—No comprendo. —Eliason parecía frustrado—. ¿Qué querrán?
—Apuesto a que enseguida lo sabremos.
Sin decir nada más, se sentaron a esperar, evitando mirar a los otros, pues no hallaban ningún consuelo en ver en el rostro de sus amigos el reflejo de su propia perplejidad.
—No deberíamos estar aquí. No deberíamos estar haciendo esto —dijo Sadia de pronto. Estaba muy pálida y le temblaban los labios.
Alake y yo volvimos la vista hacia ella, nos miramos y agachamos la cabeza avergonzadas. Sadia tenía razón. Espiar a nuestros padres siempre había sido un juego para nosotras, algo de lo que nos reíamos por la noche cuando nos mandaban a la cama. Pero ahora ya no era un simple juego. No estaba segura de cómo se sentían las otras dos, pero a mí me resultaba espantoso ver a mis padres, que siempre me habían parecido fuertes y sabios, tan confusos y angustiados.
—Tenemos que irnos —urgió la princesa élfica. Yo sabía que estaba en lo cierto, pero me costaba tanto bajar de aquel taburete como salir volando por la ventana.
—Sólo un momento —suplicó Alake.
Hasta nosotras llegó el rumor de unos pies que se movían con lentitud y avanzaban como si arrastrasen una carga. Nuestras familias se levantaron y se irguieron en toda su estatura, sustituyendo la inquietud por una severa gravedad. Mi padre se alisó la barba. Dumaka cruzó los brazos sobre el pecho. Delu sacó una piedra de la bolsa que llevaba colgada a un lado y la frotó con los dedos, mientras movía los labios.
Comparecieron seis elfos que transportaban una litera. Se movían despacio, con cuidado para no magullar al herido. A una señal de su rey, dejaron delicadamente la litera en el suelo delante de él.
Los acompañaba un médico de su raza, avezado en las artes curativas de su gente. Al entrar vi que miraba con desconfianza a Delu, tal vez por temor a una interferencia. Las técnicas curativas de elfos y humanos son sustancialmente distintas; mientras las primeras se basan en un estudio profundo de la anatomía y la alquimia, las segundas tratan las heridas a través de la magia comprensiva, utilizan salmodias para extraer humores malignos y aplican ciertas piedras en las zonas vitales del cuerpo. Los enanos nos guiamos por el Uno y por nuestro sentido común.
Al comprobar que Delu no hacía ninguna tentativa de acercarse a su paciente, el médico se relajó. O tal vez comprendiera que no serviría de nada que la hechicera humana intentara usar su magia. Era obvio para todos los presentes que no había nada en este mundo que pudiera ayudar a aquel elfo moribundo.
—No mires, Sadia —advirtió Alake al tiempo que se echaba para atrás y trataba de ocultar a su amiga la horrible escena.
Pero era demasiado tarde. Oí la respiración entrecortada en su garganta y supe que lo había visto.
El joven elfo tenía la ropa rasgada y empapada de sangre. De la carne amoratada de las piernas sobresalían unos huesos astillados. Le habían arrancado los ojos. Giró la cabeza ciega y abrió y cerró la boca para repetir en un cántico febril unas palabras que no alcancé a oír.
—Lo encontramos esta mañana en las afueras de la muralla de la ciudad, majestad —explicó uno de los acompañantes—. Oímos sus alaridos.
—¿Quién lo trajo? —preguntó Eliason, que había endurecido la voz para ocultar su horror.
—No vimos a nadie, majestad. Sólo había un reguero de limo maloliente que conducía a la playa.
—Gracias. Podéis iros. Esperad fuera.
Con una reverencia, los elfos que habían entrado la litera abandonaron la terraza.
Una vez solos, nuestros padres dieron rienda suelta a sus sentimientos. Eliason se cubrió la cabeza con la capa y apartó la cara, signo élfico de pesadumbre. Dumaka se dio la vuelta, y su cuerpo fornido tembló de furia y tristeza. Su esposa se levantó para ponerse a su lado y apoyar la mano en su brazo. Mi padre se tironeó de la barba con lágrimas en los ojos. Mi madre se estiró las patillas.
Yo hice lo mismo. Alake intentaba consolar a Sadia que casi había perdido el conocimiento.
—Deberíamos llevarla a su habitación —opiné.
—No. No iré. —Sadia levantó el mentón—. Algún día seré reina y tengo que aprender a controlar este tipo de situaciones.
La miré con sorpresa y un nuevo respeto. Alake y yo siempre habíamos considerado a Sadia una persona débil y delicada. La había visto palidecer ante la visión de un pedazo de carne cruda y sanguinolenta. Pero, enfrentada a una crisis, estaba reaccionando como un auténtico soldado enano. Me sentí orgullosa de ella. La cuna se deja notar, dicen.
Observamos con cautela por la ventana.
El médico estaba hablando con el rey.
—Majestad, este mensajero ha rechazado cualquier medicina para comunicaros el mensaje. Os ruego que lo escuchéis. Eliason se descubrió y se arrodilló junto al moribundo.
—Te hallas en presencia del rey —dijo con voz pausada y suave. Tomó la mano del hombre que se aferraba al aire débilmente—. Entrega tu mensaje y, después, con todos los honores, reúnete con el Uno y descansa en paz.
Las cuencas sangrientas de los ojos del elfo se volvieron hacia la voz. Las palabras fluyeron despacio, con numerosas interrupciones para tomar aliento penosamente.
—Los Señores del Mar me ordenan hablar así: «Os permitiremos construir barcos para transportar a vuestros subditos a un lugar seguro si nos entregáis como tributo a la hija mayor de cada familia real. Si estáis de acuerdo con el trato, debéis embarcar a las muchachas en un bote que ha de surcar las aguas del Mar de la Bondad. Si no, lo que le hemos hecho a este elfo, al pueblo de pescadores humanos y a los constructores de barcos, será tan sólo una muestra de la destrucción que llevaremos a vuestro pueblo. Tenéis dos ciclos para tomar una decisión».
—Pero ¿por qué? ¿Por qué nuestras hijas? —sollozó Eliason, aferrando por los hombros al herido hasta casi sacudirlo.
—Yo... no lo sé. —El mensajero exhaló un último jadeo y murió.
Alake se apartó de la ventana. Sadia se encogió contra la pared. Y yo, que estaba a punto de caerme, bajé del taburete.
—No tendríamos que haberlo escuchado —murmuró la humana con voz cavernosa.
—No —admití. Tenía frío y calor al mismo tiempo y no conseguía detener el escalofrío que recorría mi cuerpo.
—¿A nosotras? ¿Nos quieren a nosotras? —susurró Sadia como si no pudiera creerlo.
Intercambiamos miradas de impotencia sin saber qué hacer.
—La ventana —advertí, y Alake se apresuró a hacerla desaparecer por medio de la magia.
—Nuestros padres jamás consentirían tal cosa —aseguró enérgicamente—. Tenemos que evitar que sepan que estamos al corriente, pues se llevarían un gran disgusto. Volvamos a la habitación de Sadia y actuemos como si no hubiera ocurrido nada.
Miré a mi hermana élfica con cierta reserva. Estaba tan blanca como el papel de fumar y parecía a punto de sufrir un colapso.
—¡No puedo mentir! —protestó—. Nunca he engañado a mi padre.
—No es necesario que mientas —se enfureció Alake con una brusquedad que provocaba el propio miedo—. No tienes que decir nada. Sólo has de mantener la boca cerrada.
Tiró de la pobre Sadia que se acurrucaba contra el muro y entre las dos la ayudamos a recorrer los luminosos corredores. Tras desandar un par de pasillos equivocados dimos con el que conducía al dormitorio de la princesa élfica. Ninguna de nosotras habló por el camino.
La imagen del elfo torturado nos absorbía el pensamiento. El pánico me oprimía y notaba un sabor desagradable en la boca. No sabía por qué estaba tan aterrorizada. Como había dicho Alake, mi familia nunca permitiría que me llevaran las serpientes.
Ahora no me cabe duda de que era la voz del Uno la que me hablaba, pero yo me resistía a escucharla.
Entramos en la habitación de la princesa élfica, en la que afortunadamente no había ningún sirviente, y cerramos la puerta. Sadia se dejó caer en el borde de la cama y comenzó a retorcerse las manos. Alake se puso a mirar furiosa por la ventana, como si quisiera salir a pegar a alguien.
En medio del silencio, no pude seguir desoyendo al Uno. Por la expresión que vi en la cara de mis amigas, supe que también se dirigía a ellas. Me tocó a mí, la enana, pronunciar en voz alta las amargas palabras.
—Alake tiene razón. Nuestros padres no lo consentirán. Ni siquiera nos hablarán de ello. Ocultarán el secreto a los subditos y el pueblo morirá, sin saber que hubo una posibilidad de evitar la tragedia.
—¡Desearía no haberlo oído nunca! ¡Ojalá no hubiésemos subido allá arriba! —murmuró Sadia.
—Teníamos que escucharlo —gruñí.
—Estás en lo cierto, Grundle —coincidió la humana, y se dio la vuelta para mirarnos—. El Uno ha querido que lo oyéramos. Tenemos la oportunidad de salvar a los nuestros.
Es el deseo del Uno que la elección esté en nuestras manos y no en las de nuestros padres. Nosotras hemos de ser las fuertes ahora.
Mientras hablaba, me di cuenta de que Alake había encontrado un sentido a todo aquello: el romanticismo del martirio y el sacrificio. Los humanos tienen una marcada tendencia hacia esos aspectos, algo que jamás entenderemos los enanos. La mayoría de sus héroes mueren jóvenes, prematuramente, y entregan su vida a alguna causa noble. Los nuestros no siguen este patrón. Nuestros héroes son los ancianos, que viven unas vidas largas a través de décadas repletas de conflictos, trabajo y penalidades.
No pude menos que pensar en el elfo moribundo al que habían arrancado los ojos.
«¿Qué nobleza encuentras en esa muerte?», habría querido preguntarle.
Pero por una vez me sujeté la lengua. Que Alake encontrara consuelo donde le fuera posible. Yo tenía que buscarlo en mis obligaciones. En cuanto a Sadia, decía realmente lo que pensaba, cuando había hablado de ser reina.
—Pero estaba a punto de casarme —dijo. No era un reproche ni una queja. Era su forma suave de quejarse ante un destino tan cruel.
Alake acaba de entrar por segunda vez para recordarme que debo dormir. Tenemos que «conservar las fuerzas».
¡Bah! Pero la complaceré. Es mejor que deje aquí mi relato por el momento. El resto de la narración —la historia de Devon y Sadia— es tan tierna como triste. El recuerdo me consolará mientras descanso despierta y lucho por alejar en lo posible el miedo en la soledad de la penumbra.
LA PUERTA DE LA MUERTE
CHELESTRA
Haplo recuperó la conciencia.
Despertó con un dolor agudo, pero en aquel mismo instante descubrió que había recuperado su integridad, y el dolor desapareció. El círculo de su ser se había restablecido. La agonía que acababa de sentir no era otra cosa que la boca de la rueda que comía su propia cola.
Pero el círculo no estaba fuerte, sino tenue y vacilante. Levantar la mano casi superaba sus fuerzas, pero consiguió tocarse el pecho desnudo con los dedos. Comenzó por la runa del corazón y, con movimientos lentos, procedió a reconectar y fortalecer los signos mágicos que llevaba escritos en la piel.
Empezó por la runa del nombre, la primera que se tatúa sobre el corazón del recién nacido entre pataleos y llanto, casi en el preciso instante en que es expulsado del útero materno. Es la madre u otra patryn de la tribu —en el caso de que ésta fallezca— quien lleva a cabo el rito. El nombre lo escoge el padre, si está vivo o se halla aún en la tribu.
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En caso contrario, lo hace el jefe del grupo.
Esta runa no protege mucho al niño. La auténtica protección se la proporciona, como dice el refrán, la sustancia mágica del pecho materno o de la nodriza. Aun así, la runa del nombre es la más importante porque cualquier otra que se añada remite forzosamente a esta primera, el inicio del círculo.
Haplo recorrió con los dedos la runa del nombre, cuyo intrincado entramado conocía de memoria.
El recuerdo lo arrastró a su infancia, a uno de los insólitos y preciados momentos de paz y calma, y vio a un niño que recitaba su nombre y aprendía la forma de sus runas...
—Haplo: «único, solitario». Este es tu nombre y tu destino —dijo su padre con el áspero dedo presionando en el pecho del muchacho—. Tu madre y yo hemos superado todas las trabas. Cada Puerta que crucemos a partir de ahora será un guiño a la suerte. Pero llegará el día en que el Laberinto nos reclame como a todos los evadidos, excepto a los afortunados y los fuertes. Y éstos, generalmente, son solitarios. Repite tu nombre.
Haplo lo hizo con gran solemnidad mientras se repasaba los tatuajes del pecho con su mugriento dedo.
—Y ahora las runas de protección y restablecimiento curativo —indicó el hombre.
Haplo se concentró en todas ellas. Comenzó con las del nombre, que se extendían por el pecho, y prosiguió el recorrido por los órganos vitales de la zona abdominal, la parte sensitiva de las ingles y el área de protección de la columna vertebral. Haplo las recitó como en innumerables ocasiones durante su corta vida. Lo había hecho tan a menudo que dejó vagar la mente y se puso a pensar en las trampas para conejo que había preparado aquel día, preguntándose si podría llevarle una sorpresa a su madre para la cena.
—¡No! ¡Te has equivocado! ¡Empieza de nuevo!
Un seco golpe en la desprotegida palma desprovista de runas, propinado sin miramientos por su padre con lo que se conocía como vara del nombre, y Haplo volvió a concentrarse en la lección. El azote hizo saltar las lágrimas, pero parpadeó rápidamente para evitar que lo viera su padre, quien lo observaba de cerca. La capacidad de resistir al dolor iba unida tanto al severo aprendizaje como al recitado y el dibujo de los símbolos. —Hoy no prestas atención, Haplo —lo regañó mientras golpeaba el duro suelo con la vara del nombre, una rama delgada y flexible de una planta llamada rosa trepadora, que estaba provista de espinas—. Se dice que en los tiempos en que éramos libres, antes de que nuestros enemigos nos arrojaran a esta maldita prisión... Di el nombre de nuestros enemigos, hijo.