—Sí —aseguró nuestra amiga, y el color le volvió a las pálidas mejillas— . Sé la importancia que tiene todo esto, Alake. No cederé. Y Devon lo comprenderá. Ya verás. Recuerda que es un príncipe. Sabe lo que significa tener una responsabilidad sobre su pueblo.
Le di un codazo a Alake en las costillas.
—Tengo cosas que hacer —dije bruscamente— , y no disponemos de mucho tiempo.
El sol marino seguía su curso más allá de la lejana playa en medio de la noche. El mar había tomado un color púrpura intenso, y los sirvientes revoloteaban por el palacio para encender las lámparas.
Sadia se levantó de la cama y comenzó a guardar el laúd en la funda. Era evidente que la conversación había concluido.
—Volveremos a encontrarnos aquí —dije.
Sadia asintió con frialdad. Me las arreglé para sacar del dormitorio a Alake, que aún parecía dispuesta a discutir. A través de la puerta cerrada, me llegó el sonido de la voz de Sadia que cantaba una canción élfica llamada «Señora Oscuridad», tan triste que partía el corazón.
—¡Devon nunca la dejará marchar! ¡Se lo contará todo a sus padres! —me siseó Alake al oído.
—Vendremos pronto —susurré— , y no le quitaremos ojo. Si se empeña en salir, se lo impediremos. Puedes hacerlo con tu magia, ¿no?
—Sí, claro. —Los ojos oscuros de Alake refulgieron— . Excelente idea, Grundle. No sé cómo no se me había ocurrido antes. ¿A qué hora volveremos a reunimos?
—La cena es dentro de un signo.
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Él se encuentra en el palacio. Se extrañará al ver que ella no aparece y vendrá a ver qué sucede. Eso nos concede cierto margen.
—¿Pero qué ocurrirá si ella le envía un mensaje para que acuda antes?
—No puede correr el riesgo de perderse la cena y afrentar a Eliason —expliqué.
Tenía cierto conocimiento del protocolo élfico porque había tenido que soportarlo durante mi estancia en el palacio. Alake también había vivido aquí pero, como es típico en los humanos, siempre había hecho lo que le venía en gana. Para ser justa con Alake, debo decir que habría sido capaz de morir de hambre antes de aguantar una cena élfica, que podía prolongarse durante ciclos, con pausas de varias horas entre plato y plato. Sin embargo, imaginé que Eliason tendría poco apetito aquella noche.
Alake y yo nos separamos y cada una volvió a su propia habitación. Caminé arriba y abajo por la habitación al tiempo que preparaba un pequeño fardo con mi ropa, cepillo de las patillas y otros enseres necesarios, como si me fuera de vacaciones a Phondra. La excitación y el riesgo de nuestros planes me hacían olvidar momentáneamente el horror en que iban a terminar. Sólo cuando llegó la hora de escribir a mis padres la carta de despedida se me ablandó el corazón.
Desde luego, mis padres no estarían en condiciones de leerla, pero había pensado escribir una nota al rey Eliason para que lo hiciera por ellos. Rompí varias páginas antes de conseguir plasmar lo que quería decir y, cuando lo hube logrado, estaban tan llenas de lágrimas que estaba segura de que nadie podría descifrar lo que había escrito. Rogué para que sirviera de consuelo a mis padres.
Cuando terminé, metí la carta en la bolsa de mi padre de accesorios para la barba, donde no la encontraría antes de que se hiciera de día. Después me deslicé hasta las habitaciones de invitados de mis padres y miré con cariño hasta la más pequeña de sus pertenencias y deseé con todo mi corazón verlos por última vez. Pero sabía muy bien que nunca podría engañar a mi madre, de modo que salí deprisa, mientras todavía cenaban, y me dirigí a la parte del palacio donde se encontraba el dormitorio de Sadia.
Necesitaba estar sola. Encontré un rincón tranquilo y me paré a rogarle al Uno fortaleza, guía y ayuda. Esto me reconfortó plenamente, y la sensación de paz que me invadió me indicó que estaba actuando de la forma correcta.
El Uno había querido que escucháramos aquella conversación. Él no nos abandonaría. Esos dragones serpiente podían ser diabólicos, pero el Uno es bueno. El Uno nos guiaría y nos protegería. Por mucho poder que tuvieran aquellas criaturas, no sobrepasarían el del Uno, a quien nosotros atribuimos la creación de este mundo y todo lo que hay en él.
Me sentía muchísimo mejor, y justo empezaba a preguntarme qué le habría ocurrido a Alake, cuando vi a Devon que se precipitaba ante mí en dirección a los aposentos de su amada. Salí del hueco con la esperanza de ver en qué cámara había entrado (por supuesto, no le estaba permitida la entrada en su dormitorio) y me tropecé con Alake.
—¿Por qué has tardado tanto? —la recriminé, furiosa, en un susurro— . Devon ya está aquí.
—Ritos mágicos —me dijo con solemnidad— . No puedo explicarlo.
Debía habérmelo imaginado. Escuché la voz preocupada de Devon y la de la duenna
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de Sadia que le explicaba que ésta se encontraba indispuesta, pero se reuniría con él en la salita, si tenía la amabilidad de esperar.
Devon se dirigió hacia allí y la puerta se cerró.
Alake entró corriendo en la salita; yo salí disparada tras ella, y nos deslizamos en la sala de música que daba al salón un instante antes de que aparecieran Sadia y su duenna.
—¿Te encuentras en condiciones, cariño? —La duenna rondaba a nuestra amiga como una gallina a su polluelo— . Tienes muy mal aspecto.
—Tengo un terrible dolor de cabeza —oímos contestar a Sadia con voz débil— . ¿Podrías traerme un poco de agua de lavanda para refrescarme las sienes?
Alake puso la mano sobre el muro de coral, murmuró unas palabras, y el trozo de pared que había bajo sus dedos se disolvió y se creó así un agujero lo suficientemente grande como para permitirle mirar a través de él. Hizo otro orificio a mi altura. Afortunadamente, los elfos tenían la costumbre de adornar sus habitaciones con mobiliario, jarrones, flores, pajareras y cosas por el estilo, de forma que estábamos bien escondidas, aunque yo tenía que atisbar entre las hojas de una palmera y Alake tenía el ojo pegado a un pájaro cantor.
Sadia se hallaba cerca de Devon, todo lo cerca que se consideraba apropiado en una pareja de prometidos. La duenna regresó con lamentables noticias.
—Pobrecita Sadia, se nos ha terminado el agua de lavanda. No entiendo cómo es posible. La botella estaba llena ayer.
—¿Serías tan buena de llenarla otra vez, Marabella? Me va a estallar la cabeza. —Sadia se puso la mano en la frente— . Creo que queda un poco en la habitación de mi madre.
—Me temo que está muy enferma —comentó Devon, angustiado.
—Pero la habitación de tu madre está al otro lado de la Gruta, y no debería dejaros solos a los dos...
—Sólo me quedaré un momento —aseguró el elfo.
—Por favor, Marabella —suplicó la princesa.
Sadia no había recibido una negativa en toda su vida. La duenna se retorció las manos indecisa. La muchacha soltó un débil gemido. Por fin, la señorita de compañía salió de la pieza. Teniendo en cuenta la cantidad de salas nuevas que se habrían abierto y las ramificaciones que se habrían producido entre los aposentos de Sadia y los de su madre, no esperaba que Marabella encontrara el camino de regreso antes del amanecer.
Nuestra amiga, con su voz melodiosa, comenzó a explicárselo todo a Devon.
No puedo describir la dolorosa escena que se produjo entre los dos. Habían crecido juntos y se habían amado a diario desde la infancia. El joven escuchó inmerso en una conmoción que se convirtió en furia, y protestó con vehemencia. Me sentí orgullosa de Sadia, que permanecía calmada y sin perder la compostura, a pesar de lo que sabía que estaba sufriendo, y este pensamiento me llenó de lágrimas los ojos.
—Me sentía moralmente obligada a contarte nuestro secreto, querido —explicó al tiempo que le tomaba las manos y lo miraba a los ojos— . Si quieres puedes detenernos, delatarnos. Pero sé que no lo harás porque eres un príncipe y comprendes que me sacrifico por el bien de nuestro pueblo. Y no me cabe duda, mi amor, de que tu sacrificio será más duro que el mío, pero estoy segura de que serás fuerte por mí, como yo lo soy por ti.
Devon cayó sobre sus rodillas, superado por la aflicción. Sadia se arrodilló a su lado y lo abrazó. Me aparté del agujero desde el que espiaba, amargamente avergonzada de mí misma.
Alake también se alejó del suyo y volvió a tapar los orificios con la mano y una palabra mágica. Generalmente se burlaba del amor, pero advertí que en esta ocasión no tenía nada que decir y parpadeaba deprisa.
Nos sentamos en la oscuridad de la sala de música sin atrevernos a encender una lámpara. Le expliqué entre susurros mi plan para hacernos con el barco, y ella lo aprobó. Su cara se puso seria cuando mencioné que no tenía ni idea de cómo gobernarlo.
—No creo que eso sea problema —sentenció, y adiviné enseguida lo que había querido decir con aquello.
Las serpientes dragón nos estarían esperando.
Me contó algo sobre los hechizos que se estudiaban en su nivel (acababa de ascender a la Tercera Casa, fuera lo que fuera). Yo sabía que se esperaba de ella que no hablara de sus conocimientos mágicos, y debo admitir que ni me interesaban ni acertaba a comprender nada, pero mi amiga lo hacía para que estuviéramos distraídas y no nos envolviera el pánico, y por eso escuché con fingida atención.
Entonces, oímos que se cerraba una puerta. Devon debía de haberse marchado. «Pobre muchacho», pensé, y me pregunté qué iría a hacer. Es bien sabido que los elfos enferman y mueren de pena, y tenía la certeza de que Devon no sobreviviría mucho tiempo a Sadia.
—Démosle unos minutos para que se recupere —dijo Alake con insólita consideración.
—No demasiado —advertí— . Los del castillo se irán a la cama dentro de un signo. Para entonces tenemos que haber salido de este laberinto, cruzado las calles y llegado al muelle.
Alake asintió y, después de unos momentos de tensión, ambas decidimos que no podíamos prolongar la espera y nos dirigimos hacia la puerta.
El corredor estaba oscuro y desierto. Habíamos planeado una historia verosímil para dar una explicación en caso de que nos tropezáramos con Marabella, pero no había ni rastro de la duenna ni de su agua de lavanda. Nos deslizamos hasta el dormitorio de Sadia, llamamos a la puerta con suavidad y la abrimos despacio.
Sadia se movía en la oscuridad de la habitación, mientras recogía sus cosas. Al oír que se abría la puerta, dio un brinco y a toda prisa se cubrió la cabeza con un velo antes de darse la vuelta para enfrentarse a nosotras.
—¿Quién está ahí? —susurró atemorizada— . ¿Marabella?
—Somos nosotras —la tranquilicé— . ¿Estás preparada?
—Sí, sí. Tardo sólo un instante.
Era obvio que estaba nerviosa porque tropezaba por la habitación como si nunca hubiera estado en ella. También le había cambiado la voz, pero pensé que la tenía ronca por el llanto. Desde la distancia se dirigió hacia nosotras y por el camino derribó una silla. Llevaba una bolsa de seda de la cual sobresalían encajes y cintas.
—Estoy preparada —declaró con voz apagada y se echó el velo sobre la cara, probablemente para ocultar los ojos y la nariz enrojecidos de tanto llorar. Los elfos son así de presumidos.
—¿Y el laúd? —inquirí.
—¿El qué?
—El laúd. Ibas a llevártelo.
—Oh... Yo..., yo he decidido... no llevármelo —contestó sin demasiada convicción, y se aclaró la garganta.
Alake vigilaba la sala. Nos llamó por señas con impaciencia.
—¡Vamonos antes de que nos vea Marabella!
Sadia se apresuró detrás de ella. Me disponía a seguirlas cuando oí un sollozo en la oscuridad y un crujido en la cama de Sadia. Miré hacia atrás y vi una sombra extraña. Iba a abrir la boca cuando me agarró Alake.
—¡Vamos, Grundle! —insistió mientras me clavaba en el brazo las uñas para arrastrarme hacia ella.
No le di más vueltas.
Salimos sin tropiezos de la Gruta. Sadia nos condujo, y sólo nos perdimos una vez. Gracias al Uno, los elfos nunca sienten la necesidad —tan común entre los humanos— de apostar guardias por todas partes. Las calles de la ciudad élfica estaban desiertas, como lo habría estado cualquier sendero de los enanos a aquellas horas. Sólo en los pueblos humanos puede encontrarse uno con gente a altas horas de la noche.
Llegamos al barco. Alake formuló su encantamiento para dormir a los vigilantes enanos, quienes se desplomaron sobre la cubierta entre sonoros ronquidos. Después tuvimos que enfrentarnos a la parte más difícil de aquella noche: desembarcar a los enanos dormidos y arrastrarlos hasta la playa, donde los escondimos entre unos cuantos toneles.
Los guardianes pesaban como muertos, y pensé que me iba a dislocar los brazos tras vérmelas con el primero. Le pregunté a Alake si no conocía un hechizo para hacerlos volar, pero me contestó que aún no había llegado tan lejos en sus estudios. Por extraño que parezca, la débil y frágil Sadia demostró una fuerza insólita y una capacidad de arrastre propia de una enana. Una vez más, me pareció raro. ¿Estaba ciega realmente, o el Uno quiso que cerrara los ojos?
Ocultarnos al último hombre y nos deslizamos a bordo del barco, que en realidad era una versión en pequeño del sumergible que describí anteriormente. Lo primero que hicimos fue registrar los camarotes y la bodega para recoger las numerosas hachas y lanzas que la tripulación había dejado en la nave. Las llevamos a la cubierta exterior, que se abría detrás de la cabina de observación.
Alake y Sadia comenzaron a arrojarlas por la borda. Me encogí ante el chapoteo que producían las armas al caer, segura de que lo oiría todo el mundo en la ciudad.
—¡Esperad! —dije, agarrando a Alake— . No tenemos que deshacernos de todas, ¿no? ¿No podríamos quedarnos con una o dos?
—No. Tenemos que convencer a las criaturas de que estamos indefensas —replicó Alake con firmeza, y echó la última arma por encima de la barandilla.
—Hay ojos que nos espían, Grundle —cuchicheó Sadia, temerosa— . ¿No lo notas?
Lo notaba, pero no me tranquilizaba la idea de echar las armas a los delfines. Me alegré de haber tenido la previsión de esconder un hacha bajo la cama. Si Alake no se enteraba, no tenía por qué sufrir por ello.
Retrocedimos hasta la cabina de observación en silencio, mientras cada una pensaba qué iba a suceder a continuación. Una vez allí, nos miramos unas a otras.
—Supongo que podría intentar manejar este trasto —me ofrecí.
Pero no fue necesario.