El Mago De La Serpiente (24 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Haplo no bromeaba respecto a sus prevenciones contra el agua. Tan pronto como cogí el cubo, él retrocedió a un rincón y se agachó tras un tonel para evitar cualquier salpicadura.

Vertí el agua sobre el círculo de extrañas marcas que despedía el leve fulgor azul.

El resplandor cesó al instante y, ante mi asombrada mirada, observé cómo las marcas a fuego de los tablones empezaban a desvanecerse.

—¡Pero eso es imposible! —Con un grito, dejé caer el cubo y retrocedí.

Haplo salió de detrás del tonel, cruzó la cubierta y se detuvo ante el círculo, que desaparecía rápidamente.

—Te estás mojando las botas —le avisé.

Por la expresión sombría de su rostro, no parecía que eso le importara ya. Alzó un pie y lo colocó sobre el lugar donde el círculo lo había sostenido antes en el aire. No sucedió nada. La bota volvió a posarse en la cubierta.

—No he visto ni he oído hablar de algo parecido en toda mi vida... —Interrumpió la frase, distraído por otro nuevo pensamiento—. ¿Por qué? ¿Qué puede significar? —Su expresión se nubló y apretó el puño—. ¡Los sartán!

Sin dirigirme una mirada ni media palabra, se volvió en redondo y abandonó el camarote a toda prisa. Escuché sus pasos por el corredor y lo oí cerrar de un portazo su cabina. Yo volví a observar de nuevo la cubierta mojada. Las marcas habían desaparecido casi por completo. Los tablones estaban empapados, pero no mostraban la menor cicatriz.

Alake, Devon y yo cenamos solos. Alake fue a llamar a la puerta de Haplo, pero no obtuvo respuesta. Cuando volvió, venía decepcionada y abatida.

No les conté nada a ninguno de los dos. Para ser sincera, no estaba segura de que fueran a creerme y no quería iniciar una discusión. Al fin y al cabo, la única prueba que tengo de lo que vi es un par de tablones mojados.

Pero, al menos, conozco la verdad.

Sea ésta la que sea.

Continuaré después. Ahora tengo tanto sueño que no soy capaz de seguir sosteniendo la pluma.

CAPÍTULO 13

SURUNAN

CHELESTRA

Alfred pasó muchas horas placenteras recorriendo las calles de Surunan. Como sus habitantes, la ciudad había despertado de su largo amodorramiento forzoso y había retornado rápidamente a la vida. Había allí mucha más gente de la que Alfred había supuesto al principio y pensó que sólo había descubierto una de entre muchas cámaras de durmientes que debían de existir allí.

Bajo la dirección del Consejo, los sartán trabajaron para devolver a la ciudad su belleza original. La magia sartán devolvió el verdor a las plantas muertas, reparó los edificios desmoronados y borró toda huella de destrucción. Una vez que la ciudad hubo recuperado la belleza, la armonía, el orden y la paz, los sartán empezaron a hablar de cómo hacer lo mismo con los otros tres mundos.

Alfred se recreó con la tranquilidad y la belleza que su alma recordaba. Disfrutó con la conversación de los sartán, con la multiplicidad de imágenes maravillosas creadas por la magia del lenguaje de las runas. Escuchó la música de éstas y se preguntó, con lágrimas en los ojos, cómo había podido olvidar tal hermosura.

Complacido con las amistosas sonrisas de sus hermanos y hermanas, comentó a Orla:

—Podría vivir aquí y ser feliz.

Los dos cruzaban la ciudad camino de una reunión del Consejo de los Siete. El perro, que no se había apartado del costado de Alfred desde la noche anterior, los acompañaba. La belleza de Surunan era alimento para el alma de Alfred; un alma que (ahora se daba cuenta de ello) casi se había marchitado y muerto de inanición.

Alfred comprobó, con añoranza, que incluso era capaz de deambular por las calles sin trabarse con sus propios pies ni tropezar con los de nadie.

—Entiendo cómo te sientes —respondió Orla, mirando en torno a ella con placer—. Vuelve a ser como antes. Parece que no ha pasado en absoluto el tiempo.

El perro, sintiéndose olvidado, lanzó un gañido y hundió el hocico en la mano de Alfred.

El contacto con el morro frío y húmedo lo sobresaltó. Alfred bajó la vista al suelo, se olvidó de mirar dónde pisaba y tropezó con un banco de mármol.

—¿Te has hecho daño? —preguntó Orla, preocupada.

—No ha sido nada —murmuró Alfred, incorporándose y disponiéndose a reanudar la marcha.

Observó a Orla, con su amplia túnica blanca, y a todos los demás sartán, vestidos con idéntica indumentaria. Luego se miró a sí mismo, enfundado todavía en el traje de terciopelo púrpura desvaído de la corte mensch del rey Stephen de Ariano. Los puños de encaje deshilachados eran demasiado cortos para sus largos y delgados brazos, y los calzones que le cubrían las desmañadas piernas estaban arrugados y llenos de bolsas. Se pasó la mano por la cabeza, en la que ya escaseaba el cabello. Le pareció que las sonrisas de sus hermanos y hermanas ya no eran amistosas, sino altivas o compasivas.

De pronto, Alfred sintió deseos de agarrar a sus hermanos y hermanas por el cuello de sus largas túnicas blancas y sacudirlos hasta que les castañetearan los dientes.

«¡Pero el tiempo ha transcurrido! —quería gritarles—. Eones, siglos. Unos mundos que eran jóvenes y recién nacidos del fuego se han enfriado y han envejecido. Mientras dormíais, numerosas generaciones han vivido y sufrido y han sido felices y han muerto. Pero ¿qué significa eso para vosotros? Nada. Os importa tan poco como la gruesa capa de polvo que cubre vuestros mármoles inmaculadamente blancos. La barréis y pretendéis continuar igual que antes, como si tal cosa. Pero no puede ser. Nadie os recuerda. Nadie os quiere. Vuestros hijos han crecido y se han marchado de casa. Quizá no les vaya muy bien por su cuenta, pero al menos son libres de intentarlo.»

—¡Pero claro que ha sido algo! —dijo Orla, solícita—. Si no te encuentras bien, el Consejo puede esperar a que...

Alfred, perplejo, se descubrió temblando. Las palabras que se había callado le daban vueltas en el estómago. ¿Por qué no decirlas? ¿Por qué no soltarlas? Porque quizás estaba equivocado. Sí, muy probablemente lo estaba. ¿Quién era él, al fin y al cabo? Un sartán no muy listo. Y ni de lejos tan sabio como Samah y como Orla.

El perro, acostumbrado a los inesperados e inconstantes tropezones de Alfred, se había apartado ágilmente de su trayectoria mientras caía. Cuando regresó a su lado, alzó la vista hacia él con cierta dosis de reproche.

Yo tengo cuatro patas de que ocuparme y tú, sólo dos, le advertía el perro. En buena lógica, deberías desempeñarte mejor.

Alfred se acordó de Haplo, de la irritación del patryn cada vez que el sartán daba un traspié.

—Creo que deberíamos haber dejado atrás al animal —apuntó Orla, observando al perro con expresión seria.

—No se habría quedado —respondió Alfred.

Samah parecía ser de la misma opinión que Orla, y observó con suspicacia al perro que yacía a los pies de Alfred.

—Dices que este perro pertenece a un patryn. También has dicho que ese patryn utiliza al animal para espiar a otros. Por lo tanto, no debe asistir a la reunión del Consejo. Sacadlo. Ramu —hizo una señal a su hijo, que ejercía el cargo de Servidor del Consejo—,
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llévate al animal.

Alfred no protestó. El perro lanzó un gruñido a Ramu pero, tras una palabra tranquilizadora de Alfred, se dejó conducir fuera de la Cámara del Consejo. Ramu regresó, cerró la puerta tras él y se situó donde le correspondía, frente al Consejo. Samah ocupó su lugar tras la gran mesa de mármol blanco y lo mismo hicieron los restantes miembros del Consejo, tres a la derecha y tres a la izquierda. Los siete tomaron asiento a la vez.

Los sartán, con sus túnicas blancas y sus rostros esclarecidos de sabiduría e inteligencia, aparecían hermosos, radiantes, majestuosos.

Alfred, sentado en el banco del demandante, percibió el contraste con su figura encogida, decaída y medio calva.

El perro yacía a sus pies, con la lengua fuera.

Los ojos de Samah pasaron sin detenerse por Alfred y se clavaron en el perro. El presidente del Consejo frunció el entrecejo y miró a su hijo. Ramu pareció perplejo.

—¡Lo he dejado fuera, padre! —aseguró mientras se volvía para dirigir una mirada a su espalda—. ¡Y cerré la puerta, te lo aseguro!

Samah indicó a Alfred que se levantara y avanzara hasta el círculo del demandante.

Alfred obedeció, arrastrando los pies.

—Te pido que dejes fuera al animal, hermano. Alfred suspiró y movió la cabeza.

—Aunque lo haga, volverá a entrar de inmediato. Pero creo que no debemos preocuparnos de si nos espía para su dueño. El perro se ha perdido, no sabe dónde está ese dueño suyo, y por eso se ha presentado aquí.

—¿Quiere que tú lo ayudes a buscar a su amo, a un patryn?

—Me parece que sí —respondió Alfred con aire sumiso.

—¿Y no te parece extraño? —inquirió Samah, ceñudo—. Que un perro perteneciente a un patryn acuda a ti, un sartán, en busca de ayuda...

—La verdad es que no —repuso Alfred tras una breve reflexión—. Sobre todo, considerando lo que es el perro. Es decir, lo que creo que es. O que podría ser... —Alfred se sentía un poco turbado.

—¿Qué es ese perro, pues?

—Prefiero no decirlo, Consejero.

—¿Te niegas a cumplir una petición expresa del presidente del Consejo?

Alfred encogió la cabeza entre los hombros como una tortuga amenazada y apuntó sin convicción:

—Lo más probable es que me equivoque. Me he equivocado en muchísimas cosas y no querría proporcionar información errónea al Consejo.

—¡Esto no me gusta, hermano! —Samah utilizó esta vez un tono de voz como un latigazo. Alfred se encogió al oírlo—. He tratado de ser indulgente contigo porque has vivido mucho tiempo entre los mensch, carente de la compañía, el consejo y la experiencia de tu propia gente. Pero ahora ya has paseado entre nosotros, has vivido entre nosotros, has comido nuestro pan y, sin embargo, sigues negándote tercamente a responder a nuestras preguntas. Ni siquiera quieres darnos a conocer tu nombre real. Se diría que desconfías de nosotros..., ¡de tu propio pueblo!

Alfred comprendió la justicia de tal acusación. Sabía que Samah tenía razón, sabía los muchos defectos que tenía, sabía que era indigno de estar allí, de hallarse entre su propia gente. Deseaba desesperadamente contarles todo lo que sabía, postrarse a sus pies, ocultarse bajo el borde de sus túnicas blancas.

Ocultarse. Sí, eso era lo que habría querido hacer. Ocultarse de sí mismo. Ocultarse del perro. Ocultarse de la desesperación. Ocultarse de la esperanza...

Exhaló un suspiro y contestó:

—Confío en ti, Samah, y en los miembros del Consejo. Es de mí mismo de quien desconfío. ¿Está mal negarse a contestar a preguntas de las que no sabe uno la respuesta?

—Compartir información, compartir tus conjeturas, quizá nos beneficie a todos.

—Tal vez —dijo Alfred—. O tal vez no. Debo ser yo quien lo juzgue.

—Samah —intervino Orla en tono apaciguador—. Esta discusión no tiene sentido. Como has dicho, tenemos que ser indulgentes.

Si Samah hubiera sido un rey mensch, habría ordenado a su hijo que se llevara a Alfred y le sonsacara la información por otros medios. Y, por un instante, dio la impresión de que el presidente del Consejo se lamentaba de no ser uno de aquellos reyes. Cerró el puño con gesto de frustración y arrugó la frente, pero se dominó y continuó hablando.

—Voy a hacerte una pregunta y confío en que encontrarás una respuesta en tu corazón.

—Si puedo, lo haré —repuso Alfred en tono humilde.

—Tenemos la urgente necesidad de ponernos en contacto con nuestros hermanos de los otros tres mundos. ¿Es posible tal contacto?

Alfred alzó la mirada, sorprendido.

—¡Pero...! Creía que lo habías entendido. ¡No tenéis más hermanos en los otros mundos! Es decir... —añadió con un escalofrío—, a menos que contéis como tales a los nigromantes de Abarrach.

—Incluso esos nigromantes, como tú los llamas, son sartán —dijo Samah—. Si han caído en el mal, razón de más para intentar llegar hasta ellos. Y tú mismo has reconocido que no has viajado a Pryan, de modo que no sabes con seguridad que nuestro pueblo no habita ya ese mundo.

—Pero he hablado con alguien que sí ha estado —protestó Alfred—. Ese informador descubrió una ciudad sartán, pero no halló el menor rastro de sus habitantes. Sólo encontró unos seres terribles, que nosotros creamos...

—¿Y quién te ha proporcionado esa información? —tronó Samah—. ¡Un patryn! ¡Veo su imagen en tu mente! ¿Y quieres que nos convenzamos de lo que dices?

Alfred se encogió de nuevo.

—El patryn no tenía por qué mentir...

—¡Tenía todas las razones del mundo para hacerlo! ¡Él y ese amo suyo que proyecta conquistarnos y esclavizarnos! —Samah calló y clavó su mirada furiosa en Alfred—. ¡Ahora, responde mi ¡pregunta!

—Sí, Consejero. Supongo que podríais atravesar la Puerta de la Muerte.

Alfred no estaba siendo de mucha ayuda, pero no se le ocurría qué más decir. —¿Y alertar a ese tirano patryn de nuestra presencia? No, todavía no. No somos lo bastante fuertes como para enfrentarnos a él.

—Aun así —apuntó Orla—, quizá no tengamos otra elección. Cuéntale a Alfred el resto.

—Tenemos que confiar en él —murmuró Samah con acritud—, incluso si él no confía en nosotros.

Alfred se sonrojó y clavó la vista en las punteras de sus zapatos.

—Después de la Separación se produjo una época de caos. Fue un tiempo espantoso —explicó Samah, con el entrecejo fruncido—. Sabíamos que se producirían sufrimientos y se perderían vidas, y lo lamentábamos, pero creíamos que de ello surgiría un bien superior.

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