EL NEXO
—Maldición, apártate del camino. —Haplo dio un puntapié al perro. El animal se encogió y se escabulló en la penumbra de la bodega, hasta que le pasara el mal humor a su amo.
Sin embargo, Haplo podía ver la tristeza de aquellos ojos que lo observaban desde la oscuridad. La culpabilidad y los remordimientos que lo embargaron sólo contribuyeron a aumentar su irritación y su enojo. Miró con ferocidad al perro y el desorden de la bodega. En ella se habían amontonado apresuradamente arcas, cubas y cajas, rollos de cuerda y toneles, que permanecían allí donde habían sido tirados. Recordaba una ratonera, pero no se atrevía a perder tiempo poniendo orden, amontonando las cosas con cuidado, guardándolas de forma segura como hacía siempre.
Tenía mucha prisa. Estaba desesperado por abandonar el Nexo antes de que lo atrapara su señor. Contempló la confusión, incómodo, con una comezón en las manos que ansiaban arreglar aquel revoltijo. Dio media vuelta y abandonó la bodega en dirección al puente de mando. El perro se levantó sin hacer ruido y lo siguió con pasos silenciosos.
—¡Alfred! —le espetó al animal—. Todo es culpa de Alfred. ¡Maldito sartán! Nunca habría tenido que dejarlo marchar. Debería haberlo traído hasta aquí, a mi señor, para que fuera él quien se encargara del miserable desgraciado. Pero ¡cómo iba a imaginar que el cobarde tendría finalmente el valor de saltar de la nave! Supongo que
tú
no tendrás idea de cómo ocurrió, ¿verdad?
Se detuvo y clavó en el perro una mirada recelosa. El animal se sentó, ladeó la cabeza y lo miró con afable inocencia, pero movió con alegría la cola al oír el nombre de Alfred. Haplo prosiguió su camino gruñendo, lanzando rápidos vistazos a derecha e izquierda. Observó con alivio que su nave no había sufrido daños irreparables. La magia de las runas que cubrían el casco había cumplido su trabajo, preservando el
Ala de Dragón
del abrasador entorno de Abarrach y de los mortales hechizos que los lázaros
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le habían echado en sus intentos por secuestrarla.
Hacía muy poco que había traspasado la Puerta de la Muerte, y sabía que era peligroso darle la espalda demasiado deprisa. Había perdido la conciencia del viaje desde Abarrach. No, «perdido» no era la palabra correcta. La había apartado deliberadamente. El sueño no onírico posterior había acabado de restablecerle la salud mientras cicatrizaba la herida de la flecha que llevaba en el muslo y eliminaba los últimos vestigios del veneno que le había inoculado el señor de Kairn Necros. Al despertar, el cuerpo de Haplo se encontraba en perfectas condiciones, pero no podía decirse lo mismo de su mente. Casi lamentaba haber vuelto a la conciencia.
Su cerebro se hallaba en el mismo estado que la bodega. En él se agolpaban una maraña de pensamientos, ideas y sentimientos. Algunos estaban alejados en rincones oscuros, desde donde veía cómo lo miraban. Otros se esparcían revueltos de cualquier manera. Amontonados de forma precaria y descuidada, podían desmoronarse a la menor provocación. Sabía que podría organizarlos con tiempo, pero no disponía de mucho y no quería perderlo. Tenía que escapar, alejarse.
Había enviado el informe sobre Abarrach a su señor a través de un mensajero, dándole como excusa para no presentarse en persona la necesidad de perseguir al sartán evadido.
Mi señor, podéis apartar por completo Abarrach de vuestros cálculos. He encontrado evidencias que indican que los sartán y los mensch habitaron una vez esta extensión de roca derretida y estéril.
Sin duda, ni siquiera su poderosa magia pudo hacer nada para sobreponerse a un clima tan hostil. Al parecer, intentaron establecer contacto con los otros mundos, pero sus tentativas fracasaron. Sus ciudades se han convertido ahora en sus propias tumbas.
Abarrach es un mundo muerto.
El informe no mentía. Haplo no había dicho nada falso acerca de Abarrach. Pero su verdad estaba cubierta por un barniz que ocultaba debajo la madera podrida. Estaba prácticamente seguro de que su amo sabría que su sirviente mentía, pues el Señor del Nexo tenía la facultad de estar al corriente de lo que ocurría en la cabeza de un hombre... y en su corazón.
El Señor del Nexo era la única persona a quien Haplo respetaba y admiraba, la única a quien temía. La cólera de su señor era terrible y podía llegar a ser mortal. Su magia tenía un increíble poder. Cuando todavía era joven, había sido el primero en escapar del Laberinto. Era el único de todos los patryn —entre los que se incluía Haplo— que había tenido la valentía de regresar a esa prisión letal para luchar contra sus terribles hechizos y liberar a su gente.
El pánico congelaba a Haplo cada vez que imaginaba un posible encuentro con su señor. Y pensaba en ello casi constantemente. No temía el dolor físico, ni siquiera la muerte. Se trataba del miedo a ver la desilusión en los ojos de su señor, a enfrentarse con la evidencia de haber traicionado al hombre que le había salvado la vida, que lo amaba como a un hijo.
—No —le dijo Haplo al perro—, es mejor continuar hacia Chelestra, el próximo mundo. Es preferible ir deprisa, correr el riesgo. Con suerte, con el tiempo llegaré a resolver la confusión que llevo dentro. Entonces, cuando regrese, podré enfrentarme a mi señor con la conciencia clara.
Alcanzó el puente, se detuvo y miró fijamente la piedra de gobierno. Había tomado una decisión. Sólo tenía que poner las manos sobre la piedra redonda cubierta de runas y la nave se soltaría de las amarras mágicas que la sujetaban al suelo y navegaría por el crepúsculo púrpura del Nexo. ¿Por qué dudaba?
Algo iba mal. No había examinado el vehículo con la minuciosidad habitual. Había escapado sano y salvo de Abarrach y había cruzado sin problemas la Puerta de la Muerte, pero esto no significaba que pudiera realizar otro viaje.
Había preparado la nave de cualquier manera, improvisando arreglos para lo que no tenía tiempo de reparar a conciencia. Tendría que haber reforzado las estructuras rúnicas que seguramente se habrían debilitado con el viaje y haber revisado si se habían producido grietas, tanto en la madera como en los signos mágicos, y debería haber reemplazado los cabos desgastados.
También debería haber consultado a su señor acerca de este nuevo mundo. Los sartán habían dejado en el Nexo información escrita referente a los cuatro mundos. Sería una locura precipitarse a ciegas en el mundo del agua, sin contar siquiera con el más rudimentario conocimiento de aquello a lo que se enfrentaba. Anteriormente, él y su señor se habían reunido y estudiado...
Pero aquél no era momento. No, no era buen momento.
Tenía la boca seca, con un sabor desagradable. Tragó saliva pero no notó alivio. Extendió las manos hacia la piedra de gobierno y se sobresaltó al contemplar cómo le temblaban los dedos. Se le agotaba el tiempo. A estas alturas, el Señor del Nexo ya habría recibido su informe. Ya sabría que le había mentido.
—Debo partir... ahora —dijo con voz queda, obligándose a tocar la piedra.
Pero se sentía igual que un hombre que ve cómo se le viene encima un funesto destino, que es consciente de que debe correr para salvar la vida, y sin embargo se encuentra paralizado y los miembros no responden a las órdenes de su cerebro.
El perro lanzó un gruñido. Se le erizaron los pelos del cuello y fijó la vista en un punto por debajo y más allá de Haplo.
Haplo no se volvió. No tenía necesidad: sabía quién se encontraba en la puerta.
Lo supo a través de numerosos indicios. No había oído a nadie aproximándose, las runas de advertencia que llevaba tatuadas en la piel no se habían activado y el perro no había reaccionado hasta que el hombre estuvo al alcance de la mano. El animal permaneció plantado donde estaba, con las orejas levantadas y un grave gruñido retumbándole en el pecho.
Haplo cerró los ojos y suspiró. Para su sorpresa, sintió una gran sensación de alivio.
—Vete, perro —ordenó.
El animal levantó la vista hacia él y soltó un gruñido, rogándole que lo reconsiderara.
—Hazlo —masculló—, vamos.
Se le acercó gimiendo y le puso la pata sobre la pierna. Haplo le rascó las orejas peludas y le frotó el hocico.
—Vete. Espera fuera.
Cabizbajo, a regañadientes, el perro abandonó el puente con un trote lento. Haplo lo oyó echarse justo al lado de la entrada, lo oyó resoplar, y supo que el animal estaría allí, tan cerca de la puerta como fuera posible sin llegar a desobedecer la orden de su amo.
No miró al hombre que se había materializado en la penumbra crepuscular del interior de la nave. Permaneció con la cabeza agachada. Tenso, nervioso, trazó con el dedo las runas grabadas en la piedra de gobierno.
Más que verlo u oírlo, presintió que el hombre se acercaba. Sobre su brazo se cerró una mano. Era anciana y nudosa, y sus runas configuraban una masa de colinas y valles sobre la arrugada piel, pero los signos eran todavía oscuros y fáciles de leer, y su poder era muy fuerte.
—Hijo mío —dijo una voz amable.
Si el Señor del Nexo se hubiera presentado en la nave furioso, llamándolo traidor, soltando amenazas y acusaciones, Haplo lo habría desafiado, se habría enfrentado a él hasta, sin duda, perder la vida.
Pero esas dos simples palabras lo desarmaron por completo: «Hijo mío».
En ellas escuchó compasión, comprensión. Lo estremeció un sollozo, y cayó de rodillas. De sus párpados brotaron lágrimas más abrasadoras y amargas que el veneno que había tomado en Abarrach.
—¡Ayudadme, mi señor! —suplicó, y las palabras fluyeron como un grito sofocado de una garganta que ardiera de dolor—. ¡Ayudadme!
—Lo haré, hijo mío —contestó Xar. Acarició con la mano nudosa el cabello de Haplo—. Lo haré.
La presión de la mano se intensificó dolorosamente. Xar le alzó con brusquedad la cabeza, obligándolo a mirar hacia arriba.
—Has sido lastimado en lo más profundo, terriblemente herido, y tu lesión no está cicatrizando limpiamente. Supura, ¿no es cierto, Haplo? La gangrena se extiende. Ábrela con la lanceta. Púrgate de su hedionda infección o te consumirá la fiebre.
»Mírate, observa lo que esta infección ha hecho ya contigo. ¿Dónde está el Haplo que salió desafiante del Laberinto, sabiendo que cada paso podía ser el último? ¿Qué ha sido del Haplo que tantas veces se enfrentó a la Puerta de la Muerte? ¿Dónde se encuentra ahora? ¡Sollozando a mis pies igual que un niño!
»Dime la verdad, hijo mío. Cuéntame la verdad sobre Abarrach.
Haplo inclinó la cabeza y confesó. Las palabras manaron como un torrente, liberándolo, aflojando el dolor de la herida. Habló con rapidez febril. Su narración estaba llena de interrupciones y fragmentos inconexos y su discurso era, a menudo, incoherente, pero Xar no tuvo ninguna dificultad en seguir el relato. El lenguaje de los patryn y sus rivales, los sartán, tenía la facultad de crear imágenes en la mente que se podían ver y comprender en caso de que fallaran las palabras.
—De modo que los sartán han estado practicando el arte prohibido de la nigromancia... —murmuró el Señor del Nexo—. Eso era lo que temías contarme, ¿verdad? Lo comprendo, Haplo. Comparto tu repulsión y tu disgusto. Los sartán hicieron mal uso de este poder maravilloso. Cadáveres descompuestos que se arrastran, dedicados a trabajos de siervo. Ejércitos de huesos que se golpean entre sí hasta hacerse polvo.
De nuevo, lo tranquilizó acariciándolo con sus manos nerviosas.
—¿Tan poca fe tenías en mí, hijo mío? Después de todo este tiempo, ¿todavía no me conoces? ¿No conoces mi poder? ¿Realmente crees que utilizaría mal ese don como han hecho los sartán?.
—Perdonadme, mi señor —susurró Haplo, que se sentía débil y abatido pero muy reconfortado—. He sido un estúpido. No utilicé la cabeza.
—Tuviste a un sartán en tu poder. Podrías habérmelo traído y lo dejaste marchar, Haplo, dejaste que escapara. Pero lo comprendo. Te confundió y te hizo ver lo que no era. Te engañó. Lo entiendo. Estabas enfermo, moribundo...
—No me excuséis, mi señor —protestó Haplo con aspereza. Se sentía avergonzado, y el llanto le había dejado la garganta en carne viva—. Lo hice a sabiendas. El veneno me afectó el cuerpo pero no la mente. Soy débil, corrupto. No merezco vuestra confianza.
—No, no, hijo. Tú no eres débil. El mal al que me refiero no es el que te ha producido el veneno del dinasta, sino el que te ha estado dando el sartán. Un veneno mucho más insidioso, que actúa sobre la mente en lugar de atacar el cuerpo. Es el verdadero culpable de la herida que antes he mencionado. Pero ahora hemos limpiado la llaga, ¿no?
Xar enredó en sus dedos los cabellos de Haplo.
El patryn alzó la vista hacia su señor. Las interminables batallas contra la poderosa magia del Laberinto habían dejado huellas en las líneas de su rostro. Aun así, tenía la piel tersa, el mentón firme y fuerte y una nariz que sobresalía como el pico afilado de un ave de presa. Los ojos brillantes traslucían sabiduría y avidez. —Sí —contestó Haplo—, la herida está drenada.
—Y ahora es necesario cauterizarla para evitar que vuelva la infección.
Desde el otro lado de la puerta llegó un sonido de rasguños. El terrible tono de amenaza que se percibía en la voz del Señor del Nexo había alertado al perro, que saltó sobre sus patas, dispuesto a defender a su amo.
—Quieto, perro —le ordenó éste mientras, con la cabeza gacha, se disponía a recibir su castigo.
El Señor del Nexo alargó la mano, agarró a Haplo por la camisa y, de un tirón, rasgó en dos el tejido dejando al descubierto la espalda y los hombros de su servidor. El cuerpo de Haplo reaccionó involuntariamente ante el peligro que se avecinaba, y las runas tatuadas en su piel comenzaron a emitir un leve resplandor con tonalidades rojas y azuladas.
Apretó las mandíbulas y continuó arrodillado. El resplandor de los signos se desvaneció lentamente. Levantó la cabeza para fijar en su señor la mirada tranquila y resuelta.
—Acepto mi castigo. Ojalá me purifique, mi amo y señor.
—Que así sea, hijo mío. No me resulta placentero ejecutarlo.
El Señor del Nexo puso la mano en el pecho de Haplo, sobre el corazón. Siguió una runa con un dedo, y su larga uña dibujó un reguero de sangre. Pero el mayor dolor lo infligió en la magia del patryn. Las runas del corazón eran los primeros eslabones en el círculo de su ser. Al contacto de su señor, comenzaron a separarse y la cadena empezó a romperse.
El Señor del Nexo hundió el filo de su magia dentro de los signos mágicos, y los seccionó. Un segundo eslabón se soltó del primero y se rompió. Lo mismo ocurrió con el tercero, el cuarto y, más tarde, el quinto. Cada vez a mayor velocidad, las runas que constituían la fuente del poder de Haplo y su defensa contra otras fuerzas se quebraron, se hicieron añicos, se convirtieron en astillas.