El artillero asintió, dejando escapar un suspiro que Reynolds quiso pensar que era de resolución y no de hartazgo. Luego volvió a su silla y abismó la mirada en el infinito.
—A lo mejor su máquina se estrelló aquí en vez de llegar a su destino, cualquiera que este fuese… —especuló Allan, comenzando a sentirse, a su pesar, entusiasmado con la idea de tener un marciano a bordo—, y ahora se encuentra en el sitio equivocado, en un trozo de hielo del que no sabe cómo salir.
—Sí, yo también lo creo —concedió Reynolds, magnánimo—. Y quizá nos considere la solución a su problema. Por eso se ha infiltrado en el buque, porque cree que nosotros sí sabemos cómo salir de aquí.
—Pues me temo que vamos a decepcionarle como especie inteligente. —El artillero sonrió, pero acto seguido, como si de repente fuera consciente de que permitirse bromear sobre aquella situación podía costarle caro en el futuro, adoptó una expresión de sombría gravedad—. Bien, Reynolds, ya me tiene de su lado. Ahora explíqueme su plan.
Reynolds le dedicó una mirada de desconcierto. ¿Plan? Oh, claro, Allan quería conocer su plan. Algo que a él también le habría gustado.
—Bueno… Debo confesarle que aún no he pensado muy bien cómo afrontar la entrevista… —reconoció—. Supongo que improvisaré a partir de sus reacciones.
—¿Y ha tenido en cuenta la posibilidad de que sus intenciones sean destructivas? —preguntó el artillero—. ¿Y si intenta atacarle?
—Por supuesto. Claro que he considerado la posibilidad de que el marciano rehúse dialogar conmigo y en lugar de eso prefiera destriparme. Por eso quiero que usted esté presente, Allan. Quiero que sea mi garantía, mi seguro de vida —respondió Reynolds.
—Pero ¿no le sorprenderá a esa cosa verme a mí también en su camarote? —objetó el artillero, que evidentemente prefería esperar en el suyo a que la entrevista se resolviera.
—No le verá, Allan. Usted se esconderá en la alacena y, si la situación se pone fea, saldrá y le disparará por sorpresa antes de que pueda atacarme.
—Ah. Entiendo… —susurró Allan, blanco como el papel.
—¿Puedo contar con usted? —inquirió Reynolds en un tono casi de súplica.
El artillero entrecerró los ojos y guardó silencio, y durante una eternidad solo se oyeron los crujidos que el hielo producía en su lento estrangulamiento del barco.
—Por supuesto, Reynolds. ¿Cómo se atreve siquiera a dudarlo? —respondió al fin con cierta vacilación, como si él mismo hubiese dudado de qué respuesta darle—. Me temo que soy el único marinero del buque que cabría en su alacena.
—Gracias, Allan. —Reynolds sonrió, realmente emocionado ante el gesto del artillero, y no creyó mentir demasiado cuando añadió—: Lo último que se me habría pasado por la cabeza es que encontraría a un amigo en este infierno.
—Bueno, recuérdelo cuando ya no me necesite —murmuró Allan—. Por cierto, ¿aún le queda alguna botella de brandy? Creo que si voy a disparar a un ser de otro mundo, necesitaré una copa. O incluso dos.
—Mejor esperemos a brindar con el marciano… —se apresuró a proponer Reynolds, pensando en cómo sacar el brandy de la alacena antes de que el artillero se escondiera en su interior.
Reynolds paseó una atenta mirada por su diminuto camarote, como un director teatral estudiando el escenario que ha mandado disponer. Había desalojado el armario que le servía de despensa, teniendo especial cuidado en que el artillero no reparase en las dos o tres botellas sin abrir que todavía conservaba, y ahora Allan se encontraba escondido en su estrecho interior, como un muerto dentro de un ataúd que un sepulturero hubiese apoyado contra un muro mientras cavaba la fosa, pero empuñando una pistola en su mano de poeta. Sobre la mesita que ocupaba el centro del cubículo, Reynolds había colocado una de las botellas de brandy junto a dos vasos y, como una pincelada tenebrosa que trastornaba la cotidiana estampa, había situado la pistola, que acababa de cebar de pólvora, a la derecha del conjunto. Había preferido ponerla allí, a la vista, en vez de llevarla escondida en el bolsillo, donde guardaba la baqueta y los cartuchos, pues pensaba que así levantaría menos sospechas, ya que desde que se instaurara la situación de asedio, todo el mundo iba armado de aquí para allá. A un lado de la mesa, había una silla, y frente a ella se encontraba el sillón que había viajado con él desde su otra vida, cómodo y protector. Solo faltaba uno de los actores que, si su teoría era correcta, vendría disfrazado.
Nervioso, el explorador se toqueteó el vendaje de la mano izquierda, intentando serenarse. Carson estaba a punto de llegar y él todavía no había decidido cómo empezar la entrevista. ¿Qué saludo era el más apropiado según las leyes de la cortesía para recibir a un ser de otro mundo? Allan y él habían estado discutiendo momentos antes sobre el modo de enfrentar la conversación, y aunque tenían pareceres distintos al respecto, habían logrado ponerse de acuerdo. En principio, el abordaje directo del asunto había quedado descartado en favor de un comienzo más sutil. Con cuatro o cinco comentarios rutinarios, Reynolds debía propiciar un ambiente relajado, y luego, cuando el otro bajara la guardia, lanzarle una andanada de preguntas malintencionadas que lo pusieran contra las cuerdas, obligándole a arrebatarse la máscara con su propia mano. Sí, eso habían convenido. Nada de preguntas directas. Primero había que lograr que el monstruo se sintiera tranquilo y confiado evitando cualquier tono de amenaza, para llegado el momento demostrarle que había sido descubierto y que, aun así, se le estaba ofreciendo la oportunidad de dialogar. A decir verdad, aquella cautela extrema, que había sido idea de Allan, no satisfacía plenamente a Reynolds, pues no se veía deshaciéndose en sutilezas mientras la criatura lo estudiaba a través de los ojos de Carson. El explorador había sugerido entrar rápidamente en materia, pero Allan objetó que el marciano tal vez reaccionaría violentamente en el momento en que se sintiera acosado. Su desenmascaramiento debía ser, por tanto, lo más elegante y delicado posible, casi una obra maestra de la manipulación, con el fin de demostrarle a aquella criatura «la fina sagacidad de la especie humana», había concluido el poeta de forma algo grandilocuente. Después procedió a introducirse en la despensa con la dignidad de un faraón que prueba un sarcófago nuevo, y dejando a Reynolds igual de confuso que antes, o incluso más, sobre la estrategia a seguir. Lo único que el explorador tenía claro era que, en algún momento de aquella conversación, él y la criatura tendrían que enseñar sus cartas. Y la pregunta que lo atormentaba era: ¿Cómo reaccionaría el marciano cuando se supiera descubierto? ¿Le atacaría o se mostraría dispuesto a dialogar con él? Entonces fue consciente de que, de su manejo de la entrevista dependían muchas cosas: por lo pronto su propia vida y todas las que bullían dentro de aquel buque, pero también el lugar que su nombre ocuparía en la Historia, e incluso la propia Historia.
Recolocó por enésima vez las copas sobre la mesa y miró el reloj, preguntándose si Allan oiría los encabritados latidos de su corazón desde la alacena. Aquella mezcla de pavor y excitación que lo embargaba era lógica: estaba a punto de conversar con una criatura del espacio. Al hablar con Carson en la cubierta no había sido del todo consciente del inmenso significado de aquel encuentro. Todo había sucedido demasiado rápido. Podía decirse que Reynolds había actuado por intuición, movido por la sospecha que apenas había esbozado su mente y que ni siquiera había tenido tiempo de asimilar. Pero ahora ya no se trataba de una sospecha: lo que en breves segundos llamaría a su puerta era, casi con toda probabilidad, un ser de otro planeta. Y aquel ser, tan distinto a él, tan ajeno al hombre, se sentaría allí, en una de sus vulgares sillas terráqueas, oculto bajo un caparazón con forma humana, e intentaría mantener una conversación con él sin delatar su verdadera naturaleza, tal vez analizando sus reacciones con la misma atención con que el explorador estudiaría las suyas. Fueran cuales fuesen sus oscuros propósitos, en aquel camarote se produciría un acto de comunicación entre dos especies diferentes. Dos inteligencias surgidas en dos planetas distintos del espacio se entenderían, mantendrían un diálogo, realizarían un pequeño milagro de espaldas al mundo. Y al ser consciente de ello, Reynolds sintió un vértigo extraño. Recordó entonces el oscuro destello que había visto en los pequeños y vulgares ojos de Carson cuando los perros empezaron a ladrar, y se preguntó si, ahora que iba a tener aquellos ojos frente a él, expuestos a su escrutinio durante mucho más tiempo, su verdadero dueño sería capaz de ocultar la memoria de lo que habían visto. Si aquel ser venía de las estrellas y había surcado el espacio rumbo a la Tierra en un artefacto volador, habría visto bandadas de meteoritos, cometas de cabelleras de fuego y todo cuanto el Creador había tenido a bien disponer más allá de la vista del hombre. Habría visto, en fin, cosas que él no creería, que ni siquiera podría soñar. Y eso no podía esconderse, se dijo. ¿O sí?
En ese instante, alguien llamó suavemente a la puerta del camarote. Reynolds se sobresaltó. Cuando se recuperó del susto, dedicó una mirada significativa a la alacena, pues sabía que Allan podía verlo a través de la celosía de la puerta. Asintió levemente, como si con aquel gesto quisiera indicar al mundo que empezaba el espectáculo. A continuación, se dirigió a la puerta de su camarote intentando que no le temblaran las rodillas y abrió. Carson pasó al interior, saludándole con timidez al tiempo que desliaba la pañoleta que le envolvía el rostro y se deshacía de los mitones. Y como le había ocurrido en la cubierta, a Reynolds le sorprendió de nuevo su manera de andar: si se miraba con atención resultaba antinatural. El marinero se movía con cierta torpeza que se esforzaba en disimular, como si llevase los zapatos cambiados de pie. Intentando no dejarse llevar por el pánico que le invadió al pensar que aquel hombre bajito y feo tal vez no era un hombre sino un monstruo del espacio capaz de destrozarlo en un segundo, Reynolds le ofreció la silla y se sentó con rapidez en su sillón, sintiéndose enseguida protegido en aquella especie de crisálida de madera y piel. Una vez sentados, Reynolds sirvió dos copas de brandy con la mayor serenidad de la que fue capaz. El marinero lo miraba hacer en silencio, con expresión neutra, casi indiferente. El explorador nunca había visto un rostro que se le antojara más incapacitado que aquel para acoger un sentimiento, cualquiera que fuese. Parecía haber sido modelado con absoluta desgana por la mano de un Creador cansado de inventar hombres. Cuando hubo llenado los vasos, tomó el suyo e hizo un veloz brindis en el aire, como si probara un florete, antes de bebérselo de un trago. No había podido evitar aprovechar aquel paso de la pantomima para templarse los nervios. Carson lo observó impasible, sin decidirse a coger el vaso que tenía delante.
—Pruébelo sin miedo, Carson —le animó Reynolds procurando que la voz no le temblara—. Ya verá como no le he mentido. Es un brandy excelente.
El marinero cogió la copa con un gesto excesivamente cuidadoso, como si temiera destrozar el cristal si apretaba demasiado, y se la llevó a los labios para propinarle un trago brevísimo. Compuso luego una esforzada mueca de placer que alteró el mohín bovino que llevaba zurcido al rostro cuando no tenía nada que expresar. Después volvió a colocar el vaso en la mesa, como si con aquel sorbo de pajarillo pensara que ya había cumplido con las normas de cortesía que se esperaban de él.
—Supongo que todavía no habrá podido olvidar lo que vio. Debió de ser una escena atroz —comentó Reynolds, intentando recordar si había visto beber en alguna ocasión al verdadero Carson, no fuera a encontrarse realmente ante el único miembro abstemio de la tripulación y estuviera sacando conclusiones precipitadas—. Aunque he de confesarle que su descripción de la criatura no nos ha ayudado demasiado a comprender contra qué estamos luchando.
Tras decir aquello, a Reynolds le pareció atisbar de nuevo aquel centelleo extraño cruzando la mirada de Carson, y no pudo evitar separarse ligeramente de la mesa al imaginar a la criatura observándolo con suspicacia desde el interior del marinero.
—Lo siento, señor, pero todo sucedió muy rápido… —contestó Carson al fin, como si de repente hubiese reparado en que Reynolds esperaba una respuesta.
—No se disculpe, Carson, no se disculpe. Es normal que no le apetezca hablar sobre el asunto. Supongo que está asustado… —El explorador lo tranquilizó con un gesto de la mano. Luego lo contempló con fijeza—. ¿Estoy en lo cierto? ¿Está usted asustado…
Carson
?
Pronunció su nombre con un matiz irónico, preguntándose si a Allan aquello le habría parecido sutil, o simplemente burdo.
—Supongo que sí, señor —contestó el marinero.
—Claro, claro… todos lo estamos —continuó el explorador, ensanchando un poco más su sonrisa—. No tiene que avergonzarse por ello. Pero debe comprender que una descripción más detallada de la criatura nos sería de gran utilidad. Piense que quizá él nos vea a nosotros tan espantosos o peligrosos como nosotros lo vemos a él, e incluso más. Y si tengo interés en saber todo lo posible sobre el monstruo es únicamente para conocerlo mejor e intentar comunicarme con él —dijo, dedicándole una mirada penetrante—. Estoy convencido de que podríamos llegar a entendernos. ¿Comprende lo que quiero decirle…
Carson
?
—Creo que sí, pero me temo que no puedo ayudarle —se disculpó el marinero—. No recuerdo nada de lo que vi. Solo recuerdo mis propios gritos. Pero, en mi humilde opinión, a mí no me pareció que estuviera asustado cuando despedazó al doctor, por lo menos no más asustado que yo…
señor
.
Reynolds se obligó a asentir. Aquella parecía la respuesta lógica de un hombre cabal. A no ser, naturalmente, que uno tuviera la seguridad de que aquel hombre tan cabal se encontraba en realidad despanzurrado muy lejos de allí. Con aquella información, la sensata respuesta podría interpretarse de muchas otras maneras…
—Así que la criatura no le pareció asustada —continuó Reynolds, esforzándose en perfilar su sonrisa más deslumbrante—. Ese es un juicio muy arriesgado por su parte, ¿no le parece, Carson? En realidad, ¿quién podría conocer los sentimientos de una criatura tan ajena a nosotros? Solo ella misma. Nosotros solo podríamos descubrir cómo se siente si se lo preguntáramos directamente, ¿no cree?
—Puede ser, señor —admitió el marinero, algo intimidado por las palabras de Reynolds.