El Mago De La Serpiente (30 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago De La Serpiente
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La serpiente dragón exhaló un suspiro, alzó la cabeza y miró a sus congéneres con orgullo.

—Podríamos haber acompañado a los mensch. Ellos nos suplicaron que lo hiciéramos, para protegerlos de las ballenas y otras temibles criaturas de las profundidades traídas aquí por los sartán para mantener a raya a los mensch. Pero nosotros sabíamos que éramos lo único que podía interponerse entre los mensch y la furia de los sartán y por eso decidimos quedarnos, aunque ello significaba disponerse a sufrir.

«Salvamos a los mensch e impedimos que los sartán huyeran a través de la Puerta de la Muerte. El hielo se cerró sobre ellos y sobre nosotros. Samah y los suyos no tuvieron más remedio que buscar refugio en el Sueño. Nosotros entramos en hibernación, convencidos de que un día el sol marino volvería hacia aquí. Entonces, nuestros enemigos despertarían y nosotros, también.

—Pero, entonces, ¿por qué habéis atacado a los mensch, Regio? En la época de la que me hablas, fuisteis sus salvadores.

—Sí, pero de eso hace ya muchísimo tiempo. Ahora, los mensch han olvidado por completo quiénes somos y el sacrificio que hicimos. —La serpiente dragón emitió un profundo suspiro y apoyó de nuevo la cabeza sobre los anillos de su cuerpo—. Supongo que deberíamos haber tenido en cuenta el paso del tiempo y haber hecho concesiones, pero estábamos emocionados de haber regresado a este hermoso mundo, e impacientes por entrar en contacto con los descendientes de aquellos por cuya salvación lo habíamos arriesgado todo.

»Nos presentamos ante los mensch demasiado de improviso, sin avisar. Y reconozco que no tenemos un aspecto demasiado encantador. Según tengo entendido, nuestro olor resulta ofensivo y nuestro tamaño intimida. Los mensch reaccionaron con un miedo terrible y nos atacaron. Dolidos ante tamaña ingratitud, lamento decir que les respondimos. A veces, no somos conscientes de nuestra propia fuerza.

La serpiente dragón suspiró de nuevo. Sus congéneres, profundamente afectados, emitieron murmullos de pesar y bajaron la cabeza hasta la arena.

—Cuando tuvimos ocasión de reflexionar sobre el tema con más calma, reconocimos enseguida que gran parte de culpa de lo sucedido había sido nuestra. Aun así, ¿cómo podíamos rectificar lo hecho? Si nos acercábamos de nuevo a los mensch, ellos no harían sino redoblar sus esfuerzos por matarnos. Así pues, decidimos hacer venir a los mensch hasta nosotros. Uno de cada raza, una hija de cada una de las casas reales. Si lográbamos convencer a estas gentiles damiselas de que no pretendíamos causarles ningún mal, ellas volverían a sus pueblos, les presentarían nuestras disculpas y el malentendido quedaría aclarado. Y volveríamos a vivir en paz y armonía.

¿Grundle, una gentil damisela?. Haplo reprimió una risilla al pensarlo, pero no dijo nada y dejó de lado el comentario, al tiempo que apartaba de su mente cualquier duda que pudiera tener sobre la sinceridad de las palabras de la serpiente dragón.

Había partes del relato de ésta que no encajaban con la versión que le habían contado los mensch, pero tales detalles no importaban, en aquel momento. Lo importante era que había encontrado una oportunidad para descargar un golpe, un golpe efectivo, contra los sartán.

—La paz y la armonía están muy bien, Regio —respondió por fin, observando con cautela a la serpiente y escogiendo con cuidado sus palabras—, pero los sartán no las permitirán jamás. Cuando sepan que habéis regresado, harán cuanto puedan para destruiros.

—Tienes mucha razón —asintió la serpiente dragón—. Intentarán acabar con nosotros y esclavizar a los mensch, pero ¿qué podemos hacer para evitarlo? Quedamos muy pocos de mi raza, pues muchos no han sobrevivido a la hibernación. Y los sartán, según nos han contado nuestros espías, los gushnis,
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son más fuertes que nunca. Han recibido refuerzos a través de la Puerta de la Muerte.

—Refuerzos... —Haplo meneó la cabeza en gesto de negativa—. Eso es imposible...

—Uno de ellos, por lo menos, ha aparecido en Chelestra —insistió la serpiente dragón con toda rotundidad—. Un sartán que viaja libremente a través de la Puerta de la Muerte para visitar otros mundos. Ese sartán se disfraza de mensch y se hace llamar por un nombre mensch. Finge ser torpe e incapaz, pero nosotros sabemos quién es en realidad. Es ese al que llamamos el Mago de la Serpiente. Y es mucho más poderoso que el propio Samah.

La serpiente dragón entrecerró los ojos.

—¿De qué te ríes, patryn?

—Lo siento, Regio —respondió Haplo con una sonrisa—, pero conozco a ese sartán del que hablas y no es necesario que te preocupes por él. Su torpeza y su ineptitud no son ficticias, sino auténticas. Y no viaja a través de la Puerta de la Muerte. Lo más probable es que cayera por ella, accidentalmente.

—¿No es un mago poderoso?

Haplo señaló la cueva con un gesto del pulgar.

—Los mensch de ahí dentro lo son más que él.

—Tus palabras me desconciertan —declaró la serpiente dragón, con una voz que parecía verdaderamente sorprendida. La criatura dirigió una mirada de sus ojos verderrojizos a sus congéneres—. Toda la información de que disponemos nos lleva a creer precisamente lo contrario. Ese sartán es el Mago de la Serpiente.

—Pues vuestra información es errónea —aseguró Haplo, meneando de nuevo la cabeza e incapaz de contener una nueva carcajada. ¡Alfred, un Mago de la Serpiente! Fuera esto lo que fuese, seguro que el desmañado Alfred no lo era.

—Vaya, vaya, vaya. Bueno, bueno, bueno —musitó la serpiente dragón—. Eso requiere ciertas reflexiones. Pero parece que nos hemos desviado del tema que hablábamos. Yo había preguntado qué se podía hacer con los sartán. Y me parece que tú tienes la respuesta.

Haplo se acercó varios pasos más a la serpiente dragón, sin hacer caso del leve resplandor de advertencia de los signos mágicos tatuados en su piel.

—Estas tres razas de mensch se llevan muy bien. De hecho, estaban disponiéndose a unir sus fuerzas para lanzarse a la guerra contra vosotros. ¿Y si lográramos convencerlas de que tienen un enemigo más peligroso?

La serpiente abrió mucho los ojos, el fulgor verderrojizo se volvió completamente rojo y adquirió una intensidad cegadora. Haplo entrecerró los párpados y se vio obligado a protegerse del resplandor cubriéndose los ojos con una mano.

—Pero esos mensch son amantes de la paz. No querrán combatir.

—Tengo un plan, Regio. Créeme: si el asunto afecta a su supervivencia como raza, lucharán.

—Capto las líneas generales de ese plan en tu mente y tienes razón. Dará resultado. —La serpiente dragón cerró los ojos y bajó la cabeza—. Ciertamente, Haplo, vosotros los patryn merecéis ser los amos del mundo. Nos inclinamos ante ti.

Todas las serpientes dragón postraron la cabeza en la arena y agitaron sus cuerpos gigantescos en señal de homenaje y acatamiento. De pronto, Haplo se sintió exhausto, tan agotado que se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo.

—Ahora, ve a gozar de tu merecido descanso —le susurró la serpiente dragón.

Haplo avanzó a través de la arena arrastrando los pies, en dirección a la oquedad que daba refugio a los mensch. No recordaba haberse sentido tan cansado en toda su vida y pensó que debía de ser un efecto de la pérdida de su magia. Penetró en la cueva, dirigió una mirada a los mensch, les aseguró que estaban a salvo y se dejó caer al suelo, donde se sumió en un sopor profundo y carente de sueños.

El rey de las serpientes dragón descansó cómodamente la cabeza sobre los anillos de su cuerpo, una vez más, mientras sus ojos continuaban despidiendo su fulgor verderrojizo.

CAPÍTULO 16

SURUNAN

CHELESTRA

Alfred, acompañado del perro, abandonó la reunión del Consejo tan pronto como pudo y se dedicó a vagar por las calles de Surunan. La alegría que le había producido encontrar aquel nuevo reino se había borrado de su corazón. Su vista se paseó por una exhibición de belleza que ya no lo conmovía; su oído captó palabras que eran pronunciadas en su propio idioma, pero que le sonaban extranjeras. Todo él se sentía un extraño en lo que debería haber sido su casa.

—¡Encontrar a Haplo! —murmuró al perro; éste, al escuchar el nombre de su querido amo, empezó a soltar gañidos de impaciencia—. ¿Cómo esperan que lo encuentre? ¿Y qué voy a hacer con él cuando lo tenga delante?

Aturdido y confuso, deambuló sin rumbo por las calles.

—¿Cómo voy a dar con tu amo si ni siquiera tú eres capaz de localizarlo? —preguntó al perro, que le dirigió una mirada comprensiva pero fue incapaz de proporcionarle una respuesta. Alfred soltó un gruñido—. ¿Por qué se niegan a entenderme? ¿Por qué no me dejan en paz?

De pronto, se detuvo y miró a su alrededor. Había caminado más de lo que tenía pensado y había llegado más lejos que en ninguno de sus paseos anteriores. Al advertirlo, se preguntó con el ánimo sombrío si su cuerpo, como de costumbre, habría resuelto huir de aquel lugar y no se había molestado en informar a su cerebro de la decisión.

«Sólo queremos interrogar al patryn», habían sido las palabras de Samah, y el Gran Consejero no le mentiría. No podía mentirle. Un sartán no podía mentirle a otro bajo ninguna circunstancia.

—¿Por qué, entonces, no confío en Samah? —preguntó Alfred al perro con un lamento—. ¿Por qué me merece más confianza la palabra de Haplo que la suya?

El perro no le supo responder.

—Tal vez Samah tiene razón —prosiguió, presa del abatimiento—. Es posible que el patryn me trastornara, aunque no estoy seguro de que Haplo y los suyos tengan el poder necesario para ello. No he oído nunca de un sartán que cayera víctima de un encantamiento patryn, pero supongo que cabe tal posibilidad. —Se pasó la mano por la calva y exhaló un suspiro—. Sobre todo, conmigo.

El perro se convenció de que, finalmente, Alfred no iba a hacer aparecer de la nada a Haplo. Jadeante de calor, el animal se dejó caer en el suelo a los pies del sartán.

Alfred, también acalorado y fatigado, miró en torno a sí en busca de un rincón donde poder descansar. No lejos de donde estaba vio un edificio cuadrado, no muy grande, realizado con el eterno mármol blanco que tanto apreciaban los sartán y que Alfred empezaba a encontrar un poco aburrido. Un pórtico cubierto, sostenido por innumerables columnas de mármol blanco, rodeaba las paredes exteriores y le proporcionaba el aspecto serio y firme de un edificio público, y no el aire más relajado de una residencia privada.

Lo único extraño era que estuviese tan lejos de los demás edificios públicos, que se apiñaban en su mayoría en el centro de la ciudad, se dijo Alfred mientras se aproximaba a él. El frescor del pórtico en sombras ofrecía un agradable refugio donde protegerse del radiante sol que brillaba permanentemente sobre la ciudad sartán. El perro avanzó a su lado, al trote.

Cuando llegó al porche, Alfred se llevó la decepción de no encontrar en él ningún banco donde poder sentarse a descansar. Suponiendo que habría alguien en el interior del edificio, esperó a que sus ojos se acostumbraran a las sombras y procedió a leer las runas grabadas en la gran puerta doble de bronce que daba acceso al lugar.

Para su desconcierto y sorpresa, descubrió unas runas de advertencia. No eran unos signos mágicos muy poderosos, sobre todo en comparación con los que habían intentado impedirles el acceso a la Cámara de los Condenados de Abarrach.
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Las runas que ahora contemplaba eran mucho más moderadas y se limitaban a informar de modo amistoso que lo mejor, lo más educado y acertado que podía hacer era marcharse. Y también indicaban que, si tenía algún asunto que tratar en el interior del edificio, debía solicitar al Consejo el permiso para entrar.

Cualquier otro sartán —Samah, por ejemplo, u Orla—, se habría limitado a sonreír, asentir y, de inmediato, dar media vuelta y alejarse. Alfred también quiso hacerlo. Tenía toda la intención de hacer precisamente aquello: dar media vuelta y marcharse.

De hecho, la mitad de su cuerpo llegó a hacerlo. Por desgracia, la otra mitad escogió aquel momento para decidir abrir la puerta un par de dedos y echar un vistazo al interior. Como consecuencia de ello, Alfred tropezó con sus propios pies, buscó apoyo en la puerta, ésta cedió y el sartán terminó en el suelo, boca abajo sobre el mármol cubierto por una capa de polvo.

Imaginando que se trataba de un juego, el perro entró tras el sartán y se puso a lamerle la cara y a mordisquearle las orejas con aire retozón.

Alfred se concentró en quitarse de encima al juguetón animal pero, al agitar brazos y piernas sobre el suelo polvoriento, empujó inadvertidamente la puerta con uno de los pies. La puerta se cerró con un estruendo que levantó una nube de polvo. Tanto Alfred como el perro se pusieron a estornudar.

Alfred aprovechó que el perro estaba ocupado con el polvo que se le había metido en el hocico y se apresuró a incorporarse. No sabía bien por qué, pero se había adueñado de él una profunda inquietud. Quizá se debía a la ausencia de luz. El interior del edificio no estaba envuelto en la oscuridad completa de la noche, sino en una penumbra lóbrega que desfiguraba las siluetas y convertía la cosa más normal en una forma extraña, irreconocible y, en consecuencia, siniestra.

—Será mejor que salgamos —dijo Alfred al perro. Éste, sin dejar de frotarse el hocico con las patas, estornudó otra vez y pareció considerar la propuesta una idea excelente.

El sartán se abrió paso a tientas en la penumbra hasta la puerta de doble hoja y se dispuso a abrirla, pero descubrió que no había tirador. Alfred estudió la puerta mientras se rascaba la cabeza.

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