—No me gusta —se oyó murmurar a Yngvar.
—No tenemos alternativa —replicó su esposa. Eliason les dirigió a todos una última mirada de interrogación. Dumaka apartó el rostro, pero Delu asintió en silencio.
El rey elfo se volvió al sartán.
—Aceptamos vuestro ofrecimiento. Aceptamos todos vuestros términos, con una excepción. No pediremos a este hombre, a nuestro amigo, que nos deje.
Samah arqueó una ceja.
—Bueno, eso nos deja en un callejón sin salida, porque no os permitiremos poner pie en esta tierra mientras acojáis entre vosotros a un patryn.
—¡No puedes decirlo en serio! —exclamó Alfred, movido a hablar por la sorpresa—. ¡Han accedido al resto de tus demandas...!
Samah lo miró fríamente.
—Tú no formas parte del Consejo, hermano. Te agradeceré que no intervengas en los asuntos que incumben a la institución.
Alfred palideció, se mordió el labio inferior y guardó silencio.
—¿Y adonde irán nuestros pueblos, entonces? —inquirió Dumaka.
—Preguntad a vuestros amigos —respondió Samah—. Preguntad a los patryn y a las serpientes dragón.
—Nos estáis sentenciando a muerte —dijo Eliason sin alzar la voz—. Y quizás os estáis sentenciando vosotros, también. Hemos acudido aquí en son de paz y ofreciendo amistad. Hemos planteado una petición que consideramos razonable y, en respuesta a ella, hemos sido humillados y tratados con altivez, como si fuéramos niños pequeños. Nuestro pueblo es pacífico. Hasta hoy, no me había pasado nunca por la cabeza que un día pudiera abogar por el uso de la fuerza. Pero ahora...
—¡Ah, por fin aparece la verdad! —El tono de voz de Samah era frío y altivo—. ¡Vaya, vaya! De modo que es esto lo que os proponíais desde el primer momento, ¿no? Vosotros y el patryn lo traíais todo perfectamente estudiado. Queréis destruirnos. Una guerra... ¡Muy bien, emprended una guerra contra nosotros! Si sois afortunados, tal vez sobreviváis para lamentar vuestra decisión.
El Gran Consejero pronunció unas runas. Los signos mágicos chisporrotearon en el aire con un intenso resplandor rojo y amarillo y estallaron sobre las cabezas de los sorprendidos mensch con la virulencia de un tronido. El calor les quemó la piel, la luz brillantísima los cegó y las ondas de choque del potente trueno los derribó al suelo.
El hechizo finalizó bruscamente. La Cámara del Consejo quedó sumida en el silencio. Aturdidos y estupefactos ante aquella demostración de poder mágico —un poder más allá de su comprensión—, los mensch buscaron con la mirada a Samah.
El presidente del Consejo de los sartán había desaparecido.
Los mensch, asustados e irritados, se incorporaron del suelo y abandonaron la sala.
—No lo ha dicho en serio, ¿verdad? —preguntó Alfred, volviéndose hacia Orla—. No puede ser. ¿Ir a la guerra contra quienes son más débiles que nosotros, contra los que estamos destinados a proteger? Nunca ha sucedido una cosa tan abominable. Jamás en nuestra historia. ¡Samah no puede hablar en serio!
Orla rehusó cruzar su mirada con él e hizo como si no lo oyera. Dirigió un fugaz vistazo a los mensch que se alejaban y abandonó la Cámara del Consejo sin contestar a Alfred.
Pero él no necesitaba oír su respuesta. Ya la conocía, pues había observado la expresión del rostro de Samah mientras éste llevaba a cabo su exhibición de magia amedrentadora.
Alfred había reconocido aquella expresión. En incontables ocasiones la había notado en su propio rostro, la había visto reflejada en el espejo de su propia alma.
Era una mueca de miedo.
EN LAS PROXIMIDADES DE DRAKNOR
CHELESTRA
—Nuestros padres han vuelto. —Con todo el sigilo del que era capaz un enano, Grundle
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se coló en el pequeño camarote que Alake compartía con sus padres—. Y no parecen muy contentos.
Alake exhaló un suspiro.
—Tenemos que enterarnos de cómo ha ido la reunión —dijo Devon—. ¿Creéis que vuestros padres vendrán aquí?
—No. Están en el camarote de Eliason, justo al lado de éste. Escuchad. —Grundle ladeó la cabeza—. Son sus voces.
Los tres se acercaron al tabique. Desde allí se oían unas voces, en efecto, pero demasiado apagadas para entender lo que decían.
Grundle señaló un pequeño agujero en un nudo de la madera.
Alake comprendió el gesto, colocó la mano en el agujero y empezó a pasar los dedos en torno a su borde, dando vueltas y vueltas mientras cuchicheaba unas palabras. Poco a poco, casi imperceptiblemente, el agujero se hizo más grande. Alake pegó el ojo a él, se volvió a sus compañeros y les hizo un gesto para que se acercaran.
—Tenemos suerte. Queda camuflado detrás de uno de los báculos emplumados de mi madre.
Los tres jóvenes acercaron la cabeza al agujero y pegaron el oído a la pared.
—Jamás he visto una magia parecida —decía Delu en un tono cargado de abatimiento—. ¿Cómo podemos luchar contra un poder tan pasmoso?
—No lo sabremos hasta que lo probemos —declaró su esposo—. Y yo estoy a favor de probarlo. ¡Yo no le hablaría ni a un perro como esa gente nos ha hablado a nosotros!
—Estamos ante un dilema terrible —intervino Eliason—. La tierra es suya por derecho. Es prerrogativa de esos sartán negarnos permiso para instalarnos en su reino. Pero, con ello, condenan a nuestros pueblos a la muerte y no me parece que tengan derecho a eso. No deseo luchar contra ellos, pero tampoco puedo ver morir a mi pueblo.
—¿Y tú, Yngvar? —preguntó Haplo—. ¿Qué opinas?
El enano guardó silencio largo rato. Grundle, de puntillas, miró por el agujero. El rostro de su padre estaba muy serio. La enana lo vio mover la cabeza.
—Mi pueblo es valiente. Nos batiríamos con cualquier humano, elfo o como quiera que se llamen ésos... —movió la mano con un gesto de menosprecio dirigido vagamente a los sartán—, si la lucha fuera limpia, con hachas, espadas y arcos. Mi gente no es cobarde. —Yngvar lanzó una mirada ceñuda en torno a él, desafiando a cualquiera a acusarlo de tal cosa. Después soltó un suspiro—. Pero frente a una magia como la que hemos visto hoy... no sé. No lo sé.
—No tendréis que enfrentaros a su magia —apuntó Haplo. Los demás lo miraron.
—Tengo un plan —añadió entonces—. Hay un modo. De lo contrario, no os habría traído aquí.
—¿Tú..., tú sabías esto? —inquinó Dumaka, arrugando la frente con aire receloso—. ¿Cómo es posible? —Ya os lo dije. Mi pueblo y el suyo somos... parecidos. —Señaló los signos mágicos tatuados en su piel y continuó—: Ésta es mi magia. Si el agua de este mar moja las runas, la magia deja actuar y me quedo indefenso, más que cualquiera de vosotros. Pregúntale a tu hija, Yngvar. Ella me vio y lo sabe. Y lo mismo les sucede a los sartán.
—¿Qué va a proponer ahora? —masculló Grundle al otro lado del tabique—. ¿Que invadamos la ciudad con una brigada armada de cubos?
Devon la pellizcó para que callara.
—¡Silencio!
Sin embargo, los soberanos se mostraron casi tan perplejos como la enana.
—Muy sencillo —explicó entonces Haplo—. Inundaremos la ciudad.
Todos se quedaron mirándolo mientras digerían en silencio la extraña propuesta. Aquello parecía demasiado fácil. Tenía que haber algún error. Cada cual rumió la idea por su cuenta. Luego, poco a poco, la esperanza empezó a avivar un nuevo fuego en sus ojos, hasta entonces nublados por el desaliento.
—¿El agua no les causa daño? —preguntó Eliason con vehemencia.
—El mismo que me causa a mí —respondió Haplo—. El agua nos hace iguales a todos. Y no hay derramamiento de sangre.
—Parece que ahí tenemos la respuesta —apuntó Delu, no muy segura.
—Pero lo único que han de hacer los sartán es evitar mojarse —apuntó Hilda—. Y unos seres tan poderosos serán, sin duda, capaces de ello.
—Los sartán pueden evitar la subida de las aguas durante un tiempo. Pueden refugiarse en los tejados y quedarse allí como gallinas colgadas de sus perchas, pero no podrán permanecer ahí eternamente. El agua subirá más y más. Tarde o temprano, los alcanzará. Y, cuando lo haga, los sartán quedarán indefensos. Entonces podréis llevar los sumergibles a Surunan y adueñaros de ella sin tener que blandir un hacha ni disparar una flecha.
—Pero no podemos vivir en un mundo lleno de agua —protestó Yngvar—. Y, cuando ésta se retire, los sartán recordarán su magia, ¿verdad?
—Sí, pero, para entonces, se habrá producido un cambio de líder entre los sartán. Él todavía no lo sabe, pero ese Samah con el que habéis hablado hoy va a emprender un viaje. —Haplo sonrió secretamente—. Creo que las negociaciones os serán mucho más fáciles cuando él se haya marchado. Sobre todo si lo único que tenéis que hacer es recordar a los sartán que podéis hacer volver las aguas cuando os venga en gana.
—¿Y será verdad? —quiso saber Delu, perpleja—. ¿Tendremos ese poder?
—Desde luego. Sólo tenéis que pedírselo a las serpientes dragón. ¡No, no, esperad! Dejad que os explique. Las serpientes dragón horadan agujeros en los cimientos de roca. El agua fluye por ellos, se eleva, «humedece» el ánimo de los sartán y, cuando éstos se rinden, las serpientes la hacen retroceder. Las serpientes podrían utilizar su magia para erigir compuertas en la boca de los agujeros para evitar la entrada de agua. Cada vez que se lo pidierais, abrirían de nuevo esas compuertas y repetirían todo el proceso, si fuese necesario. Aunque, como he dicho, no creo que lo sea.
Grundle, pensativa, estudió la idea desde todos los ángulos, como sabía que estarían haciendo sus padres en aquel momento, buscando un punto débil. No pudo encontrar ninguno y, al parecer, lo mismo sucedió entre quienes escuchaban a Haplo de manera más convencional.
—Hablaré con las serpientes dragón, les explicaré el plan —propuso Haplo—. Acudiré a Draknor, si puedo utilizar una de vuestras naves. No deseo traer a las serpientes a bordo de vuestra nave otra vez —se apresuró a añadir, al ver que los mensch palidecían ante tal perspectiva.
Alake estaba radiante.
—¡Es un plan magnífico! Nadie saldrá herido. ¡Y tú pensabas que estaba aliado con las serpientes dragón! —murmuró, y dirigió una mirada colérica a Grundle.
—¡Chist! —replicó la enana, irritada, y pellizcó a su amiga. Elfos, humanos y enanos se mostraron aliviados y esperanzados.
—Llegaremos a un acuerdo con los sartán —comentó Eliason—. El problema es que todavía no nos conocen. Cuando vean que sólo deseamos llevar unas existencias pacíficas y productivas y no molestarlos en absoluto, no pondrán ningún reparo a que nos quedemos.
—
Sin
sus leyes y
sin
considerarlos dioses —precisó Dumaka en tono inflexible.
Los demás asintieron. La conversación volvió a centrarse en los planes para el traslado a Surunan, sobre dónde y cómo viviría cada cual. Grundle ya había oído todo aquello otras veces; los soberanos casi no habían hablado de otra cosa durante la travesía.
—Cierra eso —murmuró—. Yo también tengo un plan. Alake cerró el agujero del tabique. Luego, ella y Devon miraron a la enana con expectación.
—Es nuestra oportunidad.
—¿Oportunidad para qué? —preguntó Devon.
—Para descubrir qué está sucediendo realmente —explicó la enana en voz baja, al tiempo que dirigía una mirada de inteligencia a sus compinches.
—¿Te refieres a...? —Alake dejó la frase a medias.
—Seguiremos a Haplo —asintió Grundle—. Descubriremos la verdad acerca de él. Quizás esté en peligro —añadió a toda prisa al advertir el brillo de cólera en los ojos oscuros de Alake—, ¿recordáis?
—Sí, y ésta es la única razón de que apruebe lo que propones —dijo la humana en tono altivo—. La única razón de que consienta en ir.
—Hablando de peligro —intervino Devon en tono sombrío—, ¿qué me decís de las serpientes dragón? La vez que esas criaturas estuvieron a bordo de nuestro sumergible, no fuimos capaces ni de acercarnos al puente. Me refiero a cuando Haplo se enfrentó a ellas. ¿Recordáis?
—Tienes razón —reconoció Grundle, alicaída—. Los tres nos quedamos atontados de miedo. Yo era incapaz de moverme. Y pensé que tú ibas a desmayarte.
—¡Y esa serpiente dragón ni siquiera era real! —subrayó Alake—. Era sólo un..., un reflejo o algo parecido.
—Si nos acercamos a una de verdad, los dientes nos castañetearán tan fuerte que no podremos oír lo que hablen.
—Por lo menos, podremos defendernos —apuntó Devon—. Tengo buena mano con el arco y... Grundle se burló de él.
—Las flechas no tendrán efecto sobre esos monstruos. Ni siquiera las flechas mágicas, ¿verdad, Alake?
—¿Qué? Lo siento, estaba distraída. Has mencionado la magia, ¿no? Veréis, he estado practicando mis hechizos y he aprendido tres nuevos, defensivos. No puedo explicaros en qué consisten porque son secretos, pero me dieron un resultado estupendo frente a mi maestro.
—Sí, ya lo vi. ¿Le ha vuelto a salir el cabello?
—¡Cómo te atreves a espiarme, pequeña bestia!
—¡No lo he hecho! ¡Como si me importara! Pasaba casualmente por allí cuando escuché un ruido y olí a humo. Creí que podía haber un incendio a bordo, de modo que miré por el ojo de la cerradura y...
—¡Aja! ¡Tú misma lo reconoces...!
—Las serpientes dragón —intervino Devon con la diplomacia innata de los elfos—. Y Haplo. Esto es lo importante, ¿recordáis?
—¡Claro que recuerdo! Pero no veo de qué van a servir las flechas mágicas, el fuego mágico o lo que sea si, de todos modos, no podemos acercarnos a esas malditas criaturas.