Haplo alargó la mano y le buscó el pulso. Lo notó más firme, más constante. Apartó un mechón de rubios cabellos del elfo, que se habían quedado pegados a la sangre coagulada de su cuello.
—Te recuperarás —aseguró al muchacho inconsciente—. No la olvidarás, pero el recuerdo no te resultará tan doloroso.
PHONDRA
CHELESTRA
La reunión de las familias reales se inició con rígidas formalidades, miradas frías y mudo resentimiento, que pronto dieron paso a una abierta hostilidad, a palabras acaloradas y a agrias recriminaciones.
La postura de Eliason contraria a la guerra no había cambiado con el paso del tiempo.
—Estoy totalmente dispuesto a zarpar en los cazadores de sol para buscar ese nuevo reino —declaró—. Y a emprender negociaciones con esos..., esos sartán, pues todos sabemos que los elfos somos expertos en este tipo de empresas diplomáticas. No veo por qué los sartán iban a rechazar una petición tan razonable como la nuestra, sobre todo cuando les hayamos explicado que les llevamos bienes y servicios muy necesarios. Después de estudiar el asunto en profundidad, mis consejeros han determinado que esa raza de los sartán debe de ser relativamente nueva en ese reino y consideran probable que, en realidad, se alegren mucho de nuestra aparición. Pero si no es así, si los sartán se niegan a acogernos... —añadió Eliason con expresión sombría—, bien, al fin y al cabo, es su tierra. Sencillamente, tendremos que buscar en otra parte.
—Estupendo —replicó Dumaka con acritud—. Y mientras buscáis, ¿qué comeréis? ¿Dónde encontraréis la comida que necesita tu pueblo? ¿Cultivaréis cereal en las grietas de las cubiertas? ¿O acaso la magia de los elfos ha encontrado el modo de sacar pan del aire? Según nuestros cálculos, apenas podremos llevar suministros suficientes para el viaje, teniendo en cuenta todas las bocas que tendremos que alimentar. No quedará espacio para más.
—El mar nos ofrece pescado en abundancia —apuntó Eliason con suavidad.
—Es cierto —dijo Dumaka—, pero ni siquiera un elfo puede vivir exclusivamente a base de pescado. Sin frutas y verduras, la enfermedad de la boca
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hará estragos entre nuestros pueblos.
Yngvar puso una mueca de horror ante el mero pensamiento de verse obligado a una dieta de pescado.
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El enano plantó firmemente ambos pies en el suelo y recorrió la asamblea con una mirada iracunda.
—¡Estáis discutiendo quién ha robado el pastel, cuando éste ni siquiera está en el horno todavía! Los cazadores de sol están malditos y los enanos no quieren tener nada que ver con ellos. Además, tras consultar con los ancianos, hemos decidido no permitir que ninguno de nosotros se acerque a las naves, para que esa maldición no caiga sobre nosotros. Nos proponemos echar a pique esas embarcaciones, enviarlas al fondo del Mar de la Bondad, y construir otras naves con nuestras propias manos, sin la ayuda de las serpientes dragón.
—Sí, es una buena idea —apuntó Eliason—. Queda tiempo...
—¡No queda tiempo! —protestó Dumaka—. ¡Fuisteis vosotros, los elfos, quienes calculásteis de cuántos ciclos disponíamos...!
—¡Enanos! ¡Sois peores que chiquillos supersticiosos! —lo secundó Delu, quejándose estentóreamente—. ¡Esos sumergibles están tan malditos como yo!
—¿Y quién puede asegurar que no lo estás tú también, hechicera? —replicó Hilda con ardor.
En aquel instante, uno de los guardianes de la puerta entró en la cabaña —tratando de dar la impresión de estar sordo y ciego al revuelo que se había organizado en ella—, se acercó a Dumaka y le cuchicheó algo al oído. El jefe de los humanos asintió y le impartió una orden. Todos los presentes habían cesado de hablar y se preguntaban a qué era debida la interrupción. Nadie perturbaba nunca una reunión regia a menos que se tratara de un asunto de vida o muerte. El guardián partió rápidamente a cumplir la orden y Dumaka se volvió hacia Eliason.
—Tus centinelas han descubierto la ausencia de ese joven, Devon. Lo han buscado en el campamento pero no han encontrado el menor rastro de él. He convocado a los rastreadores. No te preocupes, amigo mío —añadió, olvidando su cólera ante la cara de angustia del rey elfo—, daremos con él.
—¡Un joven estúpido ha salido a dar un paseo! —soltó Yngvar, irritado—. ¿A qué viene tanta inquietud?
—Últimamente, Devon ha sido muy desgraciado —explicó Eliason en voz baja—. Muchísimo. Nos tememos que... —le falló la voz y movió la cabeza en gesto pesaroso.
—¡Oh! —exclamó Yngvar muy serio, al comprender de pronto a qué se refería el elfo—. De modo que se trata de eso...
—¡Grundle! —Hilda llamó a su hija a gritos, con voz estridente—. ¡Grundle, ven aquí de inmediato!
—¿Qué haces, esposa? Nuestra hija está en la cueva...
—¡Quítate el saco de la cabeza! —replicó la enana—. Estoy segura de que no la encontraremos allí.
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—Se puso en pie y alzó de nuevo la voz en tono amenazador—: ¡Grundle, sé que estás ahí, espiando! ¡Alake, esto va muy en serio! ¡No toleraré más tonterías!
Pero no obtuvo respuesta. Yngvar se tiró de la barba con gesto solemne y, dirigiéndose a la puerta de la cabaña, llamó con un gesto a uno de sus ayudantes, un joven enano llamado Hartmut, y lo mandó a la cueva.
Cuando volvió a entrar en el lugar de la reunión, Eliason también se había puesto en pie.
—Debo ir a buscar ayuda... —decía el rey elfo.
—¿Para qué? ¿Para terminar perdido en la espesura? —inquirió Dumaka—. Nuestra gente lo buscará. Y todo acabará bien, amigo mío... si el Uno quiere.
—Que Él lo quiera —asintió Eliason, y volvió a sentarse con la cabeza entre las manos.
Yngvar intervino entonces para decir:
—Sí, pero ¿adonde ha ido ese Haplo? ¿Alguien lo ha visto? ¿No debería estar aquí? Esta reunión fue idea suya...
—¡Vosotros, los enanos, sospecháis de todo! —exclamó Dumaka—. Primero, de la magia de las serpientes dragón. Ahora, de Haplo. ¡Pero si fue él quien salvó a nuestras hijas...!
—Sí, las salvó, pero ¿qué sabemos de él en realidad, esposo? —apuntó Delu—. ¡Quizá sólo las trajo de vuelta para llevárselas otra vez!
—¡Delu tiene razón! —Hilda dio unos pasos hasta colocarse al lado de la reina humana—. ¡Propongo que nuestros rastreadores empiecen a buscar a ese Haplo!
—¡Muy bien! —replicó Dumaka, exasperado—. Mandaré a los rastreadores a buscar a todo el mundo...
—¡Señor! —gritó en aquel instante la voz del guardián—. ¡Los han encontrado! ¡A todos!
Elfos, humanos y enanos abandonaron la cabaña de la reunión a toda prisa. Para entonces, todo el campamento estaba al corriente de lo sucedido, o de lo que se rumoreaba que había sucedido. Las familias reales se unieron a una multitud que se dirigía hacia la casa de invitados de los elfos.
Varios rastreadores humanos escoltaban a Haplo, Grundle y Alake, procedentes del bosque. Haplo llevaba en brazos a Devon. El elfo había recobrado la conciencia y sonreía débilmente, avergonzado de la atención que despertaba.
—¡Devon! ¿Estás herido? ¿Qué ha sucedido? —preguntó Eliason mientras se abría paso a empujones entre la multitud.
—Estoy..., estoy bien —consiguió articular el joven elfo, con voz ronca.
—Se repondrá —intervino Haplo—. Ha sufrido una mala caída y se ha quedado colgado de una liana. Ahora debe descansar. ¿Dónde lo dejo?
—Por aquí —indicó Eliason, conduciendo al patryn al alojamiento de los elfos.
—Podemos explicarlo todo —dijo Grundle.
—De eso no tengo ninguna duda —murmuró su padre, lanzando una torva mirada a la enana.
Haplo condujo a Devon a la residencia provisional de los elfos y depositó al joven en su lecho.
—Gracias —musitó Devon.
—Duerme un poco —contestó el patryn con un gruñido.
Devon entendió la indirecta y cerró los ojos.
—Necesita descanso —anunció Haplo al tiempo que se colocaba entre Eliason y el muchacho—. Creo que deberíamos dejarlo solo.
—Quiero que mi médico lo vea... —protestó Eliason, inquieto.
—No será necesario. Se recuperará muy pronto, pero ahora tiene que descansar —insistió Haplo.
Eliason contempló al joven que yacía en el lecho, agotado y desaliñado. Grundle y Alake lo habían aseado y habían limpiado la sangre, pero las marcas y rozaduras de la línea aún eran claramente visibles en su cuello. El rey elfo miró de nuevo a Haplo.
—Se ha caído —replicó éste con toda flema—. Se ha enredado con una liana.
—¿Y crees que volverá a suceder? —inquirió Eliason en voz baja.
—No. —Haplo acompañó sus palabras con un gesto de cabeza—. Creo que no. Hemos tenido una charla... sobre los peligros de subirse a los árboles en el bosque.
—¡Bendito sea el Uno! —murmuró Eliason.
Devon se había quedado dormido. Haplo condujo al rey elfo al exterior de la cabaña. Allí encontraron a Grundle, que explicaba a una multitud atenta:
—Alake y yo llevamos a Devon a dar un paseo. Sé que te desobedecí, padre —la enana dirigió una mirada de reojo a Yngvar—, pero Devon parecía tan desgraciado... Creímos que así se alegraría un poco...
—¡Hum! —resopló Yngvar—. Está bien, hija. Más tarde hablaremos del castigo que mereces. De momento, continúa el relato.
—Grundle y yo queríamos hablar a solas con Devon —retomó la narración Alake—. En el pueblo había demasiada gente, demasiado alboroto, de modo que le propusimos un paseo por el bosque. Hablamos y hablamos y hacía calor y nos entró sed, y entonces descubrí un árbol de jugo de azúcar cargado de frutos maduros. Supongo que lo sucedido fue culpa mía, porque le sugerí a Devon que subiera...
—Y llegó demasiado cerca de la copa —intervino Grundle con gestos dramáticos—. Resbaló y cayó desde allí, de cabeza, sobre una maraña de lianas.
—¡Y se le enredaron al cuello! Se quedó ahí colgado y yo... y nosotras... ¡no sabíamos qué hacer! —Alake tenía los ojos desorbitados—. Estaba demasiado lejos del suelo y no podíamos bajarlo. Entonces, volvimos corriendo al campamento y la primera persona que encontramos allí fue Haplo. Lo llevamos al lugar y él cortó las lianas y bajó a Devon.
Con una mirada radiante, Alake se volvió hacia el patryn, que permanecía al margen de la multitud.
—Le salvó la vida —siguió contando—. ¡Utilizó su magia para curarlo! Yo lo vi. Devon no respiraba. Las lianas se le habían enredado al cuello. Haplo posó las manos sobre él y su piel adquirió un resplandor azulado y, de pronto, Devon abrió los ojos y..., y estaba vivo.
—¿Es cierto eso? —preguntó Dumaka a Haplo.
—Alake exagera. Está trastornada por lo sucedido —contestó el patryn con un gesto de indiferencia—. El muchacho no estaba muerto, sólo desmayado. Habría recuperado el conocimiento antes o después...
—Es verdad que estaba trastornada —replicó Alake con una sonrisa—, pero no exagero.
Todo el mundo se puso a hablar a la vez: Yngvar regañó fríamente a su hija por haber salido de la cueva; Delu declaró que intentar subir a un árbol de jugo de azúcar sin ayuda era una temeridad y que Alake debería haber tenido el buen juicio suficiente para no permitirlo. Eliason consideró que las muchachas habían demostrado buen tino al correr en busca de ayuda, y que deberían dar gracias al Uno de que Haplo hubiera llegado a tiempo de evitar otra tragedia.
—¡El Uno! —le respondió Grundle, abalanzándose sobre el perplejo monarca elfo—. ¡Sí, le agradeces al Uno que nos enviara a ese hombre —señaló a Haplo con su índice corto y grueso—, y luego das media vuelta y arrojas al Mar de la Bondad el resto de los dones que Él te proporciona!
El campamento enmudeció. Todos se volvieron hacia la joven enana.
—¡Hija! —exclamó Yngvar con voz severa.
—¡Calla! —le aconsejó Hilda, al tiempo que le daba un ligero pisotón—. La chica tiene razón.
—¿Por qué rechazáis sus bendiciones? —Grundle barrió a todos los presentes con una mirada colérica—. ¿Porque no las entendéis y, por tanto, os dan miedo? —reprochó a los enanos—. ¿O porque quizá tengáis que luchar para conseguirlas? —Esta vez les tocó a los elfos soportar su ira.
»Pues bien, nosotros ya hemos decidido. Alake, Devon y yo vamos a subir a un cazador de sol con Haplo. Vamos a zarpar hacia Surunan. Si es preciso, lo haremos solos...
—¡No, Grundle! —intervino Hartmut, avanzando hasta colocarse a su lado—. No irás sola. Yo voy contigo.
—¡Y nosotros! —gritaron varios jóvenes humanos.
—¡Nosotros también iremos! —se sumaron las voces de algunos jóvenes enanos.
El grito fue coreado por casi todos los jóvenes presentes. Grundle y Alake cruzaron una mirada y la enana se volvió hacia sus padres.
—Muy bien, hija, ¿qué es lo que has organizado ahora? —inquirió Yngvar con voz agria—. ¿Una rebelión abierta contra tu propio padre?
—Lo siento, padre —respondió Grundle, sonrojándose—, pero estoy absolutamente convencida de que es lo mejor. Seguro que no permitirás que nuestro pueblo muera congelado...
—Pues claro que no —intervino Hilda—. Reconócelo, Yngvar. Tienes unos pies demasiado grandes para esa cabeza. Buscabas una excusa para volverte atrás y tu hija acaba de dártela. ¿Vas a aprovecharla, o no?
Yngvar se mesó la barba.
—Me parece que no tengo muchas alternativas —murmuró, esforzándose por no arrugar la frente sin conseguirlo del todo—. Si no voy con cuidado, esa chica terminará organizando un ejército en mi contra.
El rey enano refunfuñó y dio unos pasos con aire colérico. Grundle lo vio alejarse con inquietud.