—¿Miente en todo?
—No. Creo que no —contestó Samah después de un instante de profunda reflexión—. La imagen de los nuestros yaciendo muertos en sus cámaras del sueño en Ariano, las imágenes de los sartán practicando el arte prohibido de la nigromancia en Abarrach eran demasiado reales. Pero también eran breves, veloces. No estoy seguro de entenderlo. Debemos interrogarlo otra vez para intentar sacar en claro lo que ocurrió. Sobre todo, tenemos que averiguar algo más acerca de ese patryn.
—Entiendo. Y es lo que quieres que yo haga, ¿no es cierto?
—Sé amistoso con ese Alfred, hijo. Anímalo a hablar, arráncale las palabras, procura estar de acuerdo con él y tratarlo con comprensión. Está solo y se muere de ganas de estar con los de su raza. Se esconde en una coraza que ha construido como defensa. Tenemos que abrirla con amabilidad y, una vez que hayamos conseguido sacarlo de ella, podremos utilizarlo. En realidad, ya he comenzado a poner en práctica mi plan —concluyó, mientras miraba complacido en dirección al oscuro pasadizo.
—¿De veras? —Su hijo echó también un vistazo al pasillo.
—Sí. He puesto al desdichado en manos de tu madre. Es probable que comparta con ella sus verdaderos pensamientos.
—¿Pero le contará ella lo que sabe? —se preguntó Ramu—. Creo que ha simpatizado con él.
—Ella siempre ha trabado amistad con el primero que llama a su puerta —replicó Samah con aire indiferente—. Pero nada más que eso. Nos lo contará todo. Es leal a los suyos. Justo antes de la Separación, se puso de mi parte, me dio soporte y dejó de lado todas sus objeciones. De ese modo, los otros miembros del Consejo se vieron obligados a aprobar mi idea. Sí, me dirá lo que necesito saber. Especialmente cuando comprenda que nuestro objetivo es ayudar al pobre hombre.
Ramu se inclinó ante la sabiduría de su padre y se dispuso a marcharse. Samah lo detuvo con un gesto.
—De todas formas, Ramu, manten abiertos los ojos. No me fío de ese... Alfred.
A LA DERIVA EN ALGÚN LUGAR
DEL MAR DE LA BONDAD
Ha ocurrido algo tan sumamente extraño y he estado (por fortuna) tan ocupada que no he tenido tiempo de escribir hasta ahora. Pero por fin todo ha vuelto a la normalidad, la excitación ha remitido, y nos hemos quedado con la duda: «¿Qué nos ocurrirá ahora?».
¿Por dónde debo empezar? Si miro hacia atrás, caigo en la cuenta de que todo comenzó con la tentativa mágica de Alake de convocar a los delfines para hablar con ellos. Queríamos averiguar, en la medida de lo posible, hacia dónde íbamos y qué nos esperaba, aunque nuestro destino fuera terrible. Era ese «no saber» lo más difícil de llevar.
Yo dije que nos hallábamos a la deriva en el mar. Aquello no era demasiado exacto, como recalcó Devon durante el almuerzo. Navegamos en una dirección concreta hacia la que nos guían las serpientes dragón. No tenemos ningún control sobre el barco. Ni siquiera podemos acercarnos al control de mandos.
Cuando nos dirigimos hacia el lugar en que se encuentran, nos invade una horrible sensación. Se nos debilitan las piernas, se quedan rígidas y se niegan a moverse. Imágenes de muerte y agonía nos pueblan la mente. Una vez lo intentamos, pero caímos presas del pánico y huimos precipitadamente para escondernos acurrucados en nuestro camarote. Todavía sueño con eso.
Fue después de ese incidente, ya recuperados, cuando Alake decidió intentar ponerse en contacto con los delfines.
—No hemos visto ninguno desde que embarcamos —comentó—, y me parece muy extraño. Quiero saber qué ocurre, hacia dónde nos llevan.
Ahora que pienso en ello, admito que es muy extraño que no viéramos ningún pez. Los delfines son muy amistosos y les encanta chismorrear. Por lo general acompañan a los barcos con la esperanza de enterarse de las nuevas y cuentan sus noticias a cualquier chiflado que esté dispuesto a escucharlos.
—¿Cómo los... eh... convocaremos? —pregunté.
Alake parecía sorprenderse de que yo no lo supiera. No entiendo por qué. ¡Ningún enano en su juicio convocaría voluntariamente a un montón de peces! Hacemos todo lo posible por desembarazarnos de ellos.
—Utilizaré la magia, por supuesto —me contestó—. Y quiero que tú y Devon estéis a mi lado.
Tengo que admitir que yo estaba muy excitada. Había convivido con humanos y elfos, pero nunca había presenciado un rito mágico humano, y me sorprendió que Alake nos invitara a participar. Dijo que nuestra «energía» le serviría de ayuda. Personalmente, pienso que se sentía sola y tenía miedo, pero no dije nada.
Quizá debería explicar (lo mejor que pueda) el concepto mágico de los phondranos y los elmanos. Y el punto de vista de los gargan.
Enanos, elfos y humanos creen en el Uno, una fuerza poderosa que nos ha puesto en el mundo, nos vigila mientras estamos en él y nos acoge cuando lo abandonamos. Sin embargo, cada raza tiene su propia visión del Uno.
El credo fundamental de mi raza consiste en que todos los enanos estamos en el Uno y el Uno está en todos nosotros. Aquello que perjudica a un enano, perjudica a los otros y al Uno; por ese motivo, un enano jamás matará, estafará o engañará intencionadamente a otro enano. (Dejando de lado las peleas, por supuesto. Un puñetazo en la mandíbula en un regular toma y daca, se considera, por norma general, beneficioso para la salud).
En la antigüedad, pensábamos que el Uno tenía un interés especial en nosotros. En cuanto a elfos y humanos, si realmente procedían del Uno (algunos sostenían que brotaban como hongos en la oscuridad), eran un accidente o, por el contrario, habían sido creados por una fuerza maléfica opuesta a él.
El largo tiempo de coexistencia nos ha enseñado a aceptarnos. Ahora sabemos que el Uno cuida de todas sus criaturas (aunque algunos ancianos mantienen que ama a los enanos y simplemente tolera a las otras dos razas).
Los humanos creen que el Uno es el poder supremo pero —al igual que algunos gobernantes de Phondra— está abierto a sugerencias. Por eso lo acosan constantemente con súplicas y requerimientos. Los phondranos también piensan que tiene subordinados que realizan ciertas tareas serviles que no son dignas de él. (¡Este concepto es tan humano!) Esos dioses inferiores están sujetos a la manipulación humana a través de la magia, y los phondranos son felices cuando consiguen alterar las estaciones, invocar a los vientos o la lluvia y encender fuegos.
Los elmanos tienen una idea del Uno mucho menos rígida. Según ellos, el Uno lo creó todo con una explosión y después se sentó perezosamente a observar su desarrollo —como hacía Sadia de pequeña con sus relucientes peonzas—. Los elmanos no consideran la magia algo reverente y espiritual, sino más bien un entretenimiento o instrumento para ahorrar esfuerzo.
Aunque Alake sólo tiene dieciséis años (una criatura a nuestros ojos, pero los humanos maduran deprisa), está considerada una experta en hechicería, y estoy segura de que el mayor anhelo de su madre es convertirla en cabeza de Círculo.
Devon y yo la observamos instalarse ante el altar que había construido en la bodega vacía de la segunda cubierta. Tengo que admitir que fue un placer contemplarla.
Alake es alta y bien formada. (A propósito, yo nunca he envidiado la estatura de los humanos. Un viejo proverbio enano dice: «El palo, cuanto más alto, más frágil». Pero admiraba los gráciles movimientos de mi amiga, que parecían los de una fronda inclinada sobre el agua). Tiene la piel oscura como el ébano. Lleva el pelo negro peinado en numerosas trenzas que le caen por la espalda, rematadas con cuentas azules y anaranjadas (los colores de su tribu) y de color cobre. Si no se recoge las trenzas, las cuentas repican musicalmente al andar, y suenan como cientos de campanas diminutas. Vestía el traje de Phondra, una sencilla pieza de tela azul y naranja que le envolvía el cuerpo, sujeta ingeniosamente por los pliegues (un truco que sólo conocen los phondranos). El extremo libre del vestido iba sujeto sobre su hombro derecho (para señalar que es soltera; las mujeres casadas se lo recogen en el izquierdo).
Lucía pulseras ceremoniales de plata en los brazos, y de sus orejas colgaban campanas del mismo material.
—Nunca te había visto estos brazaletes, Alake —le comenté para romper el terrible silencio—. ¿Son tuyos o de tu madre? ¿Son un regalo?
Para mi sorpresa, Alake, a quien le encanta enseñar sus joyas nuevas, se quedó callada y apartó la cara. Creí que no me había oído, así que insistí.
—Alake, te preguntaba si...
—Shh... —me interrumpió Devon, golpeándome en las costillas con su codo puntiagudo—. No hagas ningún comentario sobre las joyas.
—¿Por qué no? —susurré furiosa. En honor a la verdad, ya estaba harta de andar por ahí de puntillas para no ofender a nadie.
—Son sus adornos mortuorios —explicó Devon.
Me quedé estupefacta. Desde luego, conocía la costumbre. Al nacer, se presenta a las niñas phondranas con los brazaletes de plata y los pendientes de cascabel que se supone que llevarán el día de su boda y que sus hijas heredarán con el tiempo. Pero, si una muchacha muere prematuramente antes del matrimonio, se la adorna con todos sus abalorios antes de que se reúna con el Uno en el Mar de la Bondad.
Me entristecí mucho e intenté decir algo que suavizara la situación pero no encontré palabras. De modo que me senté, clavé los talones en el suelo y traté de interesarme por lo que hacía Alake.
Devon se sentó a mi lado. El mobiliario del barco era obra de los enanos. Me apené por el elfo, que parecía muy incómodo con las largas piernas, aprisionadas entre los pliegues del vestido de Sadia, sobresaliendo a ambos lados del pequeño taburete.
Alake no acababa nunca de disponer los objetos en el altar; cada vez que colocaba uno se detenía para rezar.
—¡Si todos los humanos dedican una oración a cada detalle, me parece que el Uno debe de hacer tiempo que duerme! —refunfuñé en voz baja; pero ella debió de oírme, porque frunció el entrecejo y me miró con reproche.
Decidí cambiar de tema. Eché un vistazo a Devon, que vestía las ropas de Sadia, y me acordé de algo que hacía tiempo que me rondaba por la cabeza.
—¿Cómo te las arreglaste para que Sadia te dejara venir en su lugar? —le pregunté al elfo.
Aquello fue otro error. La expresión alegre de Devon desapareció y lo oscureció una sombra de tristeza. Escondió el rostro.
Alake se abalanzó sobre mí y me pellizcó con fuerza.
—¡No se la recuerdes!
—¡Oh! ¡Ya está bien! —gruñí, a punto de perder la paciencia—. No puedo mencionarle a Alake sus pendientes. No puedo hablarle a Devon de Sadia, a pesar de que lleva sus vestidos y tiene un aspecto de loco fuera de lo común. Pues bien, por si lo habéis olvidado, también es mi funeral y Sadia era mi amiga. Actuamos como si esto fuera un crucero. Y no lo es. Y no es bueno guardar las palabras en el estómago. Envenenan la comida —resoplé—. No es de extrañar que no podamos tragar los alimentos.
Alake me miraba sobresaltada y en silencio. Devon tenía en la cara pálida el espectro de una sonrisa.
—Tienes razón, Grundle —admitió Devon al tiempo que miraba con tristeza la ajustada túnica con motivos floreados, decorada con lazos y cubierta de encajes. Los hombres de raza élfica son casi tan delgados como sus mujeres, pero suelen tener los hombros más anchos, y advertí que aquí y allá las costuras se descosían por la tirantez—. Realmente tenemos que hablar de Sadia. Yo quería hacerlo pero temía afligiros con recuerdos dolorosos.
—Te admiro por tu sacrificio y tu valentía, amigo mío. —Impulsivamente, Alake se arrodilló al lado del muchacho y tomó su mano entre las suyas—. No tengo a ningún hombre en más alta estima.
Era toda una alabanza, en boca de una humana. Devon se sintió halagado y complacido. Se ruborizó y sacudió la cabeza.
—Lo hice por mí —declaró con suavidad—. ¿Cómo podría vivir con la idea de que había muerto... y de un modo tan terrible? Mi fin será mucho más fácil sabiendo que ella está a salvo.
Me asombró que pensara que Sadia se sentiría mejor si él moría en su lugar. Pero al fin y al cabo es un hombre: elfo, humano o enano..., todos son iguales.
—¿Pero cómo la convenciste? —insistí. Conociendo a Sadia como la conocía, y después de ver la fuerza de su determinación, me costaba creer que hubiera cedido sin más.
—No la convencí —respondió, y se ruborizó más aún—. Si queréis saberlo, esto fue lo que la convenció. —Alzó un puño apretado con los nudillos amoratados.
—¡La golpeaste! —grité.
—¡Le pegaste! —exclamó Alake.
—Le rogué que me dejara ir en su lugar. Se negó. No había manera de hablar con ella, de modo que hice lo único que podía hacer para evitarlo: le di un puñetazo. ¿Qué otra cosa se podía intentar? Estaba desesperado. ¡Creedme, pegar a Sadia es la cosa más dura que he hecho en la vida!
Le creí. Un elmano sentía remordimientos durante días por el mero hecho de pisar una araña accidentalmente.
—En cuanto a mis joyas —dijo Alake, haciendo rodar el brazalete en su brazo—, éstas son mías, Grundle. Fueron un regalo de mi madre cuando nací. No fui capaz de dejarles otro mensaje a mi partida. Lo intenté pero era demasiado difícil expresar con palabras mis sentimientos. Cuando mi madre descubra que han desaparecido, lo comprenderá.
Volvió a su altar. Devon se estiró las mangas del vestido, que debían de cortarle la circulación. Yo me senté entre lágrimas. Por fin habían hablado, pero aquellas palabras fueron duras de escuchar, y no sirvieron de nada.