—¡El rayo ha destrozado todos los carruajes! —les gritó, acudiendo a su lado—. ¡Tenemos que huir a campo través! ¡Síganme!
Wells ayudó a la muchacha a incorporarse y ambos corrieron tras el agente, pero tampoco Clayton parecía tener claro dónde refugiarse, dado que los rayos podían alcanzar cualquier objetivo. Tras avanzar a duras penas entre la despavorida multitud durante varios minutos, optó por detenerse e intentar obtener una panorámica de la situación. La carrera les había alejado del grueso de los curiosos, pero todavía seguían dentro del rectángulo delimitado por las llamas en el que estaban siendo masacrados. Uno de los lados de aquella improvisada jaula de fuego lo formaban las casas que había en dirección a la estación de Woking, que ardían como una pira funeraria, y el otro la hilera de árboles que bordeaba la carretera, transformada también en un telón incandescente. El único modo de salir de aquella ratonera era huyendo hacia delante, atravesando los pastos vecinos hacia Maybury, pero si lo hacían se convertirían en un blanco demasiado tentador para el cilindro. Entonces, antes de tomar ninguna decisión, vieron surgir desde detrás de los árboles un lujoso carruaje con una pomposa «G» pintada en su puerta, que se dirigió hacia ellos a toda velocidad. Incrédulos observaron cómo se les acercaba, preguntándose quién, salvo un loco, conduciría su carruaje hacia aquella matanza. El cochero detuvo el vehículo ante ellos, y alguien abrió la puerta de la cabina. Atónitos, vieron cómo un hombre enorme le tendía la mano a la muchacha.
—¡Ven conmigo si quieres vivir! —gritó.
Pero la muchacha no se movió. Permaneció quieta, sin comprender qué estaba sucediendo. Sin pensárselo, Clayton la empujó dentro del carruaje, y subió tras ella. Wells los siguió, lanzándose también al interior, mientras a sus espaldas se oía el impacto de un nuevo rayo. Una lluvia de piedras y arena zarandeó de un modo brutal el coche, haciendo añicos el cristal de la ventanilla, cuyas esquirlas fueron a estrellarse contra la espalda de Wells, que al haber subido el último ejercía involuntariamente las funciones de parapeto.
Cuando remitieron los efectos de la explosión, el escritor se levantó como pudo, separándose de los cuerpos amontonados de sus compañeros, que también comenzaron a incorporarse, posiblemente sin tener claro si estaban vivos o muertos. A través de los restos de la ventanilla, el escritor distinguió el agujero que el disparo había excavado en la tierra, muy cerca del coche, que en aquel instante volvió a ponerse en marcha. Wells, al igual que los demás, se dejó caer sobre el asiento que tenía más cerca, celebrando que ninguna piedra hubiese golpeado al cochero. Oyó cómo el látigo restañaba con furia sobre el lomo de los caballos, luchando por sacarlos de allí. Fue entonces cuando reconoció al hombre que los había rescatado, que se encontraba sentado justo enfrente. Lo contempló con estupefacción. Había adelgazado notablemente, pero era él, sin duda alguna. El Dueño del Tiempo. La persona a la que más odiaba del mundo.
—George… —lo saludó Murray con una ligera inclinación de cabeza y la sonrisa embarazosa de quien se encuentra por casualidad en una fiesta con su peor enemigo.
—¡Maldito hijo de perra! —gritó Wells, abalanzándose sobre el millonario e intentando aferrarle del cuello—. ¿Cómo te has atrevido?
—¡No he sido yo, George! —se defendió Murray—. ¡Esto no es cosa mía!
—¿Qué demonios pasa aquí? —gritó Clayton, tratando de separarlos.
—¿No lo reconoce? —le preguntó el escritor, jadeando—. ¡Es Gilliam Murray!
—¿Gilliam Murray? —balbució la muchacha, que asistía espantada a aquella improvisada reyerta de taberna, sentada en una esquinita del carruaje.
—Puedo explicártelo, Emma… —se excusó Murray con apuro.
—¡Vas a tener que explicar muchas cosas, maldito loco! —rugió Wells, intentando zafarse de la presa de Clayton.
—Cálmese, señor Wells —ordenó el agente, sacándose la pistola del cinto y tratando de apuntar al escritor que, debido a la angostura del carruaje, se encontró con el arma bajo la nariz—. Y vuelva a su asiento, por favor.
Wells se sentó de mala gana.
—Bien, ahora vamos a tranquilizarnos todos —dijo Clayton, ocupando también su asiento y procurando controlar la situación dirigiéndose a los presentes con voz pausada—. Soy el agente especial Cornelius Clayton, de Scotland Yard. —Luego dedicó a Murray una sonrisa educada y añadió—: Y usted es Gilliam Murray, el Dueño del Tiempo, supongo. Aunque oficialmente lleve dos años muerto.
—Sí, soy yo —respondió Murray, contrariado—. He resucitado, como puede ver.
—Bien, ya hablaremos de eso en otro momento —comentó con frialdad Clayton, intentando mantenerse erguido a pesar de los vaivenes del carruaje—. Ahora tenemos que resolver algo mucho más urgente. Dígame, ¿es usted el responsable de todo esto?
—¡No, claro que no! —respondió el millonario—. ¡Yo no soy ningún asesino!
Clayton le pidió que se calmara con un gesto.
—Bien, bien. Pero se da la circunstancia de que tengo una carta suya dirigida al señor Wells, sentado a mi izquierda, donde usted le explica que ha de reproducir la invasión marciana de su novela exactamente hoy, para conquistar a la mujer que ama, que supongo que es usted, señorita…
—Harlow… —respondió la muchacha con un hilo de voz—. Me llamo Emma Harlow.
—Encantado de conocerla, señorita Harlow. —Clayton le sonrió caballerosamente, tocándose el sombrero con la mano, y luego volvió a contemplar al millonario, con suspicacia—. Y bien, señor Murray, ¿escribió usted esa carta?
—¡Sí, lo hice, maldita sea! —reconoció Gilliam—. Y todo lo que dice es cierto. Solicité la ayuda del señor Wells, pero me la negó, como él mismo corroborará. Seguí intentando reproducir la invasión por mi cuenta, pero no logré ingeniar nada que fuera creíble, y finalmente desistí. He acudido aquí hoy al leer en la prensa que alguien sí había logrado hacerlo.
—¿Pretende que nos creamos eso, que la gente no tiene otra cosa que hacer que intentar reproducir la invasión de mi novela…? —lo interrumpió Wells, irritado.
—Cállese, señor Wells, haga el favor —pidió Clayton—. O no tendré más remedio que dejarle inconsciente.
El escritor lo observó estupefacto.
—¿Cómo iba a poner en peligro la vida de la señorita Harlow? —exclamó entonces Murray, dejando escapar un bufido desesperado.
—Para acudir en su rescate, supongo, como acaba de hacer —respondió Wells con repugnancia—. Quién sabe lo que es capaz de pensar una mente tan retorcida como la suya.
—¡Yo jamás pondría la vida de la señorita Harlow en peligro! —exclamó enojado Murray.
Clayton volvió a pedir calma alzando su mano artificial.
—Bien —dijo—, pero de momento, hasta que descubramos qué hay dentro del cilindro, me temo que está arrestado, señor Murray. Y usted también, señor Wells.
—¿Qué? —protestó el escritor.
—Lo siento, caballeros, pero la situación es la siguiente: un extraño artefacto está asesinando a docenas de personas como usted mismo escribió hace un año, señor Wells. Y existe una carta firmada por usted, señor Murray, donde confiesa que pretende trasladar la invasión descrita por el señor Wells a la realidad. Sea lo que sea lo que esté pasando, alguno de los dos deberá dar ciertas explicaciones. —Hizo una pausa, para que ambos asimilaran lo que acababa de decir—. Ahora, señor Murray, ordene a su cochero que nos lleve a la estación de ferrocarril de Woking, por favor. Necesito telegrafiar a mis superiores.
De mala gana, Murray descorrió la trampilla del techo y dio la orden.
—Excelente —se complació Clayton—. En cuanto lleguemos, les informaré de que tengo conmigo a los dos sospechosos principales. Y seguramente la señorita querrá telegrafiar a su familia para informarles de que no ha sufrido ningún daño. Ni lo sufrirá. —Clayton le dedicó una sonrisa que pretendía resultar seductora, pero que a todos se les antojó más bien siniestra—. Le aseguro que se encuentra en las mejores manos que podría estar.
Nadie rompió el silencio que se instaló en el carruaje mientras este pasaba junto al viaducto de Maybury, dejaba atrás la hilera de casas que se conocía como Oriental Terrace, y se dirigía a la estación de Woking traqueteando suavemente, al tiempo que el atardecer corría las cortinas del día y sumía el mundo en una falsa calma. ¿Quién podría decir que había marcianos a algunas millas de allí, emprendiendo la conquista del planeta?
La debilidad y el agotamiento, la angustia ante la temible proximidad de la muerte, la tensión de la huida, su preocupación por Jane, el aturdimiento… Fuera o no cosa de Murray, Wells había sentido al escapar del cilindro marciano exactamente lo mismo que el protagonista de su novela. Pero ahora, mientras contemplaba a través de la ventanilla del carruaje cómo cuajaba sin prisas una de esas noches tranquilas de verano, recorrida por una brisa que todavía se entretenía en jugar a desordenarle el pelo, y en la que no había el menor rastro de los marcianos, el escritor tuvo la sensación de que todo lo que le había sucedido apenas unos minutos antes no había sido más que un sueño. Se trataba de una impresión tan típica que jamás la habría usado en una novela, pero era justo lo que sentía. Vivir consistía en ir confirmando tópicos, se dijo. Aunque a aquella sensación de irrealidad que lo envolvía mientras el carruaje se dirigía a la estación de Woking traqueteando frenéticamente, tenía que sumarle otra, esta mucho más familiar: una especie de desprendimiento de su propio cuerpo que le hacía contemplarse a sí mismo y a todo cuanto le rodeaba desde fuera, desde algún insólito palco a la orilla del espacio-tiempo, al otro lado de la mismísima realidad, que de pronto perdía toda su veracidad y dramatismo, y a la que solo la concentración sería capaz de reintegrarlo, y probablemente también el dolor físico, aunque por suerte esto último no había tenido oportunidad de comprobarlo hasta el momento.
Aquel distanciamiento brutal de su propia vida lo experimentaba con regularidad y en cualquier instante; y el no saber si era algo que le ocurría también a sus semejantes, pues era el tipo de cosa que nunca surgía en una conversación, le había llevado a contagiárselo al protagonista de su última novela, con la secreta esperanza de que algún lector le confesara, no sabía con qué palabras ni en qué situación, que también él sufría aquella disociación de la realidad que convertía su propia existencia en un espejismo, en una duda razonable. Para volver a formar parte de lo que estaba sucediendo, y percibirlo como algo importante que le concernía, Wells optó por el método más rápido: clavarse las uñas en la palma de la mano, una estrategia preferible a pedirle a Clayton que le disparase en un pie. El cosquilleo del dolor le despabiló. Luego, como siguiente paso de aquel proceso de desentumecimiento, hundió las uñas en la piel de su asiento, y así, constatando la fisicidad del mundo y la suya propia, logró vencer aquel molesto distanciamiento. Todo eso estaba sucediendo de verdad, y le estaba sucediendo a él: iba en un carruaje lleno de gente que huía de los marcianos. En cualquier momento podía morir, y evitar eso era crucial, aunque en aquel estado de brumoso entendimiento no comprendiese del todo por qué, ya que no sabía a qué pondría fin exactamente la muerte.
Para cuando llegaron al empalme de Woking, Wells ya se había reincorporado por completo a la realidad y pudo valorar la situación en toda su trascendencia. Le sorprendió, al igual que al resto del grupo, descubrir que en el interior de la estación se desarrollaba la misma rutina de todos los días. La gente iba y venía sin que nada pareciera preocuparles, y los trenes realizaban tranquilamente sus promiscuos ensamblajes, como animales de monta. Observaron hechizados la llegada de uno de ellos proveniente del norte, que se limitó a derramar a sus pasajeros sobre el andén, a absorber a otros y a continuar su trayecto como si nada insólito estuviera sucediendo.
Solo un tenue resplandor rojizo festoneaba el horizonte y un diáfano velo de humo cubría las estrellas. Era el horror de la guerra, que la distancia transformaba en aquellas graciosas manifestaciones decorativas. Si la noticia de la masacre a la que ellos habían sobrevivido había llegado hasta allí, a la gente no parecía haberle alarmado demasiado. Lo más probable era que confiaran ciegamente en el poderoso ejército británico, que se dirigía al lugar donde se hallaban los cilindros a apresuradas zancadas marciales, resuelto a reducir a los marcianos o lo que fuesen en cuestión de horas, como siempre habían hecho con cualquier enemigo que se atreviera a amenazar al Imperio.
—Parece que el miedo aún no ha tenido tiempo de brotar aquí —comentó Clayton paseando una mirada atenta a su alrededor—. Mucho mejor, así podremos preocuparnos únicamente de continuar con nuestro plan.
Apuntándoles discretamente con la pistola para no llamar la atención, condujo a los detenidos hasta las oficinas de la estación. Allí se presentó al encargado, le hizo un apresurado y nada alarmante resumen de la situación, y logró que este le cediera un pequeño almacén donde encerrar de momento a los sospechosos.
—Intenten comportarse como caballeros —pidió Clayton, antes de enjaular allí a Wells y a Murray y desaparecer junto con la muchacha para telegrafiar a sus superiores.
Los dos hombres tuvieron que permanecer de pie en mitad del pequeño cuarto donde se amontonaban algunas pilas de cajas, provisiones y herramientas, pero nada que pudiera servirles de asiento para descansar durante la espera. En los siguientes minutos, se limitaron a estudiarse con recelo, pero sobre todo con incomodidad, pues en aquel mísero espacio no había nada de interés que les ofreciera una excusa para apartar los ojos el uno del otro.
—Yo no soy el responsable de la invasión, George —dijo al fin Murray en un tono casi de súplica; no supo Wells si con el propósito de trabar conversación o porque le mortificaba no poder probar su inocencia.
Fuera como fuese, el escritor le dedicó una mueca de escepticismo, irritado por que la situación le obligara a mantener un diálogo con el millonario, contra quien no había hecho otra cosa que acumular odio desde el mismo momento en que se conocieron. Al principio, durante muchos meses, había soñado con que la vida le ofreciera la oportunidad de descargar aquella rabia sobre Murray, y debía reconocer que uno de los escenarios que más idóneo se le antojaba para tal fin era un cuartucho como aquel, angosto y aislado, en el que su adversario no pudiera hacer otra cosa que soportar el temporal de sus reproches. Pero el tiempo había enfriado su odio, ocultándolo bajo la escarcha del desprecio, por lo que había perdido parte de su sentido. Se trataba de algo que no habían podido discutir en su momento, y ahora ya era demasiado tarde para desempolvarlo, sobre todo teniendo en cuenta que se hallaban en una situación un tanto angustiosa que les exigía dejar a un lado sus diferencias personales. Así que Wells trató de concentrarse en el presente, e intentó averiguar quién estaba detrás de todo aquello.