El Mago De La Serpiente (43 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: El Mago De La Serpiente
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—Tranquilízate, querida —le dijo Hilda, sonriente—. En realidad, está muy orgulloso de ti.

Y, en efecto, Yngvar no tardó en dar media vuelta y proclamar delante de todos:

—¡Ahí tenéis a mi hija!

—Y mi pueblo irá también. —Eliason se inclinó y dio un sonoro beso a la joven enana—. Gracias, hija, por hacernos ver nuestra estupidez. Que el Uno te bendiga y te guíe siempre —añadió con los ojos llenos de lágrimas—. Y, ahora, debo volver junto a Devon.

Tras esto, Eliason se alejó apresuradamente.

Grundle estaba saboreando el poder, y era evidente que le resultaba más dulce que el zumo de azúcar, más embriagador que la cerveza de los enanos. Miró a su alrededor, exultante, buscando a Haplo, y lo distinguió medio oculto entre las sombras, observando la escena con atención.

—¡Lo he hecho! —exclamó la enana mientras echaba a correr hacia él—. ¡Lo he hecho! ¡He dicho lo que me sugeriste y ha dado resultado! ¡Vendrán! ¡Todos!

Haplo guardó silencio. Su expresión permaneció sombría, impenetrable.

—Era lo que querías, ¿no? —inquirió Grundle, irritada—. ¿No?

—Sí, claro. Eso era lo que quería —respondió el patryn. Alake se acercó también a él, con una sonrisa deslumbrante.

—¡Es maravilloso! —exclamó—. ¡Todos juntos, navegando hacia una nueva vida!

Dos musculosos humanos se aproximaron a la joven enana, la alzaron en hombros y la pasearon en triunfo. Alake se puso a bailar y no tardó en organizarse un desfile: los humanos elevaron cánticos, los elfos dejaron oír sus melodiosas voces y los enanos añadieron las suyas, tan graves que rivalizaban con el sonido del tambor ceremonial.

Navegando hacia una nueva vida.

Navegando hacia la muerte.

Haplo dio media vuelta en redondo, se internó en la oscuridad y dejó atrás el resplandor de las hogueras y la jubilosa celebración.

CAPÍTULO 23

SURUNAN

CHELESTRA

Alfred no fue obligado a pasar todo su tiempo como prisionero en la biblioteca. El Consejo de los sartán no se reunió una sola vez, sino muchas. Sus miembros, al parecer, tenían dificultades para alcanzar una decisión respecto a la infracción cometida por Alfred y concedieron permiso a éste para abandonar la biblioteca y volver a la casa. Quedaría confinado en su habitación hasta que los Consejeros adoptaran alguna resolución sobre su caso.

Los miembros del Consejo tenían prohibido hablar de lo que se trataba en las reuniones, pero Alfred tuvo la certeza de que era Orla quien más salía en su defensa. Aquel pensamiento lo reconfortó, hasta que advirtió que el muro existente entre marido y mujer se había hecho aún más alto y más grueso. Orla se mostraba grave y reservada; su marido, lleno de una cólera fría e impasible. Alfred se reafirmó en su decisión de marcharse. Sólo deseaba presentar sus disculpas ante el Consejo, antes de hacerlo.

—No es preciso que me encierres con llave —dijo Alfred a Ramu, a quien seguía teniendo por guardián—. Te doy mi palabra de sartán de que no intentaré huir de mi habitación. Sólo quisiera pedirte un favor. ¿Podrías ocuparte de que el perro salga al aire libre para hacer ejercicio?

—Supongo que podemos complacerlo —respondió Samah con displicencia cuando su hijo le presentó la petición.

—¿Por qué no nos deshacemos del animal? —propuso Ramu con indiferencia.

—Porque tengo planes para él —replicó Samah—. Me parece que le pediré a tu madre que se ocupe de pasear al perro. Padre e hijo cruzaron una mirada de complicidad. Orla se negó a la petición de su esposo.

—Ramu puede encargarse de eso. Yo no quiero saber nada de ese animal.

—Ramu tiene ahora su propia vida —le recordó Samah con severidad—. Tiene su familia, sus propias responsabilidades... Ese Alfred y su perro son responsabilidad nuestra. Una carga que sólo debes agradecerte a ti misma.

Orla captó el tono de reproche de su voz y fue consciente de su culpa por haber fallado ya una vez en aquella responsabilidad. Y había vuelto a fallarle a su esposo, obstruyendo la labor del Consejo con sus objeciones.

—Está bien, Samah —asintió por último, con frialdad.

A la mañana siguiente, muy temprano, acudió a la habitación de Alfred dispuesta a encargarse de la molesta tarea. Mientras iba hacia allí, se recordó a sí misma que, por mucho que hubiera salido en su defensa ante el Consejo, seguía enfadada con aquel hombre, decepcionada con su actitud. Se mostraría fría y distante, decidió al tiempo que llamaba enérgicamente a su puerta.

—Adelante —le respondió una voz paciente.

Alfred no preguntó quién era; quizá no se creía con derecho a saberlo.

Orla entró en la estancia.

Alfred se hallaba junto a la ventana. Cuando la vio, se le encendió el rostro. Tras un titubeo, dio un paso hacia ella, pero Orla levantó una mano en gesto de advertencia.

—He venido a buscar al perro. Supongo que querrá acompañarme... —dijo y miró al animal con una mueca dubitativa.

—Yo... supongo que sí —respondió Alfred—. Sé bueno, muchacho. Ve con Orla. —Hizo un gesto al perro y, para su sorpresa, éste obedeció—. Quiero agradecerte...

Orla se volvió en redondo y abandonó la habitación, sin olvidar cerrar la puerta cuando hubo salido.

Condujo al perro al jardín, tomó asiento en un banco y miró al animal, expectante.

—Bueno, juega —le indicó, irritada—, o lo que quiera que hagas.

El perro dio un par de vueltas por el jardín, pero no tardó en volver y, posando el hocico sobre la rodilla de Orla, suspiró y fijó sus ojos límpidos en su rostro.

Orla se quedó perpleja ante tamaña libertad y la proximidad del animal la hizo sentirse incómoda. Deseó librarse de él y apenas logró resistir el impulso de levantarse de un salto y escapar de allí, pero no estaba segura de cómo reaccionaría el perro y creyó recordar vagamente, según lo poco que sabía sobre animales, que un movimiento brusco podía desencadenar en ellos una conducta imprevisible.

Con mucha cautela, alargó la mano y le dio unas palmaditas en el hocico.

—Vamos... —dijo, como si se dirigiera a un chiquillo molesto—, vete. Pórtate bien y aléjate.

Se había propuesto quitarse de encima la cabeza del animal, pero la sensación de pasar la mano por el pelaje de éste le resultó agradable. Percibió bajo sus dedos el calor de la fuerza vital del animal, en marcado contraste con la frialdad del banco de mármol en el que estaba sentada. Y, cuando le acarició la testuz, el perro meneó el rabo y sus apacibles ojos pardos parecieron iluminarse.

De pronto, Orla sintió lástima de él.

—Estás solo —murmuró, frotándole las orejas sedosas con ambas manos—. Echas de menos a tu amo patryn, supongo. Aunque tienes a Alfred, él no es tuyo en realidad, ¿verdad? No —añadió con un suspiro—, Alfred no es tuyo, en realidad.

»Ni mío, ya que estamos en ello. Entonces ¿por qué me preocupo por él? No significa nada para mí; no
puede
significar nada.

Orla permaneció allí sentada sin dejar de acariciar al animal, un oyente atento, silencioso y paciente que le sacó más de lo que ella tenía intención de revelar.

—Tengo miedo por él —murmuró, con un acusado temblor en la mano posada sobre la cabeza del perro—. ¿Por qué, por qué tuvo que ser tan estúpido? ¿Por qué no podía conformarse con vivir en paz? ¿Por qué tenía que terminar como los otros? No... —suplicó en un susurro—, como los otros, no. ¡Que no termine como los otros!

Cogió la cabeza del perro en su mano, la sostuvo por la mandíbula inferior y observó aquellos ojos inteligentes que parecían entenderla.

—Tienes que avisarle. Dile que olvide lo que ha leído, dile que no merece la pena...

—Me parece que cada vez te gusta más ese animal... —dijo la voz de Samah en tono acusador.

Orla dio un respingo y se apresuró a retirar la mano. El perro lanzó un gruñido. La mujer se puso en pie con aire digno, apartó al animal e intentó limpiar las babas de éste de su vestido.

—Me da lástima —repuso.

—Te da lástima su dueño —replicó Samah.

—Sí, es verdad —declaró ella, molesta con su tono de voz—. ¿Te parece mal, Samah?

El Consejero contempló a su esposa con rostro sombrío; luego, de pronto, su expresión ceñuda se relajó y movió la cabeza con gesto de cansancio y hastío.

—No, esposa. Es muy encomiable por tu parte. Soy yo quien debe disculparse. No..., no he sabido controlarme.

Pese a sus disculpas, Orla siguió sintiéndose molesta y mantuvo su actitud distante. Samah le dirigió una fría reverencia y dio media vuelta dispuesto a marcharse. La mujer observó las arrugas de fatiga de su rostro, sus hombros hundidos de cansancio, y la asaltó un sentimiento de culpa. Alfred era culpable de lo que se lo acusaba; no tenía excusa. Samah tenía innumerables problemas en la cabeza, graves cargas que soportar. Su pueblo estaba en peligro; un peligro muy real, como era la existencia de aquellas serpientes dragón. Y, ahora, esto...

—Esposo mío —dijo, pues, compungida—, lo siento. Perdóname por ser una carga más para ti, en lugar de ayudarte a soportar las que ya tienes.

Avanzó unos pasos, alargó las manos y, pasándolas sobre los hombros de Samah, comenzó a acariciarlos. Sentía bajo las yemas de sus dedos el calor de su fuerza vital, como había experimentado con el perro. Y deseó que él se volviera, la tomara en sus brazos y la estrechara con fuerza. Deseó que Samah le transmitiera parte de su fortaleza, o que tomara parte de esa fortaleza de ella.

—Esposo mío... —musitó de nuevo, y se apretó más contra él.

Samah se apartó. Tomó las dos manos de Orla entre las suyas, juntó las palmas y depositó un beso, ligero y frío, en las yemas de sus dedos.

—No hay nada que perdonar, esposa mía. Tenías derecho a hablar en defensa de ese hombre. La tensión nos afecta a los dos.

Le soltó las manos.

Orla las mantuvo extendidas hacia él un momento más, pero Samah fingió no verlo.

Lentamente, ella las dejó caer a los costados. Su diestra encontró allí al perro, apretado contra su rodilla, y empezó a rascarle detrás de la oreja sin darse cuenta de lo que hacía.

—La tensión... Sí, supongo que es eso. —Respiró profundamente, para disimular un suspiro—. Esta mañana te has marchado muy temprano. ¿Ha habido más noticias de los mensch?

—Sí. —Samah paseó la mirada por el jardín, sin dirigirla en ningún momento a su esposa—. Según los delfines, las serpientes dragón han reparado las naves de los mensch. Éstos han celebrado una reunión conjunta de las tres razas y han decidido zarpar hacia aquí. No cabe duda de que traen intenciones bélicas.

—¡Oh, seguro que no...! —empezó a decir Orla.

—¡Seguro que sí! Seguro que proyectan atacarnos —la interrumpió Samah, impaciente—. Son mensch, ¿verdad? ¿Cuándo, en toda su sangrienta historia, han resuelto esas gentes un problema como no sea mediante la fuerza de la espada?

—Tal vez hayan cambiado.

—Los dirige ese patryn, las serpientes dragón están de su parte... Dime, esposa mía, ¿qué crees tú que se proponen? Ella prefirió no hacer caso de su sarcasmo.

—¿Tienes algún plan, esposo?

—Sí, lo tengo. Y pienso exponerlo ante el Consejo —añadió Samah con un énfasis que tal vez era inconsciente, o tal vez deliberado.

Orla se sonrojó ligeramente y no dijo nada. En otro tiempo, su esposo habría discutido el plan con ella antes de presentarlo al Consejo. Pero ya no. No había vuelto a hacerlo desde antes de la Separación.

¿Qué había sucedido entre ellos? Orla intentó recordarlo. ¿Qué había dicho? ¿Qué había hecho? ¿Y cómo era posible, se preguntó desolada, que ahora estuviera repitiéndolo todo?

—En esa reunión del Consejo, solicitaré una votación para adoptar una decisión definitiva sobre el destino de tu «amigo» —añadió Samah.

De nuevo, aquel tono sarcástico. Orla experimentó un escalofrío y mantuvo la mano apoyada en el perro para que no se apartara de su lado.

—¿Qué crees tú que le sucederá? —preguntó, fingiendo indiferencia.

—Eso depende del Consejo. Yo expresaré mi recomendación.

Samah empezó a marcharse.

Orla avanzó unos pasos y le tocó el brazo. Notó que él lo retiraba, rehuyendo el contacto. Sin embargo, cuando se volvió a mirarla, su expresión era agradable, paciente. Quizá sólo había imaginado aquella reacción, se dijo.

—¿Sí, esposa?

—Con él no será como..., como con los otros, ¿verdad? —murmuró con un titubeo. Samah entrecerró los ojos.

—Eso lo ha de decidir el Consejo.

—Lo que hicimos hace tanto tiempo no..., no estuvo bien, esposo. —Orla lo dijo con determinación—. No estuvo bien.

—¿Significa eso que me desafiarías? ¿Que desafiarías la decisión del Consejo? ¿O tal vez ya lo has hecho?

—¿A qué te refieres? —inquirió Orla, desconcertada.

—No todos los que enviamos llegaron a su destino. El único modo de que pudieran haber escapado a su sino era conocerlo con antelación. Y los únicos que estaban en posesión de tal conocimiento eran los miembros del Consejo...

—¡Cómo te atreves a insinuar...! —replicó Orla, indignada. Samah no la dejó terminar.

—Ahora no tengo tiempo para eso. El Consejo se reúne dentro de una hora. Te sugiero que devuelvas el animal a su cuidador y le digas a Alfred que prepare su defensa. Por supuesto, tendrá ocasión de exponer sus argumentos.

El Consejero abandonó el jardín en dirección al edificio del Consejo. Orla, perpleja y preocupada, lo siguió con la mirada y vio a Ramu salir a su encuentro. Vio que los dos intercambiaban comentarios con gesto grave y vehemente.

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