El Mago De La Serpiente (4 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago De La Serpiente
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Algo no encajaba.

Tal vez la causa era el llanto que le empañaba la visión y le impedía ver con claridad. Parpadeó unas cuantas veces y se restregó los ojos. Cuando fijó la vista retrocedió apresuradamente, sobresaltado y presa de una gran conmoción.

No, no podía ser cierto. Estaba sobreexcitado, había cometido un error. Despacio, se deslizó hacia el ataúd y volvió a mirar con atención en su interior.

Dentro se hallaba el cuerpo de una mujer sartán, ¡pero no era Lya!

Alfred se estremeció de pies a cabeza.

—¡Cálmate! —se aconsejó—. Estás mirando donde no es. Has estado dando tumbos durante ese terrible viaje a través de la Puerta de la Muerte. Te has equivocado de compartimiento y estás contemplando otro. Vuelve atrás y empieza de nuevo.

Se dio la vuelta y una vez más se acercó tambaleándose hasta el centro de la habitación, con las piernas débiles como cera derretida e incapaces de sostenerlo. Desde aquella posición contó cuidadosamente las hileras de compartimientos de cristal en un sentido y en el opuesto. Se dijo que se había saltado una hilera y volvió atrás, haciendo caso omiso a la voz interior que le decía que todo el tiempo había estado en el sitio correcto.

Apartó la vista y rehusó mirar hasta estar cerca, para evitar que sus ojos le jugaran otra mala pasada. Cuando se plantó frente al ataúd, cerró los párpados y luego los abrió con rapidez, casi esperando atrapar algo al vuelo.

La desconocida seguía allí.

Alfred boqueó con un escalofrío y se pegó al cristal. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Acaso estaba perdiendo el juicio?

—Es muy probable —se dijo—. Después de todo lo que he pasado... Tal vez Lya no existió nunca. Quizás únicamente deseé que existiera y, ahora, después de pasar tanto tiempo lejos, no consigo evocar su rostro.

Miró de nuevo. Si realmente su mente desvariaba, lo hacía de manera muy racional. La mujer era mayor que Lya; rayaba la edad de él, conjeturó. Tenía el cabello completamente blanco, y el rostro —un rostro atractivo, pensó, contemplándola con tristeza y perplejidad— había perdido la elasticidad y la delicada belleza de la juventud, pero en su lugar había adquirido la gravedad y la resolución propias de la madurez.

Tenía una expresión solemne y seria, aunque las arrugas alrededor de la boca indicaban que una sonrisa cálida y generosa había adornado los labios. La arruga de la frente, apenas visible bajo las finas ondas de su cabello, dejaba entrever que no había tenido una vida fácil, que había reflexionado y meditado mucho acerca de infinidad de cosas. Tenía un aire triste. La sonrisa que ahora se adivinaba, no la había iluminado con frecuencia. Un manto de profundo anhelo y punzante melancolía envolvieron a Alfred. Allí había alguien con quien podría haber conversado, alguien que lo habría comprendido.

Pero... ¿qué hacía ella en ese lugar?

—Yacer, debo yacer —murmuró para sí.

Con la vista nublada por la confusión de sus pensamientos, casi a ciegas, Alfred avanzó a tientas a lo largo del muro que albergaba numerosos compartimientos hasta llegar al suyo. Tenía que volver a él, descansar, dormir... o quizá despertar. Tal vez estaba soñando. Él...

—¡Sartán bendito! —Alfred dio un paso atrás con un grito ronco.

¡Allí había alguien! ¡En su propio compartimiento! Era un hombre de edad mediana, con una cara grave, fría, atractiva. Sus fuertes manos descansaban a los costados.

—¡Realmente, me he vuelto loco! —Se llevó las manos a la cabeza—. Esto..., esto es imposible. —Retrocedió tambaleándose para mirar otra vez con atención a la mujer que no era Lya—. Cerraré los ojos y cuando los abra todo habrá vuelto a la normalidad.

Pero no los cerró. Sin poder creer lo que había visto, fijó la mirada en ella. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho.

Las manos. ¡Se habían movido! ¡Se alzaron..., cayeron! Había respirado.

La observó de cerca largo rato. El sueño mágico en el que descansaban los durmientes aminoraba el ritmo respiratorio.

Bajo las manos, el pecho se alzó y descendió otra vez. Y, ahora que Alfred se había repuesto de la conmoción inicial, contempló con claridad el leve rubor que le coloreaba las mejillas, un color que nunca había visto en el rostro de Lya.

—¡Está... viva! —susurró.

Se dirigió a trompicones hasta el compartimiento de cristal que antes le había pertenecido y en el que ahora yacía otro hombre y escudriñó su interior. La vestidura del hombre —una sencilla túnica blanca— se movió. Los globos oculares giraron bajo los párpados; un dedo se crispó.

Febrilmente, con la mente sobreexcitada y el corazón a punto de estallar de alegría, Alfred corrió de una cámara a otra para mirar en el interior de cada una.

No había duda. ¡Todos aquellos sartán estaban vivos!

Exhausto, con la cabeza dándole vueltas, regresó al centro del mausoleo e intentó poner orden en sus pensamientos. Le resultó imposible. No lograba encontrar el principio ni el fin de aquel ovillo.

Sus amigos del mausoleo llevaban muchos años muertos. En repetidas ocasiones los había dejado y, al regresar, nada había cambiado. Al principio, cuando había comprendido por primera vez que era el único superviviente entre todos los sartán de Ariano, se negó a creerlo. Se había apostado a sí mismo que, la próxima vez, cuando volviera, los encontraría vivos. Pero nunca había sucedido tal cosa y, muy pronto, el juego se hizo tan doloroso que prefirió abandonarlo.

Pero ahora había vuelto a jugar y lo que era más, ¡había ganado!

Cierto que todos aquellos sartán, del primero al último, le resultaban desconocidos. No tenía idea de cómo habían llegado hasta allí o por qué, ni de qué había sido de los que había dejado atrás. ¡Pero eran sartán y estaban vivos!

A menos, claro, que realmente se hubiera vuelto loco.

Había una manera de averiguarlo. Alfred vaciló. No estaba seguro de querer saberlo.

—¿Recuerdas lo que dijiste acerca de retirarte del mundo —se dijo a sí mismo—, de no volver a involucrarte en la vida de los demás? Podrías marcharte, abandonar esta habitación sin mirar atrás.

»Pero ¿dónde iría? —se preguntó con impotencia—. Si tengo algún hogar, es éste.

Aunque sólo fuera por curiosidad, se decidió a actuar.

Con su voz nasal, comenzó a salmodiar las runas en tono agudo. A medida que cantaba, su cuerpo se balanceaba y sus manos siguieron el ritmo. Después, las alzó y trazó los signos en el aire al mismo tiempo que dibujaba con los pies su intrincada estructura.

La magia envolvió aquel cuerpo tan extremadamente desmañado de ordinario y, por un momento, la belleza iluminó a Alfred. Sus miembros se movieron con elegancia, y la cara tristona resplandeció con una sonrisa radiante. Se entregó a la magia, bailó con ella, le cantó, la abrazó. Vuelta tras vuelta, danzó por el mausoleo con solemnidad, con los faldones flotando al aire y haciendo revolotear los raídos encajes.

Una a una, las puertas de cristal se fueron abriendo. Uno tras otro los que moraban en las cámaras tomaron el primer aliento del mundo exterior. Uno a uno volvieron la cabeza, abrieron los ojos y miraron a su alrededor maravillados o confusos, reacios a abandonar el dulce sueño en el que habían estado sumidos.

Absorto en la magia, Alfred no se había dado cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Continuó bailando con gracia sobre el suelo de mármol, trazando con los pies movimientos precisos. Cuando hubo terminado de formular el hechizo y la danza llegaba a su fin, se movió cada vez más lentamente, continuando con sus gráciles gestos, menos exagerados ahora. Por fin se detuvo y, levantando la cabeza, miró a su alrededor, más desconcertado aún que aquellos que acababan de despertar de su sueño.

Varios centenares de hombres y mujeres ataviados con delicadas túnicas blancas se habían reunido a su alrededor y esperaban cortésmente a que terminara de completar su danza mágica para no interrumpirlo. Alfred se detuvo y los otros continuaron esperando respetuosamente para darle tiempo a salir de su estado místico y volver a la realidad, en un acto parecido a la caída en un lago helado.

Un sartán, el mismo que había encontrado Alfred en su compartimiento de cristal, se adelantó hacia él. El modo en que los demás se apartaron con deferencia para dejarle paso y el respeto y la confianza con que lo miraron indicaban su condición de portavoz del grupo.

Se trataba, como Alfred había observado, de un hombre de mediana edad, y por su apariencia no era difícil adivinar por qué los mensch habían tomado por dioses a los sartán. Las líneas de su cara eran poderosas; sus rasgos y el brillo de sus ojos castaños delataban inteligencia. El cabello corto se rizaba sobre la frente en un estilo que le resultaba familiar aunque no acertaba a recordar dónde lo había visto antes.

El extraño sartán se movió con una gracia que causó la envidia del torpe Alfred.

—Me llamo Samah —dijo con una voz rica y melodiosa mientras le dedicaba una anticuada reverencia pasada de moda mucho antes de que Alfred fuera un chiquillo y que los sartán más ancianos practicaban con poca frecuencia.

No contestó. Lo miró de hito en hito, con el cuerpo paralizado. ¡Le había revelado su nombre sartán!
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Esto podía significar tanto que aquel Samah confiaba en él —un extraño, un desconocido— como en un hermano, como que tenía demasiada confianza en su propio dominio de la magia para temer el poder de un contrario. Se inclinó por el segundo motivo. El poder que irradiaba el sartán de la túnica calentó al pobre Alfred como el sol de un día de invierno.

En otro tiempo, Alfred le habría revelado su nombre sartán sin pensarlo dos veces, con la seguridad de que cualquier influencia que aquel hombre pudiera ejercer sobre él tenía que ser buena a la fuerza. Pero entonces aún era inocente, todavía no había visto el cuerpo de sus amigos y familiares yacer en ataúdes de cristal, ni el uso que los sartán habían dado a la práctica prohibida de la tenebrosa nigromancia. Deseó poder confiar en ellos, habría dado la vida por confiar en ellos.

—Me llamo... Alfred —contestó con una torpe reverencia.

—Ése no es un nombre sartán —comentó Samah ceñudo.

—No —concedió, sumiso.

—Es un nombre mensch. Pero tú eres un sartán, ¿no es cierto? No eres un mensch, ¿verdad?

—Sí, lo soy. Quiero decir no, no lo soy. —Alfred se confundió con las palabras.

El lenguaje sartán, como el patryn, poseía la facultad mágica de evocar imágenes del mundo y el entorno del que hablaba. En las palabras de Samah, Alfred había presenciado un reino de extraordinaria belleza, compuesto de agua por completo, con un sol brillante en su centro. Un mundo constituido a su vez por otros mundos pequeños: continentes encerrados en burbujas de aire, vivos en sí mismos, aunque dormidos ahora, que en sus sueños vagaban alrededor del sol. Vio una ciudad sartán, donde la gente trabajaba, luchaba...

Lucha. Guerra. Combate. Monstruos salvajes que emergían de las profundidades, causaban estragos, sembraban la muerte... Junto a las imágenes de la batalla, sintió un choque en el cerebro que estuvo a punto de hacerle perder el sentido.

—Soy el jefe del Consejo de los Siete... —comenzó Samah.

Lo miró boquiabierto y se quedó sin respiración, como si se hubiera dado un fuerte golpe contra el suelo.

Samah. El Consejo de los Siete. No podía ser cierto...

Por la expresión ceñuda del hombre, Alfred comprendió que le estaba formulando una pregunta.

—Eh..., ¿perdón? —balbuceó.

El resto de los sartán, que habían permanecido de pie sumidos en un silencio respetuoso, empezaron a murmurar e intercambiaron miradas. Samah echó un vistazo a su alrededor y los hizo callar sin necesidad de pronunciar una sola palabra.

—Estaba diciendo, Alfred —el tono de su voz era amable, paciente; Alfred sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas—, que, como cabeza del Consejo, tengo el derecho y la obligación de hacerte ciertas preguntas, no por mera curiosidad ociosa, sino movido por la necesidad, dados los tiempos de crisis en que vivimos. ¿Dónde está el resto de nuestros hermanos?

Samah miró en torno a sí con expectación.

—Estoy..., estoy solo —respondió Alfred, y la palabra «solo» trajo imágenes que impulsaron a Samah y los otros sartán a clavar en él la mirada, con un repentino y punzante silencio.

—¿Algo ha salido mal? —preguntó por fin el presidente del Consejo.

«¡Sí, ha sucedido algo espantoso!», quiso gritar Alfred. Pero lo único que hizo fue mirar confuso a Samah mientras la realidad tronaba a su alrededor como la terrible tormenta que ruge perpetuamente sobre Ariano.

—No..., no estoy en Ariano, ¿verdad? —Las palabras brotaron de su oprimido pecho.

—No. ¿Qué te ha hecho creer tal cosa? Te encuentras en el mundo de Chelestra, por supuesto —respondió Samah con rudeza, a punto de perder los estribos.

—¡Oh, vaya! —exclamó débilmente y, con un grácil movimiento en espiral, se derrumbó suavemente hasta el suelo, inconsciente.

CAPÍTULO 3

A LA DERIVA EN ALGÚN LUGAR

DEL MAR DE LA BONDAD

Me llamo Grundle.
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De niña, ésta fue la primera palabra que aprendí a escribir. No estoy segura de por qué la escribo aquí, ni de por qué empiezo con ella. Lo único que sé es que he estado mucho tiempo mirando esta página en blanco y debo escribir algo o de lo contrario no lo haré nunca.

Me pregunto quién encontrará y leerá esto. O si alguna vez llegará a manos de alguien. Dudo que lo sepa nunca. No tenemos ninguna esperanza de sobrevivir al final del viaje.

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