchó contra el miedo y consiguió dominarlo, aunque le costó esfuerzo encontrar saliva suficiente para humedecerse la boca y poder hablar.

—La flota de cazadores de sol está reunida, Regio. Nos dirigimos a Surunan según lo proyectado. ¿Por qué os interponéis en nuestro camino?

Los ojos rasgados de la serpiente dragón, un mero reflejo de los ojos reales, lanzaron un fulgor rojizo y miraron fijamente a Haplo.

—El viaje es largo, la distancia es mucha. Hemos venido a guiaros, amo.

—¡Es una trampa! —masculló Yngvar entre dientes.

—Podremos encontrar el camino nosotros solos —añadió Dumaka.

Delu alzó la voz de pronto en un cántico y sostuvo en alto una roca de alguna clase que llevaba colgada de una cadena en torno al cuello, probablemente alguna tosca forma de magia protectora mensch.

Los ojos encarnados de la serpiente dragón se convirtieron en dos finas rendijas.

—¡Callad! ¡Todos! —exclamó Haplo, sin apartar la mirada de la serpiente dragón—. Te agradecemos el ofrecimiento, y os seguiremos. Capitán, mantén la nave en la estela del dragón y ordena al resto de cazadores de sol que hagan lo mismo.

El enano miró a su monarca, buscando la confirmación de éste. Yngvar, con una expresión sombría de furia y terror, empezó a mover la cabeza en gesto de negativa.

—No seas estúpido —le avisó Haplo sin aspavientos—. Si quisieran mataros, ya lo habrían hecho hace tiempo. Acepta su ofrecimiento. No es ninguna trampa. Lo garantizo... con mi vida —añadió, al ver que el rey enano aún dudaba.

—No tenemos alternativa, Yngvar —intervino Eliason.

—¿Y tú, Dumaka? —inquirió el enano, resoplando profundamente—. ¿Qué dices?

El humano y su esposa se miraron. Delu se encogió de hombros en gesto de amarga resignación.

—Tenemos que pensar en nuestro pueblo —repuso la mujer.

—Adelante, pues —asintió Dumaka, ceñudo.

—Muy bien —dijo entonces el monarca enano—. Haz lo que dice.

—Sí, Vater —contestó el capitán, pero dirigió una mirada hosca a Haplo—. Dile al dragón que debe alejarse de mi puente. No puedo gobernar el sumergible sin la tripulación.

Pero la serpiente dragón ya empezaba a desaparecer, perdiéndose de vista lentamente y dejando tras ella la vaga inquietud y los miedos recordados a medias que asaltan al durmiente cuando despierta de pronto de un mal sueño.

Los mensch exhalaron profundos suspiros de alivio, aunque sus semblantes sombríos no se iluminaron. Los tripulantes y oficiales volvieron a sus puestos, avergonzados, procurando evitar la mirada furibunda de su capitán.

Haplo dio media vuelta y abandonó la sala de mando del sumergible. Cuando salía, casi tropezó con Grundle, Alake y Devon que salían apresuradamente de las sombras de un pasadizo cercano.

—¡Te equivocas! —oyó que Alake le decía a Devon.

—Por tu bien, espero que...

—¡Sssh! —Grundle había visto a Haplo.

Los tres mensch enmudecieron. Era evidente que había interrumpido una conversación importante, pensó Haplo, y tenía la sensación de que giraba en torno a él. Al parecer, los otros dos jóvenes también habían oído a los delfines. Devon parecía avergonzado y desvió la vista. Grundle, en cambio, miró a Haplo con aire desafiante.

—¿Otra vez espiando? —dijo él—. Pensaba que habíais aprendido la lección.

—Pensabas mal —murmuró Grundle mientras lo veía pasar.

El resto del viaje transcurrió en paz. Las serpientes dragón no eran visibles y su espantoso influjo no se dejaba notar. La flota de sumergibles navegaba siguiendo la estela de los cuerpos enormes que avanzaban muy por delante de sus proas.

La vida a bordo era monótona, aburrida y asfixiante.

Haplo estaba seguro de que los tres mensch se traían algo entre manos pero, tras observarlos de cerca durante algunos días, llegó a la conclusión de que sus sospechas eran infundadas.

Alake lo evitaba y se dedicaba a su madre y a los estudios de magia, por los que había desarrollado un renovado interés. Devon y un numeroso grupo de jóvenes elfos pasaban el tiempo practicando el tiro con arco contra una diana que habían improvisado. Grundle era la única que producía cierta preocupación al patryn y, aun así, apenas como una pequeña molestia, como la proximidad de un mosquito.

Más de una vez la sorprendió siguiéndolo con la mirada, observándolo con expresión grave y pensativa, como si le costara decidirse respecto a él. Y, cuando la enana se daba cuenta de que él la miraba, le dirigía un brusco gesto de cabeza o agitaba las patillas hacia él, daba media vuelta y se alejaba. Alake había dicho que Grundle no creía a los delfines pero, al parecer, se equivocaba.

Haplo no perdió el tiempo intentando hablar con la enana. Al fin y al cabo, lo que los delfines habían contado a los jóvenes era cierto. Estaba utilizando a los mensch para sus fines.

Pasaba casi todas sus horas de vigilia con ellos, moldeándolos, dándoles forma, conduciéndolos hacia donde él quería. La tarea no era fácil. Los mensch, espantados de sus aliados, las serpientes dragón, podían desarrollar una exagerada admiración por su presunto enemigo.

Este era el único miedo de Haplo, el único lanzamiento de dados rúnicos que podía echar a perder la partida. Si los sartán recibían a los mensch con los brazos abiertos, si los acogían en su seno, por así decirlo, Haplo estaba perdido. Podría escapar, desde luego —las serpientes dragón se ocuparían de ello—, pero tendría que volver al Nexo con las manos vacías y presentar un informe humillante a su señor.

Enfrentado a tal alternativa, Haplo no estaba seguro de querer volver. Era preferible morir...

El tiempo transcurrió deprisa incluso para el patryn, impaciente por encontrarse al fin frente a su enemigo supremo. Estaba acostado en su camarote cuando escuchó un sonido chirriante y notó que una sacudida recorría la nave. Se alzaron unas voces alarmadas, que los reyes se encargaron de tranquilizar al instante.

Los sumergibles navegaron hacia arriba y emergieron del agua. Fuera, los recibió el aire fresco y la luz. Una luz muy brillante.

Los cazadores habían atrapado al sol.

CAPÍTULO 26

SURUNAN

CHELESTRA

Alfred pasó la mayor parte del día y una aún mayor de la noche escuchando el eco de la conversación entre Samah y su hijo que le había llegado a través del perro. Volvió a oírlo todo en su mente, una y otra vez, pero un fragmento en especial se repetía con mas insistencia que lo demás.

«Debemos hacer con él lo que hicimos con los otros.»

¿Qué otros?

¿Aquellos que habían descubierto que no eran dioses, que eran (o debían ser) devotos de otro? ¿Aquellos que habían descubierto que los sartán no eran el sol, sino sólo otro planeta más? ¿Qué había sido de ellos? ¿Dónde estaban?

Miró a su alrededor, casi como si esperara encontrarlos sentados en el jardín de Orla. No, los heréticos no estaban en Chelestra. No se encontraban en el Consejo. Pese a que había ciertas disensiones, los miembros del Consejo, con excepción de Orla, parecían respaldar firmemente a Samah.

Tal vez a lo único que se refería Ramu era a que los herejes habían recibido consejo y habían acabado por convertirse al pensamiento ortodoxo sartán. Era una idea reconfortante, y Alfred deseó con todas sus fuerzas creerla. Pasó casi una hora entera convenciéndose de que debía de ser cierta. Pero aquella malhadada parte rebelde de su ser que siempre parecía actuar por su lado (y llevar con ella sus pies) no dejó de replicar que estaba negándose, como de costumbre, a afrontar la realidad.

Aquel debate interno resultaba fatigoso y lo dejó agotado y descontento. Estaba cansado de aquello, cansado de estar solo y obligado a discutir consigo mismo. Le parecía que Orla lo había estado evitando y por eso tuvo una inmensa alegría al verla aparecer en el jardín y dirigirse hacia él.

—¡Ah, estás aquí! —Orla habló en un tono enérgico, impersonal. Era evidente que ahora lo odiaba y Alfred pensó que, en realidad, no podía recriminárselo.

—Sí, estoy aquí —respondió—. ¿Dónde pensabas que estaría, en la biblioteca?

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