Las hojas de bronce se habían cerrado herméticamente, sin dejar la menor rendija. Era como si se hubieran convertido en parte de la propia pared. Alfred se quedó totalmente perplejo. Ningún edificio le había hecho algo semejante en su vida. Continuó observando la puerta con atención, a la espera de que se iluminara alguna runa para indicarle que estaba intentando salir por un acceso reservado a entrada y que debía dirigirse a la salida trasera.
Pero no apareció ninguna indicación semejante. No apareció indicación de ningún tipo.
Cada vez más inquieto, Alfred entonó con voz temblorosa unas runas que deberían haber abierto la puerta y haberle proporcionado una escapatoria.
Las runas se iluminaron levemente y volvieron a apagarse. La puerta estaba dotada de una magia negativa. Cualquier hechizo que lanzara contra ella sería contrarrestado al instante por un hechizo negativo de idéntica fuerza.
Alfred continuó avanzando a tientas en la profunda penumbra, buscando una salida. Le pisó el rabo al perro, se dio con la espinilla contra un banco de mármol y se hizo daño en las yemas de los dedos en un intento de abrir lo que creyó que podía ser otra puerta, pero que resultó ser un simple defecto de uno de los bloques de mármol.
Al parecer, quien entraba en aquel edificio estaba destinado a permanecer en él. Resultaba extraño, muy extraño. Alfred tomó asiento en el banco para reflexionar sobre ello.
Era cierto que los signos mágicos del exterior advertían que no se entrara, pero no formulaban una prohibición tajante. También era cierto que no tenía ningún asunto pendiente allí dentro, y que no había obtenido el permiso del Consejo para cruzar la puerta.
—Sí, me he saltado las advertencias —le dijo al perro mientras lo acariciaba para mantenerlo cerca de él; la presencia del animal a su lado le proporcionaba cierto consuelo—, pero no puedo haber cometido un acto tan grave; de lo contrario, seguro que habrían puesto en la puerta unos hechizos mucho más poderosos que impidieran rotundamente el paso a los no autorizados, y es evidente que la gente frecuenta este lugar. Al menos, lo frecuentaba en el pasado.
»Y el hecho de que no aparezca ninguna indicación de otra salida —continuó sus reflexiones en voz alta— debe de significar que esa otra salida existe y que todo el que entraba aquí sabía dónde estaba. La salida era conocida por todos y por eso no se molestaron en señalarla. Como es lógico, yo no sé dónde está porque soy forastero, pero debería ser capaz de encontrarla. Quizas haya alguna puerta en el lateral o en la pared del fondo del edificio.
Un poco más animado, Alfred entonó una runa de luz cuyos trazos aparecieron en el aire sobre su cabeza (ante la absoluta fascinación del perro) y se encaminó hacia el interior del recinto.
Ahora que había más claridad, el sartán pudo hacerse una imagen mucho más precisa del lugar en el que estaba. Era un pasadizo que corría paralelo a la fachada de extremo a extremo y, según dedujo mientras avanzaba, luego doblaba en ángulo recto y seguía a lo largo de la pared lateral. Una luz mortecina se filtraba a través de varias claraboyas abiertas en el techo; unas claraboyas que, según advirtió Alfred, necesitaban una buena limpieza.
El lugar le recordó uno de los juguetes de Bane, una caja que tenía en su interior otra más pequeña, y otra aún más pequeña dentro de ésta.
En el centro de la pared opuesta a la puerta de bronce por la que había entrado, descubrió por fin otra puerta que daba paso a la siguiente caja, más pequeña. Alfred estudió con detenimiento esta nueva puerta y las paredes que la enmarcaban, diciéndose a sí mismo que esta vez, si había alguna runa de advertencia sobre ella, haría caso del aviso. Sin embargo, la puerta estaba completamente lisa y no presentaba ningún signo mágico de advertencia o de consejo.
Alfred la empujó con suma cautela.
La puerta se abrió, girando con facilidad sobre unos goznes silenciosos. Penetró en la estancia, siempre con el perro pegado a él, y, cuando creyó que la abertura iba a cerrarse tras él, aseguró la puerta encajando un zapato debajo de ella como cuña. Cojeando, con un pie calzado y el otro no, avanzó unos pasos en el interior de la estancia y miró a su alrededor con asombro.
—Una biblioteca —murmuró para sí—. ¡Bah!, sólo es un almacén de libros.
Alfred no estaba muy seguro de qué había esperado encontrar allí (unos vagos pensamientos de bestias repulsivas con dientes largos y afilados habían acechado en lo más profundo de su mente antes de entrar) pero, desde luego, no era aquello. La sala era enorme, abierta y espaciosa. Una gran claraboya de cristal deslustrado amortiguaba el resplandor del sol y proporcionaba una luz con la que se podía leer sin hacerse daño a la vista. La zona central de la sala estaba ocupada por unas mesas y sillas de madera. En las paredes había grandes huecos taladrados en el mármol, y cada uno de ellos albergaba un montón ordenado de canutos dorados que contenían rollos manuscritos.
En aquella sala no había una mota de polvo y las paredes se hallaban adornadas con poderosas runas de conservación y protección destinadas a evitar que los documentos se deterioraran.
Alfred localizó una puerta en la pared del fondo.
—¡Ah! ¡Ahí está la salida!
Se encaminó hacia ella sin apresurar el paso, con el objeto de sortear el laberinto de mesas causando el menor daño posible a éstas y a sí mismo. Aun así, el avance le resultó difícil porque, mientras atravesaba la estancia, descubrió que los diversos compartimientos que contenían los documentos estaban rotulados y clasificados para facilitar el acceso a su contenido, y su atención no cesó de desviarse hacia ellos.
«El Mundo Antiguo.» Leyó los rótulos de los diversos apartados: «Artes..., Arquitectura..., Entomología..., Dinosaurios..., Fósiles..., Máquinas..., Psicología..., Religión..., Programa Espacial... (¿Espacial? ¿A qué se refería aquello? ¿A un espacio vacío? ¿A un espacio abierto?)... Tecnología..., Guerra...»
Alfred aminoró aún más el paso hasta detenerse. Después, dirigió una mirada en torno a él con creciente asombro. «Sólo un almacén de libros», se había dicho al entrar. ¡Qué estúpido había sido! Aquélla no era una biblioteca cualquiera. Era la biblioteca, la Gran Biblioteca de los sartán. En Ariano, los suyos la habían dado por perdida durante la Separación. Alfred se fijó en una de las paredes: «La Historia de los sartán», decía el rótulo. Y debajo, mucho menos extensa pero dividida en numerosos subapartados, vio «La Historia de los patryn».
De repente, Alfred tuvo que sentarse. Por suerte, cerca de donde estaba había una silla pues, de lo contrario, habría caído al suelo. Desapareció de su mente cualquier idea de marcharse de allí. ¡Qué riqueza! ¡Qué abundancia! ¡Qué fabuloso tesoro! Allí estaba la historia de un mundo que sólo conocía en sueños, un mundo que había existido completo y luego había sido violentamente desgarrado. Allí estaba la historia de su pueblo y la de su enemigo. Sin duda, allí estaban reflejados los hechos que habían conducido a la Separación, las reuniones del Consejo, las conversaciones...
—Podría pasarme aquí días enteros —murmuró para sí, aturdido y contento, más feliz de lo que recordaba haber estado en eones—. ¿Días? ¡Años!
Se sintió impulsado a expresar su homenaje a quienes habían puesto a salvo aquella cripta del conocimiento, a quienes tal vez habían sacrificado sus bienes personales más sagrados para poner a buen recaudo lo que sería de inmenso valor para las generaciones futuras. Puesto en pie otra vez, se dispuso a realizar una danza solemne (para gran diversión del perro) cuando una voz seca e irritada cortó de golpe su euforia.
—¡Debería haberlo sabido! ¿Qué haces aquí?
El perro se incorporó de un salto con los pelos del cuello erizados y empezó a lanzar frenéticos ladridos al vacío.
Alfred, sin aliento de puro pánico, se agarró débilmente a una mesa y miró a su alrededor con ojos desorbitados.
—¿Quién..., quién anda ahí...? —logró balbucear.
Una figura, luego otra, se materializaron delante de él.
—¡Samah! —Alfred exhaló un suspiro de alivio y se derrumbó de nuevo en la silla—. Ramu...
Sacó un pañuelo del sucio bolsillo y se secó el sudor de la calva.
El presidente del Consejo y su hijo avanzaron unos pasos hacia Alfred con expresión sombría y acusadora.
—Te lo repito, ¿qué haces aquí?
Alfred levantó la vista y empezó a temblar de pies a cabeza. El sudor se le heló en la piel. Samah estaba visible y peligrosamente furioso.
—Yo... buscaba la..., la salida... —respondió Alfred, sumiso.
—Sí, supongo que es verdad lo que dices. —El tono del Consejero era gélido y mordaz. Alfred se encogió al oírlo—. ¿Qué más andabas buscando?
—¿Yo? Nada...
—Entonces ¿por qué has entrado aquí, en la biblioteca? ¡Haz que se calle ese animal! —exclamó Samah.
Alfred extendió una mano temblorosa, cogió al perro por la pelambre del cuello y tiró de él para acercarlo a su pierna.
—No sucede nada, muchacho —dijo en voz baja, aunque se preguntó por qué habría de creerle el animal, cuando él mismo no estaba convencido de ello.
El perro se tranquilizó al contacto con Alfred; sus ladridos fueron sustituidos por un gruñido grave y ronco que salía de lo más profundo de su pecho. Sin embargo, sus ojos no se apartaron un segundo de Samah y en algunos momentos, cuando creía poder hacerlo impunemente, levantó el belfo para dejar a la vista sus dientes poderosos y afilados.
—¿Por qué has entrado en la biblioteca? ¿Qué andabas buscando? —repitió la pregunta Samah. Esta vez, acompañó la pregunta con un enérgico puñetazo sobre la mesa que hizo temblar por igual a ésta y a Alfred.
—¡Ha sido un accidente! He..., he entrado aquí sin querer. Es decir... —se corrigió, encogiéndose bajo la mirada colérica de Samah—, entré en el edificio por un motivo. Tenía calor, ¿sabes?... y la sombra... Me refiero a que no sabía que existiera una biblioteca... y tampoco sabía que no debía entrar aquí...
—En la puerta hay unas runas de prohibición. Al menos, estaban aún la última vez que miré —declaró Samah—. ¿Les ha sucedido algo?
—No —reconoció Alfred, tragando saliva—. Las he visto. Sólo me proponía echar un rápido vistazo al interior. La curiosidad. Es un defecto terrible que tengo. Entonces..., en fin, di un traspié y caí en el interior; luego, el perro me saltó encima y, con los pies, debí de..., es decir, creo que probablemente..., no estoy seguro de cómo, pero supongo que..., que le di un empujón a la puerta y se cerró —terminó de explicar con expresión abrumada.
—¿Accidentalmente?
—¡Sí, sí, desde luego! —aseguró Alfred—. Fue totalmente... accidental. —Notó la boca seca. Todo él estaba seco. Carraspeó y añadió—: Y..., y luego no podía encontrar la salida, de modo que, buscándola, he llegado hasta aquí...
—No existe ninguna salida —lo cortó Samah.
—¿No? —Alfred parpadeó como un búho sobresaltado.
—No. A menos que uno tenga el sello que sirve de llave, y yo soy el único que lo tiene. Para usarlo, es preciso pedírmelo.
—Yo... lo siento —tartamudeó Alfred—. Me he dejado llevar por la curiosidad, pero no pretendía causar ningún mal.
—La curiosidad... Un defecto de los mensch. Debería haber sabido que se te había contagiado. Ramu, comprueba que todo sigue en el debido orden.
Ramu se apresuró a obedecer. Alfred mantuvo la cabeza gacha y la vista vuelta hacia otra parte, hacia cualquier parte, para evitar cruzarla con la de Samah. Observó al perro, que no dejaba de gruñir. Miró a Ramu y advirtió, sin prestar atención, que se encaminaba directamente a cierto compartimiento situado bajo el rótulo de «La Historia de los sartán» y lo examinaba detenidamente, tomándose incluso la molestia de emplear la magia para comprobar si había rastros de la presencia de Alfred en las proximidades.
En aquel momento, abrumado y pesaroso, Alfred no sacó ninguna conclusión de lo que veía, aunque se fijó en que Ramu dedicaba mucho menos tiempo a comprobar los demás compartimientos, la mayoría de los cuales ni siquiera merecieron una mirada del sartán, hasta llegar a los marcados con el rótulo de «Los patryn». Éstos también los examinó con detalle.
—No ha llegado a acercarse —informó Ramu a su padre—. Probablemente, no le ha dado tiempo a hacer gran cosa.
—¡No tenía intención de hacer nada! —protestó Alfred, que empezaba a perder el miedo. Cuantas más vueltas le daba, más se convencía de que tenía derecho a sentirse enfadado por el trato de que era objeto. Se irguió y miró a Samah cara a cara con aire digno—. ¿Qué pensabas que iba a hacer? ¡Sólo he entrado en una biblioteca! ¿Desde cuándo me está prohibido el acceso a los conocimientos y al saber de mi pueblo? ¿Por qué les está vedado a los demás? —Un pensamiento le cruzó por la mente—. ¿Y vosotros? ¿Qué estáis haciendo aquí vosotros? ¿Cómo es que te has presentado aquí, Samah, a menos que supieras que me encontrarías...? ¡Eso es! ¡Claro que lo sabías! Tienes algún tipo de alarma que...
—Por favor, hermano, cálmate —respondió Samah en tono apaciguador. De pronto, su cólera parecía haber desaparecido como la lluvia cuando sale el sol. Incluso inició el gesto de posar una mano en el brazo de Alfred con ánimo conciliador. El movimiento no pareció gustarle al perro, que situó su cuerpo entre Alfred y el presidente del Consejo en actitud protectora.
Samah dirigió una mirada gélida al animal y retiró la mano.
—Parece que tienes un guardaespaldas.
Alfred, sonrojado, intentó apartar a un lado al perro.
—Lo siento. El animal...
—No, no, hermano. Soy yo quien debe presentar disculpas. —Samah meneó la cabeza y lanzó un suspiro desconsolado—. Orla dice que trabajo demasiado y tengo los nervios alterados. Me he excedido en mi reacción. He olvidado que eres forastero y no tenías modo de conocer nuestras normas respecto de la biblioteca.
«Naturalmente, está abierta a todos los sartán. No obstante, como puedes observar —señaló con la mano la sección dedicada a la historia antigua—, algunos de estos documentos son muy viejos y frágiles. Sería un riesgo inaceptable, por ejemplo, dejarlos al alcance de los niños. O de los que quisieran hojearlos por mera curiosidad. Estos curiosos, sin darse cuenta y sin pretender causar el menor daño, por supuesto, podrían provocar pese a todo algún destrozo irreparable. No creo que puedas culparnos por querer saber quién entra en nuestra biblioteca.