Con una idea mucho más clara de lo que era la escritura y lo que él podría lograr con un poco de paciencia, releyó lo que había escrito hasta entonces, lo juzgó grotesco y lo arrojó al fuego. Aún le quedaba mucho por aprender, pues había descubierto, estupefacto, que desconocía en su mayor parte los rudimentos de la escritura, todo lo que podían dar de sí las palabras. Tuvo que reconocer que hasta entonces no había escrito: había estado garabateando folios, jugando a escribir, a creerse escritor simplemente porque sabía redactar. Pero nunca había hecho literatura. Rumió todos aquellos pensamientos entre las lomas cubiertas de tejos que rodeaban Uppark, y de pronto sintió una desesperada urgencia por recuperarse, por desbaratar aquella pose de inválido y volver al mundo del que había huido con tan poca dignidad, preparado para un segundo asalto con sus guantes nuevos. Podría decirse, en fin, que renació cual ave fénix de entre el brezo de Uppark.
Renovado, atravesado por la euforia, Wells decidió buscarse un empleo decente en Londres hasta que dominara los arcanos de la escritura. Por desgracia, unos pocos meses bastaron para apagar las esperanzas que había depositado en que sus escritos constituyeran algún día una fuente de ingresos. Pese a todo su esfuerzo y sacrificio, pese a abusar del trabajo en detrimento de su delicada salud —en aquella época el dinero solo le llegaba para alimentarse de pan con queso y algún huevo escaldado—, lo único que logró arrancarle a la vida durante ese laborioso período fue la publicación de un puñado de ensayos que nadie entendía, un diploma en zoología y un matrimonio insatisfactorio con su prima Isabel. En esa situación se hallaba, con la triste impresión de estar remando en una ciénaga, cuando Jane apareció para ayudarle a desbrozar el sendero hacia su destino.
Jane, su Jane, irrumpió en su vida una mañana cualquiera, con el sigilo de un fantasma: Wells entró en el aula para impartir su correspondiente clase de biología cuando, entre la maleza de aburridos alumnos, distinguió a una muchachita rubia y frágil, de ojos del color de la tierra mojada, que le sonreía con admiración desde un pupitre del fondo. Inmune a la desidia general, aquella alumna no cesaba de asaetarlo con preguntas inteligentes, por lo que desplazar un taburete junto a su mesa para instruirla sobre anatomía comparativa le pareció lo más natural del mundo. Pronto, la duración de las clases les resultó insuficiente, y ambos se dedicaron a alargarlas mediante charlas en el aula vacía o en paseos hasta la cercana estación de Charing Cross. Y sin saber muy bien cómo, abandonado a aquella dulce rutina, Wells dejó que el interés que sentía por la atrevida inteligencia de la muchacha se convirtiera en un cariño afectuoso por el resto de su persona. A medida que pasaban los días, le resultaba cada vez más inevitable contemplarla como el tipo de compañera que él quería, como la persona a cuyo lado podría vencer la soledad de su interior y alcanzar el equilibrio que necesitaba para enfrentar la vida con otro talante. Así que, como suele suceder casi siempre en estos casos, aquella amistad cada vez más profunda terminó por desbaratar su matrimonio. En realidad, pese a la trascendencia con que Wells quiso adornar su actuación, lo que ocurrió fue terriblemente simple: se vio obligado a elegir entre dos personalidades opuestas: su fría y anodina prima, o la leída y risueña Jane. Escogió lo que más necesitaba, como es natural. Y con la complicidad de Jane, catalogó como una historia de amor honesta e inevitable lo que sospechaba que no era más que un revoltijo de impulsos y caprichos, tal vez una huida oportuna, quizá tan solo un experimento cuyo resultado a la larga carecía de importancia. Se creyeron únicos, y eso les llevó a prestigiar sus sentimientos, a disfrazar de pasión lo que no era más que una comunión intelectual, una conjunción de intereses vitales alejada de cualquier fogosidad. Lo que tenían entre manos era una aventura que el mundo no había conocido antes, se dijeron, un amor distinto al de los demás, una pasión imperiosa si usaban la terminología de Shelley. Y eso les facultaba para hacer cualquier cosa en nombre de ese amor que al parecer les enturbiaba la razón, como voltear la moralidad aceptada en cualquier ámbito de la vida.
Cansados de ser repudiados socialmente por convivir juntos, se casaron en cuanto Wells obtuvo el divorcio, a pesar de renegar del matrimonio como si aquel desprecio fuera otra muestra más del espíritu erudito y elevado que creían obligado cultivar. Y enseguida constató Wells que no se había equivocado en saldar el errado matrimonio con su prima, pues Jane se ciñó el papel de compañera perfecta de inmediato: se encargó de mecanografiar sus manuscritos, de corregir sus artículos e incluso de darle consejos, de administrar el dinero, de realizar sus declaraciones de impuestos y de liberarlo, en fin, de cualquier tarea trivial que lo obligara a descender a tierra desde la mágica región de los sueños en la que él permanecía refugiado la mayor parte del día.
Esa era Jane, sí, su Jane, la aliada idónea, la cómplice de todos sus crímenes, la sacerdotisa dedicada a proteger sus cosechas del frío y el pedrisco, que solo a veces se refugiaba en su despachito, donde podía liberarse del personaje que con tanto agrado y eficacia interpretaba para él y trabajar en su modesta y refinada obra literaria. Con una sonrisa complacida, Wells toleraba aquella parcela de intimidad de su esposa, incluso la fomentaba, pues sabía que ella era feliz emulando a Edith Sitwell en su cuartito, practicando aquella amable fantasía que a él le resultaba indiferente. Habían logrado construir, en fin, una máquina que funcionaba a la perfección, una vida tranquila y estimulante cuya armonía provenía del esfuerzo mutuo por comprender y disculpar las imperfecciones del otro, una alianza indestructible que se sostenía en equilibrio sobre aquella atracción primera que ambos habían disfrazado tácitamente de amor irremediable.
El escenario que el azar escogió para el último acto de su metamorfosis en escritor fue la habitación de Mornington Road, donde había desembocado su huida. En aquel cuarto diminuto, que les obligaba a ensayar una arriesgada coreografía si no querían chocar el uno con el otro a la hora del aseo, fue donde Jane le hizo comprender, durante largas y agotadoras charlas, que él no tenía por qué imitar a otros escritores, pues su origen y educación excepcionales le proporcionaban un enfoque fresco e inédito a todo lo que escribía. Tozudo como era, a Wells le costó aceptar eso, pero cuando probó a hacerlo, descubrió sorprendido que ella tenía razón. Su escritura se benefició enormemente de la libertad de movimientos que le otorgaba el hecho de ser él mismo sobre el papel, con todo lo que había vivido y aprendido, con todo lo que arrastraba a sus espaldas, con todo lo que era. Todo cuanto supuraba su pluma bajo la consigna que Jane le había dado resultaba novedoso, original, increíblemente atrevido. Y bajo los efectos de aquella inyección de confianza, pronto adquirió Wells una notable destreza desarrollando historias a partir de anécdotas científicas. La mayoría de las revistas y los periódicos de Londres se rindieron ante aquellos artículos y relatos rebosantes de imaginación, capaces de hacer soñar a toda Inglaterra. Supo entonces Wells que la metamorfosis se había completado. Sí, la escultura estaba, al fin, terminada, gracias a la providencial aportación de Jane, que de ese modo se había encadenado a él para siempre. Ya no la amaba solamente: también le debía su vida, e incluso su futuro, todo cuanto aún no le había ocurrido.
Aquel fue su segundo renacer, un definitivo cambio de perspectiva que desembocaría en su primera novela,
La máquina del tiempo
. Esa obra no solo le reportó ciento cincuenta libras, sino que le permitió pasar del estatus de periodista al de autor con nombre propio. Gracias al inesperado y creciente éxito de sus siguientes novelas se mudaron a Woking, a una casita pareada en Maybury Road, donde el aire limpio del campo recorrió como una caricia balsámica sus castigados pulmones. Allí, en la mesa de la cocina, y acunado por el traqueteo de los trenes que se dirigían hacia Lynton, había escrito
El hombre invisible
y
La guerra de los mundos
, y por los brezales de los alrededores había pedaleado subido a su resplandeciente bicicleta, escogiendo los sitios que luego serían destruidos por sus marcianos, antes de que un nuevo soplo de dinero les permitiera trasladarse a la casa de Worcester Park en la que vivían ahora.
Se levantó con cuidado de no despertar a Jane, que dormía recogida a su lado, imitando con su respiración el vaivén del mar. Abandonó el dormitorio, se aseó con rapidez e inició su habitual peregrinación por la casa, que en aquellos momentos se hallaba sumergida en un silencio entumecido. A Wells le gustaba levantarse antes de que amaneciera, cuando el mundo todavía no estaba del todo construido, y ahoyar con pasos de intruso aquella hora previa a su jornada laboral, donde podía vagar libre de cualquier ocupación. Como un mariscal que se pasea orgulloso por el campo de batalla sembrado con los despojos del enemigo, recorrió cada habitación, comprobando que nadie hubiese invadido durante la noche el territorio que tanto le había costado conquistar. Todo parecía estar en orden: los muebles no se habían movido de su sitio, la luz del alba que se filtraba por las ventanas tenía la inclinación correcta, las paredes seguían conservando el mismo color. No era una casa muy lujosa, pero sí mayor que la de Woking, e infinitamente más grande que la madriguera que ocuparon en Mornington Road, y ese progresivo aumento de tamaño de sus refugios reflejaba para él mejor que cualquier otra cosa el crecimiento de su éxito.
Pero ese no era el único motivo por el cual algún día tendría que dar gracias al Creador. La fortuna debía de considerarse en deuda con él, pues, aparte de ofrecerle un pequeño refrigerio de gloria, también había retirado de su cuello la espada de Damocles que representaba la tuberculosis. Sus pulmones habían sufrido sin duda un proceso degenerativo, pero nunca lograron descubrir en ellos ningún campamento de gérmenes tuberculosos, por lo que su castigado tejido pulmonar había terminado cicatrizando y, pese a lo que le había augurado aquel medicucho de Wrexham adicto a las novelas sentimentales, él continuaba en el mundo. Quizá había perdido su aureola romántica, sí ¡pero seguía vivo, ocupando un espacio, robando oxígeno, produciendo sombra, soltando festivas ventosidades cuando era menester! Y así pensaba seguir varias decenas de años más; sobre todo ahora que la vida parecía dispuesta a depararle únicamente momentos gozosos.
En el salón había una estantería que exhibía las ediciones de las cinco novelas que había publicado hasta el momento, palpables encarnaciones de su esfuerzo e imaginación. Aquel puñado de obras le había reportado un vago prestigio en Inglaterra, que empezaba a contagiarse también a América, aunque como ya les he adelantado, él no se sentía muy orgulloso de ninguna de ellas. A
La máquina del tiempo
, que abría el desfile, le guardaba cierto cariño, no tanto por sus virtudes como por haberle permitido, gracias a su relativo éxito, vivir de la escritura. Tomó la edición de
La guerra de los mundos
, que cerraba el desfile, recién aparecida en la editorial Heinemann, y la acunó en sus manos con suma delicadeza, como si se tratase de un cesto de huevos. Aquella novela también gozaba de su afecto, aunque en este caso eso se debía a que acababa de publicarse, por lo que aún no había tenido tiempo de desarrollar hacia ella la repulsa que con el tiempo inevitablemente acababa ganándolo, pues Wells padecía una de las maldiciones que con más frecuencia atacan a los escritores: lo atormentaba el constante deseo de alcanzar logros que superasen su capacidad. Y debía reconocer que, se mirara como se mirase, ninguna de aquellas novelas era excepcional; tan solo el modesto y voluntarioso resultado de un esfuerzo más o menos costoso, más o menos ingrato.
Era cierto que había publicado en una época favorable, un período en el que la sombra de Dickens y Thackeray empezaba a desvanecerse, y el hábito de la lectura se propagaba por nuevos extractos sociales con curiosidades propias. Los editores buscaban satisfacer las demandas de aquel moderno lector publicando a escritores más jóvenes, autores que fraguasen novelas que, pareciendo nuevas, mantuviesen cierta ligazón con las obras de la generación que les precedía. El cambio de guardia se había realizado bajo un control absoluto: todos fueron presentados como los dignos herederos de sus antecesores, y en la mayoría de los casos tuvieron que cargar con una etiqueta que los calificaba como el sustituto de alguien. Él mismo había sido saludado como el segundo Dickens o el nuevo Verne, título este último que le producía tirria. Sin embargo, a pesar de contar con el favor de la crítica y el público, lo cual tenía mucho de estrategia, sus novelas podían ser consideradas cualquier cosa menos excepcionales. Y esa certeza íntima lo llevaba a plantearse una incómoda pregunta: ¿No eran excepcionales porque él era incapaz de engendrar una novela excepcional o porque carecía de las condiciones necesarias para escribirla? Como comprenderán, Wells prefería pensar que se debía a esto último, y a veces, durante sus paseos en bicicleta o simplemente como distracción para atraer al sueño, se entretenía confeccionando una lista mental de los requisitos que desde su punto de vista resultaban imprescindibles para alumbrar una novela excepcional.
Durante un tiempo, había creído que el principal de todos ellos tenía que ver con el lugar destinado a la escritura: debía ser una habitación bien ventilada e iluminada, que se encontrara apartada de cualquier fuente de ruido y que contara con un paisaje hermoso tras la ventana, a ser posible que cambiara cada día. A veces, Wells incluso se entretenía considerando cuál era la estación más favorable para escribir. ¿Qué tiempo debería reinar al otro lado de la ventana de ese idílico despacho? ¿Un día de primavera que prestara a su escritura un alegre y risueño optimismo? ¿Una tarde otoñal que impregnara sus palabras de una amable melancolía? ¿Tal vez el invierno, acolchándolo todo de nieve, rasurando el mundo de adjetivos? Pero eso ya lo había logrado medianamente en aquella casa, donde con el consentimiento de Jane se había apoderado de una de las habitaciones para transformarla en su feudo creativo, en su laboratorio de palabras. ¿Podría producir una novela excepcional allí dentro? No lo creía, no porque la vista le resultara demasiado ordinaria o su tamaño algo angosto, sino porque había deducido que de nada servían las condiciones materiales si no se completaban con cierta calma espiritual, un estado propicio que no sabía definir más que como una bonanza del alma. Estaba seguro de que esa anhelada y platónica serenidad impediría lo que había sucedido hasta entonces: que su obra resultara desaliñada, apresurada y mal corregida.