Una semana después de que su madre le diera a luz —con la ayuda de una matrona tan poco humana como ellos, la cual se encargó después del parto de anunciar a los vecinos que el bebé de la pareja había nacido muerto—, su padre se enteró de la llegada a la parroquia del barrio de un cura joven, que enseguida valoró como el cuerpo perfecto para la larva recién nacida que mantenían oculta en el dormitorio de la buhardilla. Se las ingenió entonces para arrastrar al cura hasta su casa con la excusa de que su madre estaba agonizando y necesitaba la extremaunción. «¿Qué te parece, querida? Es un cuerpo joven y sano, y ocupa un puesto en la sociedad que nos vendrá muy bien», le dijo a su esposa para desconcierto del párroco, que quiso saber a qué se referían. «Nada que pueda importarle, padre», respondió ella, azuzándole a que subiera la escalera hacia el dormitorio donde supuestamente agonizaba la anciana madre. Por supuesto, quien le esperaba allí era él, todavía con su forma larvaria original, impaciente por conocer el cuerpo con el que debería pasar su estancia en la Tierra. El joven párroco apenas tuvo tiempo de alzar las cejas ante la inesperada y pavorosa visión, cuando sintió que un cuchillo se hundía hasta el puño en su espalda. Después de utilizar convenientemente su sangre, lo enterraron en el jardín, y al cabo de una hora escasa, en cuanto se familiarizó con el manejo de su nuevo cuerpo, el recién nacido padre Brenner ocupó su puesto en la iglesia, ofreciendo así a la colonia extraterrestre un nuevo punto de reunión, como su padre le había encargado, pero sin descuidar sus funciones de párroco. Aquella labor enorgullecía especialmente a Gerome Brenner, pues no se trataba de un trabajo fácil, y así se lo quiso transmitir al Enviado, aprovechando que este había vuelto a refugiarse en uno de sus expectantes silencios.
—Pero he de confesarle que de un tiempo a esta parte las cosas se están complicando —explicó en tono aleccionador, sirviéndole otra taza de té—. Hay una minoría católica nada desdeñable que crece en las áreas de inmigración irlandesa. Aunque la gran amenaza a la que nos enfrentamos es la crisis de fe: empieza a resultar difícil interpretar literalmente la Biblia, el libro que recoge sus creencias, por carecer de rigor histórico.
—¿De verdad? —sonrió el Enviado con aire aburrido, llevándose la taza a los labios.
—Sí. La Biblia concede al mundo, desde su creación, apenas seis mil años de existencia, dato que cualquier geólogo podría desmentir. Pero ha sido la teoría de la evolución, expuesta por un humano llamado Darwin, la que ha atentado contra el corazón mismo de la doctrina cristiana al desacralizar el acto de la creación. —El Enviado lo observó sin decir nada, con una sonrisita jactanciosa aleteando en sus labios, por lo que, tras un segundo de duda, el párroco optó por continuar con su exposición—. Los teólogos de nuestra iglesia intentan mostrarse más receptivos a las aportaciones científicas, incluso reclaman una reinterpretación de los textos bíblicos. Pero todo es inútil: el daño ya está hecho. La progresiva secularización de la sociedad es una realidad, y debemos asumirla. Cada día hay más ofertas de ocio que nos roban feligreses. ¿Sabe qué es una bicicleta? Pues hasta ese estúpido cacharro se ha convertido en nuestro enemigo. Cuando llega el domingo, la gente prefiere irse de excursión al campo que venir a oír mis sermones.
El Enviado depositó la taza sobre el plato como si esta pesara una tonelada, y ladeó la cabeza, divertido ante su disgusto.
—Se lo toma como si realmente fuese un párroco —comentó, con un estudiado matiz de sorpresa.
—¿Acaso no lo soy? —replicó el padre Brenner, arrepintiéndose de inmediato de su osadía—. Quiero decir que… Bueno, no conozco otro mundo más que este, Señor. Salvo porque mi tatarabuelo no nació en este planeta, podría considerarme terráqueo… —La sonrisa se le congeló al observar el gesto severo del Enviado. Intentó elegir con tino sus próximas palabras, mientras sus manos empezaban a sudarle. Cuando habló lo hizo en un tono casi de pleitesía—. Quizá usted no pueda hacerse una idea de la situación, Señor, pero nuestra espera ha sido terrible y angustiosa, y nos ha obligado a mezclarnos con ellos hasta tal punto que nos cuesta seguir siendo… extraterrestres.
—Extraterrestres… —sonrió el Enviado.
—Así se refieren a nosotros… —comenzó a explicarle el cura solícitamente.
—Lo sé —le cortó el Enviado en un tono airado que desterraba cualquier atisbo de condescendencia que hubiera mostrado hasta el momento, como si de repente hubieran dejado de hacerle gracia las estúpidas vicisitudes de los humanos, y también la opinión del párroco sobre ellos—. Y he de decirle que la arrogancia de esta raza no deja de sorprenderme.
Tras decir aquello, entrecerró los ojos, como si se dispusiera a orar. El párroco comprendió que estaba percibiendo la llegada de la colonia, que empezaba a ocupar la iglesia.
—Nuestros hermanos están acudiendo —señaló innecesariamente.
—Sí, puedo notar el excitado zumbido de sus mentes, padre.
—No es para menos —les justificó el párroco, que a pesar de lo terriblemente nervioso que le hacía sentirse la actitud del Enviado, no pudo evitar defender a sus hermanos—. Llevamos demasiado tiempo esperando al Enviado. Para ser exactos desde el siglo XVI terrestre, la época en la que nuestros antepasados llegaron a la Tierra.
—¿Y eso le parece mucho tiempo? —preguntó el Enviado.
Lo hizo en un tono que el párroco no supo dilucidar si ocultaba un sincero interés o una velada amenaza, aunque sospechaba que se trataba de lo último. De cualquier forma, no pudo resistirse a continuar con sus reproches, aunque tuvo cuidado de investir su voz del mayor respeto posible.
—Lo es, Señor. Nosotros somos la quinta generación, como ya le he dicho —le informó con gravedad—. Y como no le resultará difícil de comprender, para nosotros el planeta del que vinieron nuestros tatarabuelos es casi una leyenda. Mi padre murió sin que su vida en la Tierra tuviese un sentido, como le ocurrió antes a mi abuelo… Sin embargo, nosotros somos afortunados —se apresuró a añadir—, pues vamos a cumplir su sueño: conocer al Enviado y recibir a nuestra verdadera raza.
El Enviado se limitó a sonreír con sorna, como si ni sus padecimientos ni sus alegrías le conmovieran. Aquello hizo que el cura perdiera toda prudencia.
—¡Mi tatarabuelo mató y adoptó la forma de un terráqueo que usaba gorguera! —exclamó, como si aquel accesorio que en el pasado adornaba el cuello de los humanos ilustrase mejor que ninguna otra cosa lo dilatado de su espera—. Desde entonces hemos vivido infiltrados entre ellos, procreando discretamente entre nosotros para subsistir, y sobre todo velando las máquinas de combate que nuestros antepasados ocultaron en el subsuelo.
—Padre Brenner —intervino el Enviado en tono conciliador—, le aseguro que no es necesario que siga enumerándome todas sus desventuras. Soy consciente del gran trabajo que ha realizado la colonia terrestre, pues he sido el encargado de valorar personalmente varios de los informes sobre las condiciones del planeta que han ido enviándonos con tanta puntualidad. Y no le quepa duda —añadió observando al párroco con siniestra fijeza—, de que, si no hubiera estado contento con su trabajo, habría sugerido al Consejo que se exterminara esta colonia y que se enviara nuevos exploradores.
—Sí, sí, por supuesto… —se apresuró a responder el párroco, asustado por sus últimas palabras—. Cada fecha estipulada nos reunimos aquí, en mi iglesia, y unimos nuestras mentes para emitir a través del cosmos. Es nuestro deber, Señor, y así lo hemos hecho. —Hizo una pausa, sin duda para considerar si era oportuno, o incluso prudente, añadir algo más, y finalmente, tras acariciar dubitativo su taza, agregó con cierto nerviosismo—: Aunque le confesaré que nos alentaba la secreta esperanza de que alguna vez pudiéramos recibir respuesta de nuestro planeta madre. Pero nunca la recibimos. Aun así, continuamos con nuestro cometido, enviando informes sobre el planeta que custodiábamos a un mundo que, aunque continuara mudo, debíamos suponer que seguía existiendo, y que recibía las botellas que lanzábamos puntualmente al océano del universo. Eso sí que es tener fe, ¿no cree?
—Bueno, ya sabe que los exploradores son voluntarios. Asumen su destino en beneficio de la raza, con todas sus consecuencias —respondió el Enviado con una ligera irritación, desestimando el resquemor del párroco—. Y ellos mismos deben concienciar a sus descendientes para que no acumulen ese rencor que tan claramente percibo en usted, y que sin embargo disculparé dado que, como ha dicho, pertenece a la quinta generación.
—Agradezco su comprensión —respondió el párroco, sumiso, decidiendo que ya había arriesgado demasiado, tanto con sus quejas como al mostrar con tanta claridad sus sentimientos hacia los humanos. Era muy peligroso seguir irritando al Enviado, y por consiguiente al Consejo y al mismísimo Emperador. ¿Quién era él, después de todo? Solo un voluntario de quinta generación, nadie. Por ello, continuó hablando en el más humilde de los tonos—: No pretendía causarle esa impresión, se lo aseguro, Señor. Pero en nuestros últimos mensajes les informábamos también de nuestra delicada situación. Estamos agonizando, como debe de saber. Nos cuesta procrear, y cada vez morimos más jóvenes. El aire de este planeta contiene algo que nos afecta, pero no sabemos qué es porque, como comprenderá, carecemos de la ciencia necesaria para averiguarlo.
—Puedo entender su desesperación —atajó el Enviado, con un gesto de hartazgo que dejaba traslucir que con aquellas palabras quedaba zanjado el asunto—. Pero demuestra una gran ingenuidad al pensar que la dramática situación de una colonia puede conmover a nuestro planeta madre. ¿Qué significan un puñado de vidas frente al destino de toda una raza? De todos modos, sabe que el proceso de selección dicta nuestros desplazamientos: los planetas óptimos tienen preferencia, y la Tierra nunca se ha encontrado entre ellos.
—Entonces muy mal deben de estar las cosas para que ahora se la considere la mejor opción —reflexionó amargamente el párroco—. ¿Ya no le queda a nuestra raza ningún planeta óptimo al que mudarse?
—Me temo que no —reconoció el Enviado con cierta pesadumbre—. Cada vez los agotamos antes. Dada nuestra constante evolución, eso es casi inevitable.
—Bueno, sea como sea, lo importante es que usted ha llegado en el momento justo —recapituló el párroco en tono conciliador—. Y no solo para salvar nuestra colonia. La ciencia terráquea está progresando a una velocidad considerable. Unos siglos más y conquistar este planeta hubiera resultado mucho más arduo.
—No exagere, padre. Eso que llaman «revolución industrial» resulta patético. Por lo que he podido ver, no me cabe duda de que los aplastaremos con facilidad —sentenció categóricamente el Enviado—. De todos modos, tendría que haber llegado mucho antes, como sabrá.
—Sí, recibimos su señal hace sesenta y ocho años —confirmó el párroco—. Por aquel entonces yo apenas tenía unos meses de vida… Pero luego su señal desapareció. Nunca supimos qué había sucedido. Ha sido una sorpresa volver a oírla, y además aquí, en Londres.
—Me hago cargo, pero mi viaje resultó bastante accidentado —explicó el Enviado—. Uno de los motores de mi nave se averió al entrar en la atmósfera terrestre, y me vi obligado a improvisar un aterrizaje de emergencia en la Antártida. Allí traté de infiltrarme en un barco para llegar a la civilización, pero un maldito humano llamado Reynolds frustró mis planes y acabé congelado en el hielo, por eso dejaron de oír mi señal.
—Sí, lo último que oímos fue su grito de auxilio —recordó el párroco, impresionado en su fuero interno por que un humano hubiera conseguido dejar fuera de combate, al menos por unas décadas, al Enviado.
—Era un grito de rabia, padre —replicó este con aspereza—. Ese tal Reynolds pretendía entenderse conmigo… arrogante terráqueo. Ignoraba que aún les quedan algunos miles de años de evolución para comprender nuestras mentes. ¿Acaso hablan ellos con sus cucarachas antes de pisarlas? ¡Claro que no! —rugió el Enviado, palmeando la mesa. Luego lanzó un bufido y se serenó—. Pero olvidémonos de ese desagradable asunto. Otros humanos debieron de rescatarme y traerme hasta aquí, junto con mi vehículo. Por eso he podido recuperar esto.
Sacó el cilindro de marfil de un bolsillo de su chaqueta, lo colocó sobre la mesita y lo acarició suavemente con su mente. La tapa historiada de símbolos se alzó, dejando a la vista algo semejante a pequeñas gemas de color azul verdoso.
—¿Es eso lo que activa las máquinas de combate?
El Enviado asintió con teatral fatalidad.
—Entonces, en unos días el cielo se desplomará sobre sus cabezas —musitó Brenner con un deje fúnebre.
—Así será, padre, así será.
Se observaron como esfinges en un silencio incómodo.
—Tengo una curiosidad, padre —dijo al fin el Enviado, a quien la sumisión del párroco le había despertado su deseo de seguir conversando con él—. ¿Sospechan los terráqueos que existe vida en el universo, o se trata de una de esas razas cegadas por su propia megalomanía?
El párroco sonrió con amargura antes de responder.
—Ese es un asunto que he seguido con verdadero interés, dada nuestra situación. Y puedo decirle que el hombre sospecha de la existencia de otros planetas habitados desde las épocas más antiguas, si bien sus ansias por explorar el universo son, digamos, más recientes. Hace tan solo unos siglos se contentaba con soñar con ello, pero ahora, debido a los avances de la ciencia, empieza a acariciarlo como una posibilidad, como reflejan las cada vez más numerosas novelas de ambiente espacial que escriben muchos de ellos, y que, como comprenderá, no puedo resistirme a leer. —Se levantó, se acercó a una vitrina cargada de libros que el Enviado había confundido con misales, seleccionó algunos y los dejó sobre la mesita—. Este es uno de los primeros libros que habla de sus inquietudes espaciales. Es la historia de la construcción de un enorme cañón que dispara un proyectil tripulado a la Luna.
El Enviado tomó el libro que le tendía y lo contempló sin demasiado interés.
—De la tierra a la Luna
, de Julio Verne —leyó.
El párroco asintió y señaló el bodegón de libros que había dispuesto sobre la mesa.
—Como puede comprobar, me gusta tomar el pulso a los anhelos de los terráqueos, y sobre todo estar al corriente de las visiones que tienen de nosotros, de cómo nos imaginan. Muchas de estas novelas le divertirían enormemente, se lo aseguro.