La tapa del ataúd se alzó entonces desde dentro, descosiendo con un crujido tenebroso el silencio ovillado de la habitación. Pero si por algún casual hubiese habido alguien allí para presenciar el milagro de la resurrección, no habría visto a ninguna siniestra criatura del cosmos erguirse de nuevo, sino a Wells despertándose tras una terrible borrachera que había desembocado, Dios sabía cómo, en aquel féretro. Sin embargo, pese a su mundana apariencia, lo que surgió del ataúd era una criatura mortífera, un ser temible, o si me apuran, el Mal a secas, el Mal en todo su esplendor, irrumpiendo una vez más en el mundo del hombre racional, como antes lo había hecho bajo la apariencia del monstruo de Frankenstein, del conde Drácula o de cualquier otro engendro con que el hombre hubiese disfrazado el horror abstracto que le perseguía desde su nacimiento, esa incómoda oscuridad que comenzaba a tiznar su desdichada alma desde el momento en que la nodriza soplaba la vela que protegía su cuna.
Como un ciego que de súbito hubiese recuperado la vista, el falso Wells examinó el lugar donde se encontraba, atestado de cachivaches que a él nada le decían, pruebas de un folclore fantástico que pertenecía únicamente a los terráqueos. Sintió un inmenso alivio al distinguir un objeto familiar entre aquella maleza delirante: su vehículo, que se hallaba colocado sobre un pedestal, considerado algo tan prodigioso como todo lo que había allí. Al parecer, la máquina estaba intacta, tal cual la había abandonado en la nieve para infiltrarse en el buque terrícola, pero sin duda seguiría sin funcionar: no había que ser muy inteligente para deducir que los humanos ni siquiera habrían logrado abrirla.
Se acercó a ella, deteniéndose a un par de metros del pedestal; entrecerró levemente los ojos, con aire concentrado. Y entonces, una abertura desgarró suavemente el turgente casco de la máquina. El falso Wells entró en ella y salió a los pocos segundos con una cajita cilíndrica de color marfil, lisa y pulida salvo por los diminutos signos que moteaban su tapa, emitiendo un suave resplandor cobrizo. En su interior se hallaba lo que le había obligado a surcar el universo hasta la Tierra, ese planeta perdido en un brazo espiral de la galaxia, a más de 30.000 años luz de su centro, que había sido escogido por el Consejo como el nuevo hogar de su raza. Y aunque había tardado más de lo previsto, al fin podía continuar con su misión.
El falso Wells abrió la puerta de la cámara, y abandonó el museo como un humano más, mezclado en la riada de los últimos visitantes de la tarde. Una vez en la calle, aspiró hondo y paseó la mirada por su alrededor, probando los sentidos de su nuevo cuerpo, al tiempo que se esforzaba por desoír el zumbido de colmena que producía la mente del hombre que estaba plagiando. Le sorprendió el bullicio que engendraban sus pensamientos, mucho más intenso que los que emitía cualquiera de los terráqueos que había reproducido en la Antártida. Pero no tenía tiempo de adentrarse en ella para curiosear entre sus pintorescas cavilaciones, así que intentó ignorarla y concentrarse en recoger el mundo a través de sus órganos de percepción, y no con los rudimentarios sentidos del terráqueo que suplantaba. Y entonces, de repente, le inundó un inmenso bienestar, una serena y conmovedora nostalgia semejante a la que un hombre sentiría al evocar los veranos de su infancia: había descubierto que se encontraba en el lugar donde se había establecido la colonia. Sí, lo último que había visto era el hielo cerrándose sobre su cabeza como la tapa de un ataúd, y ahora, después de flotar durante años en el limbo gracias a que había sorteado la muerte reduciendo sus niveles de energía a las vibraciones imprescindibles para que su cuerpo entrara en estado de hibernación, había despertado en Londres, justo adonde se dirigía antes de que su vehículo se estrellara en la Antártida. No sabía a quién dar gracias, pero era evidente que alguien lo había rescatado del hielo y llevado hasta allí, para desgracia de la humanidad.
Subió a una de las torres del Museo de Historia Natural y, en aquella atalaya lo suficientemente alta, se concentró, entrecerró los ojos e hizo que su mente emitiera otra señal. Y aquella llamada, que ningún humano era capaz de oír, surcó la noche, cabalgando en la dulce brisa nocturna, extendiéndose por la metrópoli.
Casi al instante, en una bulliciosa taberna del Soho, Jacob Halsey dejó de fregar los vasos, alzó la cabeza hacia el techo y permaneció así durante varios minutos, ajeno a los requerimientos de sus clientes, hasta que, de pronto, un llanto lento comenzó a brotar de sus ojos. Lo mismo le ocurrió al celador Bruce Laird, quien, sin que nadie comprendiera por qué, se detuvo en mitad de un pasillo del Guy's Hospital, como si de repente no supiera dónde se hallaba, para llorar de felicidad. El llanto se adueñó también de un panadero de Holborn llamado Sam Delaney, y de Thomas Cobb, el dueño de una sastrería cercana a la abadía de Westminster, y de una sirvienta que velaba el juego de unos niños en un parque de Mayfair, y de un anciano que recorría pausadamente una calle de Bloomsbury, y del matrimonio Connell, que paseaba por Hyde Park dando de comer a las ardillas, y por un prestamista que tenía su tienda en Kingly Street. Todos elevaron la mirada al cielo y permanecieron en un extasiado silencio, como si oyeran una melodía que nadie más podía oír, y a continuación dejaron lo que estaban haciendo, con los ojos anegados en lágrimas —los vasos en el fregadero, el negocio sin cerrar, los niños sin vigilancia—, para abandonar sus casas y lugares de trabajo, y recorrer las calles en un hormigueo pausado que fueron engrosando maestros, tenderos, bibliotecarios, estibadores, secretarias, miembros del Parlamento, deshollinadores, funcionarios, prostitutas, orfebres, acarreadores de carbón, militares retirados, cocheros y policías, y que se dirigía ordenadamente hacia el lugar donde los convocaba la voz que había irrumpido en sus mentes, una señal largo tiempo esperada, una señal que anunciaba lo que tanto habían anhelado sus padres y los padres de sus padres: la llegada de aquel que tenía que venir, la llegada de aquel al que esperaban.
La llegada del Enviado.
El párroco Gerome Brenner, que administraba una pequeña parroquia en Marylebone, se contempló con gravedad en el espejo de la sacristía. Se había afeitado con esmero, peinado con mucha colonia su rebelde pelambrera cana, colocado milimétricamente el alza y cepillado a conciencia la sotana, todo ello con ademanes lentos y ceremoniosos, como si practicara una liturgia que nadie, salvo la solemnidad de la situación, le había impuesto. Suspiró aliviado al comprobar que las arrugas que araban la seca tierra de su rostro le daban un aire más señorial que decrépito, y que si bien el cuerpo que usurpaba ofrecía un aspecto gastado y enclenque, al menos venía dotado con una mirada de un azul profundo muy alabada entre sus semejantes, sobre todo las damas. «Usted lleva el cielo que promete en sus ojos, padre», le había dicho una vez una feligresa que ignoraba que el cielo que anunciaba estaba lleno de criaturas, aunque desgraciadamente ninguna tenía el rango de divinidad, por mucho que al falso párroco a veces le gustara pensar que su raza encarnaba los dioses a los que rezaban los humanos. Si así fuera, no los exterminarían tal y como pretendían hacer, se dijo con un rictus afligido; ningún dios otorgaría ese trato a sus adoradores. Terminó de atusarse el pelo y se dirigió a la entrada de la sacristía, esperando que su aspecto complaciera al Enviado.
—Buenas tardes, padre Brenner. ¿O preferiría volver a ostentar, al fin, el ancestral nombre de su estirpe?
La voz le llegó desde la puerta, donde se recortaba la silueta de un hombrecito flaco que le observaba con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. La apariencia que había escogido el Enviado le desconcertó, no tanto por su escasa gallardía como por el hecho de que no se tratara de un individuo anónimo, sino de alguien que cualquier lector instruido, como era su caso, sería capaz de reconocer.
—Debo confesarle, Señor, que después de cinco generaciones, los descendientes de los primeros colonizadores usamos el idioma y los nombres terráqueos incluso entre nosotros. Me temo que, cuando llegue el feliz momento, nos resultará difícil acostumbrarnos de nuevo a nuestra antigua y amada lengua, a pesar de que la hemos transmitido ceremoniosamente de padres a hijos, al igual que los antiguos y sabios conocimientos de nuestra raza —respondió el párroco.
Pero he de advertirles que el padre Brenner no solo pronunció estas palabras con la cabeza inclinada y ambas manos componiendo un triángulo por encima de su coronilla, gesto que aunque a nosotros pueda antojársenos ridículo era una antigua manera de mostrar respeto en su raza. También emitió su discurso en su propia y ancestral lengua, por lo que de haberse encontrado en aquel momento algún humano en la sacristía no habría oído más que una caótica sinfonía de graznidos, silbidos y gemidos agónicos, que por temor a herir sus oídos he preferido no reproducir.
—Comprendo que las cuerdas vocales humanas son un inconveniente para reproducir nuestra lengua, padre —le contestó magnánimo el Enviado—. Si le parece bien, nos comunicaremos en el idioma terráqueo, y también lo emplearé en el discurso de bienvenida a nuestros hermanos.
—Muchas gracias por su comprensión, Señor —contestó el párroco, intentando que la voz no le temblara de emoción, y mucho menos de miedo, mientras recomponía su postura y avanzaba hacia el Enviado tendiéndole la mano, no sin cierto apuro ante el estrafalario y excesivamente íntimo modo en que los terráqueos acostumbraban a saludarse—. Bienvenido a la Tierra, Señor.
El Enviado lo estudió en silencio, mientras su boca dibujaba una sonrisa burlona.
—Gracias, padre —dijo al fin, deshaciendo su distendida postura y caminando sin prisas hacia él para estrechar aquella mano tendida a la nada—. Me temo que todavía no estoy familiarizado con las costumbres terráqueas. Aunque poco importa eso ahora, ya que no existe ninguna razón para aprenderlas, ¿no cree?
Durante varios segundos, el Enviado continuó reteniendo la mano del párroco sin dejar de mirarle intensamente, como retándole a negar su última afirmación. Cuando al fin la soltó, el padre Brenner, algo nervioso por la actitud de arrogante superioridad que mostraba el Enviado, carraspeó un par de veces y trató de seguir el plan que había trazado, como buen anfitrión británico.
—¿Le apetece una taza de té? —le ofreció—. Es una bebida muy común aquí, y le aseguro que al cuerpo que ocupa le resultará sumamente reconfortante.
—Por supuesto, padre —asintió el Enviado, risueño—. No hay ninguna razón para no disfrutar de las costumbres nativas antes de exterminarlas.
Sus palabras provocaron un escalofrío que recorrió la columna vertebral del párroco. El Enviado parecía dispuesto a recordarle continuamente que todo lo que conocía, todo lo que le rodeaba y amaba, dejaría de existir en cuestión de días. Sí, aquel ser que tenía delante era el encargado de destruir el único mundo que él atesoraba en su memoria, e incluso osaba despreciarlo sin siquiera considerar la posibilidad de que mereciera la pena llorar por su destrucción.
—Sígame —pidió el padre Brenner, tratando de contener su impotencia, pues en el fondo él estaba allí para facilitar la labor del Enviado.
Le condujo a la pequeña mesa que había dispuesto junto a la cristalera que daba al patio trasero de la parroquia, donde un jardincito prosperaba gracias a sus atentos cuidados. Comenzaba a atardecer, y una luz anaranjada embalsamaba el puñado de plantas a las que dedicaba su escaso tiempo libre, cuyo aroma remolcaba hasta la sacristía la brisa de la tarde. Sintió una punzada de nostalgia al comprender que su jardincito perecería con el resto del planeta, y con ello la paz que le había inundado mientras trabajaba en él, con sus guantes y sus herramientas de jardinería, preguntándose si aquel bienestar era el mismo que sentían los humanos al ocuparse en esas improductivas tareas a las que llamaban ocio. Intentó disimular la abrumadora pena que le embargaba sirviendo el té con una sonrisa respetuosa, mientras el carillón del pasillo mecía sus notas en el aire, como todas las tardes, porque nadie le había dicho que aquella fuera tal vez la última.
—Tiene razón, es un brebaje delicioso —celebró el Enviado tras darle un sorbo a su taza y depositarla con suavidad sobre el platito—. Pero no sé si el mérito es de la bebida o del conjunto de órganos que el cuerpo terráqueo posee para degustarla: el olfato, el paladar, la garganta… Ahora mismo, por ejemplo, siento el rastro caliente que el té ha dejado en ella, y cómo se remansa en mi estómago.
El párroco sonrió al contemplar al Enviado acariciarse el vientre con maravillado deleite. Estaba ante un niño con un juguete nuevo. Su forma en extremo cuidadosa de coger la taza, como si se tratara de un tubo de ensayo, o de limpiarse con la servilleta, delataba la falta de práctica en el manejo del cuerpo que suplantaba, una delicadeza casi dramática que solo borraría el paso de los años.
—Son buenos cuerpos —alabó con sinceridad el padre Brenner—. Limitados a la hora de recoger el mundo debido a sus rudimentarios sentidos, pero capacitados para disfrutar intensamente del poco placer que pueden obtener de él. Y el té de Ceilán es delicioso. Además, ahora puede tomarse sin riesgos. Hasta hace unos años, a causa de que las aguas fecales desaguaban directamente en el río, una de estas tacitas de porcelana de aspecto tan inocente podía transmitir el tifus, la hepatitis o el cólera. A nosotros nada de eso puede matarnos, por supuesto, pero le aseguro que es bastante desagradable que el cuerpo que habitamos padezca alguna enfermedad.
El Enviado asintió distraído y paseó una mirada parsimoniosa a su alrededor, contemplando los cálices, los misales, el armario donde colgaban las casullas y sotanas.
—Bueno, independientemente de lo que haya padecido, parece que se las ha ingeniado para ocupar una buena posición en el tejido social terráqueo —concluyó tras el reconocimiento visual, abarcando la pequeña habitación con un gesto vago de la mano—. Mire dónde se encuentra: al frente de una iglesia anglicana, la religión oficial del estado en Inglaterra y Gales. ¿O acaso la información almacenada en la mente de mi huésped está equivocada?
—No, Señor, es correcta —confirmó el párroco, sin saber si el comentario del Enviado era un reproche o una felicitación.
Recordó entonces el día de su nacimiento «humano» tal y como se lo habían contado sus padres, que vivían bajo la forma de un modesto matrimonio de tenderos de Marylebone.