Cuando distinguió la mole del
Annawan
en la lejanía, débilmente iluminado por la docena de linternas colgadas a estribor, Reynolds solo atinó a pensar que había sido la mano del Creador la que lo había guiado hasta él. De otro modo, no podía explicarse que su enloquecido deambular entre la niebla, a ratos corriendo y a ratos caminando exhausto, le hubiera conducido justo a donde quería llegar. Avanzó hacia el buque lo más rápido que pudo, sin dejar de mirar por encima del hombro, temiendo distinguir a la criatura en cualquier momento. Una vez lo alcanzó, subió por la rampa de nieve al límite de sus fuerzas. Griffin, que montaba guardia a estribor, contempló su penosa escalada con ternura. Cuando lo tuvo cerca, le tendió amablemente una mano y le ayudó a subir.
—¡Carson ha muerto! —logró informarle Reynolds entre bufidos—. ¡El monstruo lo ha despedazado!
Pero el marinero no se alarmó ante la terrible noticia, como Reynolds esperaba, sino que se limitó a contemplarlo inexpresivo.
—¿No me ha oído, Griffin? —repitió, gritando con más fuerza esta vez—. ¡Le he dicho que Carson está muerto!
—Cálmese, señor —reaccionó al fin el marinero—. Le he oído perfectamente, pero creo que se equivoca: Carson está allí.
El explorador siguió la dirección de su gesto, hasta distinguir al centinela que se encontraba a unos veinte metros de donde ellos estaban, montando guardia en la popa.
—¿Ese es Carson? —preguntó desconcertado, con la mirada clavada en la oscura silueta que les daba la espalda, concentrada en su vigilancia.
Griffin asintió.
—¿Está seguro?
El marinero estudió la lejana figura casi con pesar.
—Sí, estoy absolutamente seguro, señor —insistió—. Es él.
Reynolds observó la silueta durante varios segundos, incrédulo.
—¿Se encuentra bien, señor? —oyó que le preguntaba el marinero.
—Si, Griffin, estoy bien, no se preocupe… —murmuró lentamente Reynolds—. Creo que he bebido demasiado. Eso es todo.
—Entiendo, señor. Es comprensible —le disculpó Griffin—. Esta situación es difícil de soportar para todos.
Reynolds asintió distraído mientras se alejaba de Griffin con andares de sonámbulo, sin preocuparle lo que este pudiera pensar de él; apenas era consciente ya de la presencia del marinero, cuyos ojos permanecieron sin embargo clavados en su espalda, observándolo cruzar la cubierta del
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con algo más que simple curiosidad. Irónicamente, pese a lo que le había dicho a Griffin, Reynolds se encontraba más sobrio que nunca. La larga carrera por la nieve lo había espabilado y sentía la cabeza extrañamente despejada mientras, desgranando un rosario de parsimoniosos pasos, se dirigía hacia la oscura silueta que se recortaba en la popa del barco, y que a medida que avanzaba se tornaba más aterradora en su majestuosa inmovilidad. Griffin le había asegurado que aquel centinela era Carson, pero el explorador sabía que no lo era. No, no lo era porque él acababa de encontrar el cadáver del marinero en la nieve. Le bastaba con cerrar los ojos para evocar sus desencajados rasgos, aquella expresión de pavor que una crisálida de hielo había preservado para la eternidad. Intentó reconocer la silueta a la que se estaba acercando, pero le resultaba difícil a través de aquella lechosa semioscuridad, y sobre todo a causa de las numerosas capas de ropa en las que todos se veían obligados a enterrarse cuando salían al exterior. De entre toda la tripulación, las figuras que resultaban más reconocibles en la lejanía eran la de Peters, el gigante indio, y la de Allan, por aquella siniestra delgadez suya que lo reducía a poco más que un aroma. Pero aquel bulto informe que vigilaba atentamente las llanuras blancas, ajeno al escrutinio de Reynolds, podía ser cualquiera, desde el cocinero del barco hasta el presidente Jackson, pasando por su majestad Jorge IV; encontrarse con alguno de ellos le sorprendería menos que hacerlo con el marinero que yacía destripado en la nieve.
Pero… ¿y si realmente aquella silueta era Carson, como aseguraba Griffin?, se preguntó mientras se aproximaba a ella con una lentitud ridícula, como si transportara un cántaro en la cabeza. ¿Debía dudar entonces de lo que había visto en el hielo? Era evidente que sí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Recelar de sus sentidos era lo más lógico. ¡No podía haber dos Carsons, uno allí, montando guardia, y otro tirado en el hielo con las tripas al aire! Y él estaba borracho, no debía olvidarlo. El marinero muerto le había parecido Carson, pero tal vez no fuese él, sino alguien que se le parecía. ¿Acaso había memorizado todos los rostros de la tripulación? Claro que no. ¡Dios santo, a algunos ni siquiera los había mirado a la cara dos veces! De repente, cuando ya se hallaba tan cerca del centinela que podía vislumbrar el vaho de su respiración surgiendo de su acolchada cabeza, un recuerdo le golpeó el alma como una pedrada, obligándolo a detenerse a escasos tres metros de él: había tenido que desenterrar el cadáver. ¡Había tenido que desenterrarlo porque estaba sepultado bajo un grueso manto de nieve! Entonces analizó con mayor atención lo que había visto, y advirtió que el cadáver presentaba un estado de congelación más avanzado del que mostraría un cuerpo que solo llevara una hora a la intemperie. Ni las ventiscas ni las bajas temperaturas podían haberlo castigado de ese modo en tan poco tiempo, por lo que su teoría de que Carson le había seguido al verlo salir del barco se le antojó de repente absurda. ¿Cómo no había reparado en eso al desenterrarlo? El cadáver debía de llevar allí más tiempo. Quizá un día o dos. Clavado en la cubierta, a escasos metros del centinela, Reynolds hizo memoria. La última vez que había visto a Carson había sido en la enfermería, en estado catatónico después de ser testigo del salvaje asesinato del cirujano. Allí lo habían visitado algunos de sus compañeros, ansiosos por recabar información sobre el monstruo. Pero desde entonces no había tenido noticias de él. Recordó que al salir de la armería le había parecido reconocerlo como uno de los centinelas, pero ahora no estaba tan seguro de ello. Debió de confundirlo con otro, como sin duda le había ocurrido a Griffin. Lo más probable era que Carson se hubiese escapado de la enfermería en algún momento y hubiese salido del buque sin que nadie lo viera, Dios sabía con qué fin. Quizá espoleado por los delirios de la fiebre, o porque ya no podía resistir más la tensa espera a la que estaban sometidos. El motivo no importaba demasiado. ¿Acaso no acababa de realizar él mismo una estupidez idéntica? Sea como fuere, el desdichado se había tropezado con la criatura, que le había dispensado el mismo trato que al cirujano. Y Reynolds había encontrado su cuerpo hacía apenas una hora, mientras todos pensaban que Carson seguía en el barco. Pero no lo estaba, no podía estarlo, se dijo, contemplando la oscura silueta que se recortaba contra la bruma a unos metros de él.
Con el corazón latiéndole con saña, Reynolds maldijo al imbécil de Griffin por provocarle aquella ridícula inquietud. Era evidente que aquel listillo se había equivocado, y en cuanto diera los cuatro o cinco pasos que lo separaban del centinela, le tocara el hombro y se enfrentara al rostro de Kendricks, Wallace o el mismísimo Jorge IV, respiraría aliviado. Entonces, tras aconsejarle a Griffin que se hiciera con unas buenas lentes cuanto antes, buscaría al capitán MacReady para informarle de su triste descubrimiento. Decidido al fin a resolver el misterio, Reynolds tomó aire y dio un par de pasos vacilantes. La oscura figura, debió de percibir su llegada por el crujido del entarimado y comenzó a girarse lentamente hacia él. Reynolds se olvidó de respirar y contempló cómo el nebuloso perfil de su rostro surgía tras las largas orejeras del gorro, y cómo se iba volviendo cada vez más nítido a medida que el marinero terminaba de girarse con exasperante lentitud, hasta que pudo verlo totalmente de frente. Sobre la cubierta del
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, Reynolds y el marinero que yacía muerto en el hielo se miraron en silencio. El rostro de Reynolds reflejaba sorpresa e incredulidad —estaba demasiado confundido para sentir miedo, o saber siquiera que debía sentirlo—, mientras que el de Carson mostraba una expresión algo extraviada, como si se hubiese quedado dormido de pie y la llegada del explorador lo hubiera despertado bruscamente. Sin embargo, fue el marinero quien rompió el hechizo de silencio que los envolvía.
—¿Necesita algo, señor?
A Reynolds aquella voz se le antojó extraña, quizá algo turbia, como la de alguien que ha permanecido mucho tiempo sin usar sus cuerdas vocales. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para sobreponerse al aturdimiento que lo embargaba e improvisar una respuesta.
—Nada, Carson… Solo he venido a decirle que me alegro de verlo recuperado.
—Gracias, señor —le respondió el marinero amablemente.
Reynolds no pudo evitar comparar aquel rostro con el que había desenterrado de la nieve, aquel rostro amoratado y desencajado por el espanto, idéntico al que ahora tenía delante, y que se le había grabado en la mente para siempre. El rostro de Carson. Pero si aquel cadáver era el de Carson… Reynolds sintió cómo el corazón se le detenía en el pecho mientras en su mente tomaba forma una escalofriante pregunta: ¿Con quién estaba hablando ahora? ¿Con quién demonios estaba…?
—Señor… ¿puedo ayudarle? —repitió el marinero.
El explorador negó despacio con la cabeza, incapaz de articular palabra. Sin duda, había algo definitivamente extraño en su voz. Era la de Carson, sí, pero sonaba ligeramente diferente. Tal vez todo aquello no fuese más que pura sugestión, se dijo, aunque sentía que algo no encajaba en aquel hombre: su manera de moverse, de hablar, de mirarlo… Tenía la sensación de estar ante un actor que interpretaba con esfuerzo un papel. ¿Qué eres?, se preguntó Reynolds, abismándose casi sin quererlo en aquellos ojos pequeños y vulgares que parecían contemplarlo a su vez con excesiva suspicacia, con un recelo que nunca había percibido en la mirada de Carson.
En aquel momento, una enorme silueta que solo podía ser la del mestizo emergió a cubierta, distrayéndolos de su mutuo escrutinio. Peters descendió ágilmente por la rampa de hielo y, caminando algo encorvado por el frío, se dirigió a la jaula de los perros, que solía cubrir con unas lonas durante unas horas cada día, para que los animales, desconcertados por aquella perenne semioscuridad, conciliaran el sueño. Tanto Carson como Reynolds contemplaron hacer al indio en silencio, agradecidos de la tregua que suponía su irrupción, sobre todo el explorador, que necesitaba con desesperación ordenar sus impresiones. Sin embargo, no dispuso de demasiado tiempo, pues en cuanto Peters retiró las gruesas lonas, los perros salieron de su letargo y comenzaron a olfatear el aire, visiblemente inquietos. De repente, como en una coreografía, los animales volvieron la cabeza hacia donde ellos se encontraban y, casi de inmediato, prorrumpieron en furiosos ladridos, amontonándose contra los barrotes e incluso embistiendo las puertas de la jaula. Atónito y sobrecogido, Reynolds contempló aquel estallido de súbita agresividad, aquellos ladridos y gruñidos desafiantes que los perros lanzaban en su dirección. Peters intentó calmarlos, pero los animales parecían enloquecidos. El explorador miró entonces a Carson, quien le devolvió una mirada impasible.
—Los perros parecen nerviosos… —comentó Reynolds, sosteniéndole a duras penas la mirada.
Carson se limitó a encogerse de hombros. Sin embargo, detrás de sus diminutos ojos, el explorador creyó apreciar un maligno destello de rabia. Una disparatada sospecha cruzó entonces la mente de Reynolds, rauda y fugaz como un relámpago rayando el cielo, al tiempo que un sudor frío embalsamaba su cuerpo bajo las numerosas capas de ropa. Tragó saliva, se aclaró la garganta y, con la serenidad de un suicida que unas horas antes de llevar a cabo su suicidio ya se da por muerto, se dirigió de nuevo al marinero.
—Venga a mi camarote cuando acabe su guardia, Carson. Me gustaría invitarle a un trago de brandy. Creo que se lo ha ganado.
—Se lo agradezco, señor —respondió el marinero, clavando sus ojos en los de Reynolds con una inesperada intensidad—, pero no bebo.
Su mirada, sumada al inquietante tono de su respuesta, estremeció al explorador, aunque quizá su voz le había parecido siniestra debido simplemente a su espantoso acento irlandés, se dijo, intentando tranquilizarse.
—Piénselo —se obligó a decir, sintiendo un nudo de angustia en el estómago—. Un brandy como el que le estoy ofreciendo es una oportunidad que no debería desperdiciar.
Carson lo contempló en silencio durante unos segundos.
—De acuerdo, señor —contestó al fin, sin dejar de mirarlo con aquella sobrecogedora fijeza—. Iré a su camarote cuando termine mi guardia.
—¡Perfecto, Carson! —celebró el explorador con el mayor entusiasmo del que fue capaz, mientras sentía cómo el corazón se le desbocaba—. Allí le espero.
Reynolds se volvió entonces con naturalidad y caminó hacia la escotilla más cercana, sin poder evitar sentir cómo se le clavaban en la nuca los ojos del marinero muerto. La suerte estaba echada, se dijo, y sintió un estremecimiento. Había tomando aquella decisión casi sin ser consciente de ello, y ya no podía dar marcha atrás. Le gustase o no, lo único que podía hacer era continuar con aquello hasta el final. Pero necesitaría ayuda, y solo había una persona en todo el
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que pudiera ayudarle. Se dirigió a su camarote fingiendo un caminar despreocupado mientras, a su espalda, los perros continuaban ladrando desesperadamente.
Allan se hallaba inmerso en la escritura de un poema cuando Reynolds irrumpió en su diminuto camarote con el rostro alterado y la respiración agitada. Pese a ello, el joven apenas le dedicó una mirada distraída y volvió a concentrarse en su tarea, como si la inspiración fuera un puñado de arena que podía escurrírsele entre los dedos si aflojaba la presión. El explorador no disponía de demasiado tiempo, pero se obligó a morderse la lengua para no interrumpirlo. Allan le había contado que hacía unos años, tras una de sus muchas discusiones con su padrastro, había embarcado rumbo a Boston para probar fortuna, y allí había conseguido publicar su primer libro de poemas, aunque desgraciadamente no se había vendido lo suficiente como para permitirle sortear la miseria. Desesperado y con los bolsillos vacíos, había optado por alistarse en el ejército como soldado raso, e incluso había llegado a sargento mayor, antes de huir de aquel ambiente rudo tan poco propicio para continuar cultivando su vocación de poeta. Avergonzado, no había tenido más remedio que regresar de nuevo a casa de su benefactor. Aquello había sucedido un tiempo antes de que planeara su ingreso en West Point, por lo que Reynolds sabía lo importante que era para Allan lograr vivir de su pluma, así que se sentó sobre el catre a esperar que terminara, y aprovechó para recuperar el aliento y ordenar sus ideas. Intentó incluso organizarse los sentidos, pues en su confusión le parecía oír por los ojos y ver por la boca. Pero el trance en el que Allan se hallaba sumido acabó por hipnotizarlo. El joven estaba encorvado sobre su mesa, con el cabello derramándose sobre sus ojos como una catarata oscura. Y si generalmente la palidez de su piel, la melancolía de sus rasgos y su elegante delgadez invitaban a Reynolds a contemplarlo con una inevitable ternura, ahora el artillero se le antojó un ser todavía más frágil, pues su cuerpo parecía sacudido por un temblor casi imperceptible, como el ronroneo de un alambique. Pese a no ser él el poeta de aquel camarote, la improvisada comparación no le disgustó, pues Allan no estaba sino destilando sobre el papel las oscuridades que envolvían su alma.