—Pero hablaste con ellas —le recordó Grundle. Haplo no le hizo caso.
—¡Silencio, Grundle! —cuchicheó Alake.
—Lo que haremos para protegernos es, sobre todo, usar el sentido común. Tú —Haplo volvió la vista hacia el elfo—, será mejor que sigas fingiendo que eres una muchacha. Cúbrete el rostro y la cabeza y no te quites el velo por nada. Y ten la boca cerrada. Guarda silencio y deja que yo me encargue de hablar. Eso va por todos —añadió, dirigiendo una expresiva mirada a la enana.
Grundle soltó un bufido e irguió la cabeza con desdén. Había colocado el hacha de guerra entre las piernas y estaba dando nerviosos golpecitos con las yemas de los dedos en el mango del arma. Ésta le recordó algo a Haplo.
—¿Hay más armas a bordo? Armas pequeñas, como cuchillos, navajas...
Grundle soltó otro bufido, con aire de mofa.
—Los cuchillos son para los elfos. Los enanos no usamos armas tan insignificantes.
—Pero tenemos cuchillos a bordo —apuntó Alake—. En la cocina.
—Cuchillos de cocina... —murmuró Haplo—. ¿Son pequeños y afilados? ¿Podría Devon esconder uno de ellos en el cinto? ¿Podrías tú esconder otro... en alguna parte? —preguntó, indicando las ropas ajustadas al cuerpo que llevaba la humana.
—¡Pues claro que están afilados! —aseguró Grundle con voz indignada—. ¡No ha llegado el día en que un enano fabrique un cuchillo romo! Pero podría ser tan afilado como la hoja de esta hacha y, a pesar de ello, ser incapaz de penetrar en el pellejo de esas bestias horribles.
Haplo guardó silencio, tratando de encontrar la manera más sencilla y suave de decir lo que tenía en mente.
—No estaba pensando en utilizarlos contra las serpientes dragón —dijo por fin. Y no añadió nada más, esperando que los mensch captaran a qué se refería.
Y así fue... al cabo de un momento.
—¿Quieres decir —apuntó Alake con sus ojos negros abiertos como platos— que los llevemos para usarlos contra..., contra...? —Tragó saliva, sin terminar la frase.
—... contra vosotros mismos —la ayudó Haplo, optando por ser enérgico e ir al grano—. A veces, la muerte puede ser una buena amiga.
—Lo sé —respondió Alake con un escalofrío—. He visto morir a mi gente.
—Y yo he visto a un elfo torturado por las serpientes dragón —terció Devon.
Grundle, por una vez, no dijo nada. Incluso la irritable enana parecía alicaída. Devon exhaló un profundo suspiro y añadió:
—Entendemos lo que nos propones y te agradecemos la intención, pero no estoy seguro de que pudiéramos...
«Podréis —le respondió Haplo en silencio—. Cuando el horror y la agonía y el tormento se hagan insoportables, desearéis desesperadamente poner fin a vuestros sufrimientos.»
Pero ¿cómo podía decirles tal cosa? Aquellos tres mensch eran unos chiquillos, reflexionó con amargura. Aparte de una astilla clavada en el pie, de una caída o de un coscorrón en la cabeza, ¿qué sabían ellos de dolores y de padecimientos?
—¿Podrías...? —Devon se humedeció los labios, mientras hacía un supremo esfuerzo por demostrar valentía—. ¿Podrías... enseñarnos cómo? —Dirigió una rápida mirada a las dos muchachas que lo flanqueaban—. No sé si será el caso de Alake y de Grundle, pero yo nunca he tenido que..., que hacer nada parecido. Estoy bastante seguro de que metería la pata —añadió con una sonrisa desconsolada.
—No necesitamos cuchillos —intervino Alake—. Había pensado no decir nada, pero he traído conmigo ciertas hierbas que, empleadas en pequeñas dosis, se utilizan para aliviar dolores. Pero si una masca una hoja entera...
—...te lleva, muy aliviada, a la otra vida —terminó la frase Grundle, y contempló a la humana con envidiosa admiración—. No sabía que fueras capaz de una cosa así, Alake. —De pronto le vino a la mente una pregunta—: ¿Pero qué significa eso de que no pensabas decir nada?
—Lo habría hecho —respondió Alake—. Os habría ofrecido la posibilidad de usarlas. Como he dicho —añadió suavemente, alzando sus ojos negros a Haplo—, he visto cómo moría mi gente.
Y, en aquel momento, Haplo comprendió que la humana se había enamorado de él.
Saberlo no lo ayudó en absoluto a sentirse mejor. Si acaso, lo hizo sentirse peor. Era sólo una maldita fuente más de preocupaciones. De todos modos... ¿por qué se había de preocupar? ¿Qué importaba si rompía o no el corazón de aquella infeliz humana? Al fin y al cabo, sólo era una mensch. Si acaso, a juzgar por el modo en que la muchacha lo miraba, el patryn tendría que revisar su idea de estar tratando con una niña.
—Bien. Has hecho muy bien, Alake —dijo pues, en un tono lo más frío y desapasionado posible—. ¿Tienes esas hierbas escondidas donde las serpientes dragón no puedan encontrarlas?
—Sí, las tengo en mi...
—¡No! —Haplo alzó una mano—. No lo digas. Si los demás no lo sabemos, esas criaturas no podrán sonsacárnoslo. Manten ese veneno a salvo, y guarda el secreto.
Alake asintió con aire solemne y continuó mirándolo con ojos cálidos y límpidos.
«No te hagas esto a ti misma —quiso decirle Haplo—. Es imposible.»
Tal vez debería decírselo. Tal vez era lo mejor que podía hacer. Pero ¿cómo explicárselo? ¿Cómo hacerle entender que, en el Laberinto, enamorarse era autoinfligirse deliberadamente una herida? Nada bueno podía resultar del amor. Nada, salvo la muerte y un amargo pesar y una soledad vacía.
¿Y cómo podía explicarle que un patryn jamás podría amar en serio a una mensch? Por lo que Haplo sabía de los tiempos anteriores a la Separación, había ocasiones en las que patryn, tanto de un sexo como de otro, habían encontrado placer en la compañía de los mensch. Tales relaciones eran seguras
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y entretenidas. Pero aquello había sido hacía mucho tiempo. Ahora, su pueblo se tomaba la vida mucho más en serio.
Alake bajó los ojos y entreabrió los labios en una sonrisa tímida. Haplo se dio cuenta de que había estado mirándola fijamente y de que la muchacha, sin duda, se estaría haciendo una impresión errónea.
—Ahora, largaos de aquí —añadió ásperamente—. Volved a vuestros camarotes y preparaos. No creo que tengamos que esperar mucho. Devon, será mejor que cojas uno de esos cuchillos, para mayor seguridad. Tú también, Grundle.
—Os enseñaré dónde están —se ofreció Alake.
Al marcharse, se volvió hacia Haplo con una sonrisa y le lanzó una mirada de soslayo con una caída de sus largas pestañas. Después, abrió la marcha por el pasadizo.
Devon siguió sus pasos. Mientras salía, el elfo estudió a Haplo y su mirada se hizo, de pronto, fría y sombría. Sin embargo, no dijo nada. Fue Grundle quien se detuvo en el umbral de la puerta, con la mandíbula inferior echada hacia adelante y las patillas encrespadas.
—La has herido —dijo la enana, levantando su pequeño puño en gesto de amenaza— y por eso, con serpientes dragón o sin ellas, voy a matarte.
—Me parece que tienes otros asuntos de los que ocuparte —replicó Haplo sin alterarse.
—¡Hum! —exclamó Grundle con desdén, y meneó la cabeza haciendo que las patillas se mecieran a un lado y otro. Luego, volviéndole su diminuta espalda, abandonó la estancia con pesadas zancadas, cargando al hombro el hacha de guerra.
—¡Maldita sea! —exclamó Haplo, y cerró de un portazo.
El patryn deambuló por su pequeño camarote urdiendo planes, descartándolos y tramando otros distintos. Estaba ya llegando al punto de admitir que todo aquello no tenía pies ni cabeza, que estaba tratando inútilmente de controlar algo sobre lo que no tenía el menor control, cuando la estancia se vio sumida de pronto en una completa oscuridad.
Haplo se quedó paralizado donde estaba, ciego y desorientado. El sumergible topó con algo y la sacudida lo mandó por los aires hasta chocar contra una de las paredes. Un ruido rechinante que procedía de debajo lo llevó a imaginar que la embarcación había varado.
El sumergible se meció a un lado y otro, varió de dirección, se escoró a un costado y, por fin, pareció quedar en equilibrio. Entonces, cesó todo ruido y todo movimiento.
Haplo se quedó absolutamente quieto, conteniendo la respiración y aguzando el oído.
El camarote ya no estaba a oscuras. Los signos mágicos de su piel despedían un brillante resplandor azul que bañaba su persona y todos los objetos de la pequeña cabina con una luz trémula y fantasmagórica. Haplo sólo recordaba una ocasión en que las runas hubieran reaccionado con tanta intensidad a un peligro; había sido en el Laberinto, cuando había tropezado accidentalmente con la caverna de un dragón de sangre, la más temida de todas las temibles criaturas que problaban aquel lugar infernal.
En aquella ocasión había dado media vuelta y había huido a toda prisa, había corrido hasta que los músculos de sus piernas se le habían agarrotado y el dolor de los pulmones se había hecho insoportable, había corrido hasta saltársele las lágrimas de dolor y agotamiento, e incluso entonces había seguido corriendo un rato más. Ahora, el cuerpo volvía a decirle que echara a correr...
Contempló los signos mágicos iluminados y percibió aquella sensación de hormigueo casi enloquecedora que lo incitaba a ponerse en acción. Pero las serpientes dragón no lo habían amenazado. Habían hecho precisamente lo contrario: le habían prometido —al menos, había parecido una promesa— vengarse de un antiguo enemigo.
—Podría ser una trampa —razonó en un susurro—. Un truco para atraerme aquí. Pero ¿por qué?
Estudió de nuevo las runas de su piel y se sintió reconfortado. Se sentía fuerte, y su magia volvía a ser poderosa como siempre. Si se trataba de una trampa, aquellas serpientes dragón iban a descubrir que habían picado demasiado alto...
Unos gritos, unas exclamaciones y unas pisadas sacaron a Haplo de sus reflexiones.
—¡Haplo! —Era Grundle, dando alaridos.
El patryn abrió la puerta. Los tres mensch venían hacia él, corriendo por el pasadizo. Alake iluminaba el camino, portando en la mano un quinqué en cuyo interior había una especie de criatura con aspecto de esponja que despedía una brillante luz blanca.
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Los mensch parecieron considerablemente sorprendidos al ver a Haplo, cuya piel refulgía con la misma intensidad que el quinqué. Los tres se detuvieron tropezando unos con otros, se apretujaron y lo contemplaron con admiración y temor.
Haplo pensó que, en aquella oscuridad y con las runas brillando tan intensamente, debía de constituir un espectáculo maravilloso.
—Bueno..., supongo que no necesitamos esto —apuntó Alake con un hilillo de voz, y soltó el quinqué. Este cayó al suelo con un estrépito que atravesó a Haplo como un puñal afilado.
—¡Silencio! —siseó.
El trío tragó saliva, asintió e intercambió unas miradas asustadas.
Probablemente, los mensch pensaban que las serpientes dragón los estaban espiando. Y era muy posible que así fuera, se dijo Haplo lúgubremente. Todos sus instintos más entrenados e innatos le advertían que pisara con suavidad, que caminara con cautela.
Con un gesto de la mano, les indicó que se acercaran. Los mensch avanzaron por el pasillo, esforzándose por no hacer ruido. A Alake le tintineaban los abalorios de la ropa, las pesadas botas de Grundle retumbaban sobre la cubierta con un sonido hueco y Devon se enredó con la falda, tropezó y fue a golpearse contra la pared.
—¡Silencio! —exigió Haplo en un susurro iracundo—. ¡No os mováis!
Los mensch se quedaron paralizados. Haciendo menos ruido que la oscuridad, Haplo llegó junto a Grundle e hincó la rodilla a su lado.
—¿Sabes qué ha sucedido? La enana asintió y abrió la boca.
Haplo la atrajo hacia sí y se señaló la oreja. Las patillas de Grundle le cosquillearon en la mejilla.
—Creo que hemos entrado en una caverna. Haplo reflexionó. Sí, aquello tenía sentido, y explicaría la súbita oscuridad.
—¿Crees que estamos en el lugar donde viven las serpientes dragón? —preguntó Alake, que se había deslizado hasta colocarse al lado de Haplo. Pese a la firmeza de su voz, el patryn percibió el temblor del esbelto cuerpo de la humana.
—Sí, las serpientes dragón están aquí —respondió Haplo, echando una ojeada a los signos mágicos que brillaban en sus manos.
Alake se acercó aún más a él. Devon exhaló un profundo suspiro tembloroso y apretó los labios. Grundle refunfuñó y frunció el entrecejo.
No hubo gritos, ni lágrimas, ni pánico. Haplo, a regañadientes, tuvo que reconocer que aquellos jóvenes mensch eran valerosos.
—¿Qué hacemos? —inquirió Devon, poniendo todo su empeño en evitar que se le quebrara la voz.
—Nos quedaremos aquí —respondió Haplo—. No iremos a ninguna parte ni haremos nada; sólo esperar.
—No vamos a tener que esperar mucho tiempo —apuntó Grundle.
—¿Qué? ¿Por qué no? —inquirió el patryn.
Como respuesta, la enana señaló algo por encima de sus cabezas. Haplo miró hacia arriba. El leve resplandor de su piel iluminaba los tablones de madera que formaban el techo. La madera estaba húmeda y reluciente. Una gota de agua cayó al suelo a los pies de Haplo. A esa gota siguió otra, y otra más.
—La nave se está resquebrajando —anunció Grundle, y enseguida frunció el entrecejo—. Pero los sumergibles enanos no se resquebrajan. Debe de ser cosa de las serpientes.
—Nos están obligando a abandonar la nave —dijo Alake—. Tendremos que nadar, Grundle. Pero no te preocupes: Devon y yo te ayudaremos.
—No estoy preocupada —respondió la enana, y volvió su mirada a Haplo.
Por primera vez en su vida, el patryn conocía el terror en estado puro, debilitador e incapacitante. Aquel miedo lo privaba de la facultad de pensar, de razonar. No podía hacer nada sino contemplar con terrible fascinación el agua que se acercaba cada vez más a sus pies.
¡Nadar! Casi se echó a reír. ¡De modo que, finalmente, era una trampa! Lo habían atraído allí y luego se habían ocupado de dejarlo impotente.
El agua le salpicó el brazo. Haplo retrocedió y se secó rápidamente, pero era demasiado tarde. Donde el agua del mar le había tocado la piel, el fulgor de las runas se apagó. El nivel del agua seguía subiendo y le lamía la puntera de las botas, y el patryn percibió que el círculo de su magia empezaba a agrietarse y a desmoronarse lentamente.
—¡Haplo! ¿Qué sucede? —gritó Alake.
Una sección del casco cedió a la presión. Los maderos se quebraron y saltaron hechos astillas, y el agua penetró por el agujero como una cascada. El elfo resbaló y cayó bajo el torrente. Alake, agarrada a una viga del techo, cogió a Devon por la muñeca y lo salvó de ser arrastrado pasillo abajo. El elfo se incorporó tambaleándose.