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Authors: Michel Houellebecq

El mapa y el territorio (10 page)

BOOK: El mapa y el territorio
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El director de comunicación del grupo Michelin Francia acogió la noticia sin verdadera emoción. Si Jed decidía no hacer más fotos de mapas Michelin nada podía obligarle a continuar; podía detenerse en cualquier momento, estaba precisado con todas las letras en el contrato. En realidad daba más o menos la impresión de que le tenía sin cuidado, y a Jed le sorprendió incluso que le propusiera una cita para la mañana siguiente.

Poco después de llegar al despacho de la avenue de la Grande-Armée, comprendió que Forestier quería en realidad desahogarse, exponer sus inquietudes profesionales a un interlocutor complaciente. El traslado de Olga había supuesto perder a una colaboradora inteligente, entregada, políglota; y, cosa difícil de creer, por el momento no le habían propuesto a nadie que la sustituyera. La dirección general le «había dado por el culo a tope», fueron sus palabras amargas. Evidentemente ella regresaba a Rusia, evidentemente era su país, evidentemente esos putos rusos compraban millones de neumáticos, con sus putas carreteras destrozadas y su puto clima de mierda, pero Michelin seguía siendo una empresa francesa y pocos años antes no habrían ocurrido cosas así. Los desiderata de la sede francesa, todavía recientemente, equivalían a órdenes, o al menos se les prestaba una atención especial, pero todo esto se había acabado desde que los inversores institucionales extranjeros habían adquirido la mayoría en el capital del grupo. Sí, las cosas habían cambiado mucho, repitió con una delectación sombría, era evidente que los intereses de Michelin Francia no pesaban ya mucho en comparación con los de Rusia, por no hablar de la China, pero si aquello continuaba así habría que preguntarse si él no entraría a trabajar en Bridgestone o hasta en Goodyear. Bueno, esto que quede entre nosotros, añadió con un temor repentino.

Jed le garantizó su plena discreción, trató de llevar la entrevista hacia su propio caso.

—Ah, sí, el sitio Internet… —Forestier pareció acordarse en aquel mismo momento—. Pues bien, vamos a incluir un mensaje informando de que usted considera acabada esta serie de obras. Los tirajes anteriores seguirán en venta, ¿o tiene algún reparo? —Jed no veía ninguno—. Por otra parte ya queda bien poco, se ha vendido muy bien… —prosiguió con una voz en la que renacía un asomo de optimismo—. También seguiremos indicando en nuestra comunicación que los mapas Michelin han sido el soporte de un trabajo artístico unánimemente aplaudido por la crítica, supongo que tampoco le importará…

A Jed no le importaba lo más mínimo.

Forestier estaba muy reconfortado cuando le acompañó hasta la puerta de su despacho y concluyó, estrechándole la mano calurosamente:

—Estoy encantado de haberle conocido. Entre nosotros era un
win-win
, un
win-win
absoluto.

X

No sucedió nada, o más o menos el equivalente de nada, durante varias semanas, y una buena mañana, al volver de hacer las compras Jed vio a un tipo de unos cincuenta años, que vestía vaqueros y un viejo chaquetón de cuero, esperándole delante de la entrada del inmueble; tenía aspecto de llevar esperando bastante tiempo.

—Hola… —dijo—. Perdóneme por abordarle así, pero no he encontrado otro modo. Le he visto pasar varias veces por el barrio. ¿Es usted Jed Martin?

Jed asintió. Su interlocutor tenía una voz de hombre instruido, acostumbrado a la palabra; se parecía a un situacionista belga o a un intelectual proletario, así y todo con camisas Arrow; sin embargo, por sus manos fuertes, endurecidas, se adivinaba que había ejercido realmente un oficio manual.

—Conozco bien su obra de los mapas, la he seguido casi desde el principio. Yo también vivo en el barrio. —Le tendió la mano—. Me llamo Franz Teller. Soy galerista.

Camino de su galería, en la rue de Domrémy (había comprado un local justo antes de que el barrio se pusiera bastante de moda; dijo que había sido una de las pocas cosas buenas de su vida), pararon a beber algo en Chez Claude, en la rue Château-des-Rentiers, que más adelante se convertiría en café habitual de ambos y brindaría a Jed el motivo de su segundo cuadro de la «serie de oficios sencillos». El local se obstinaba en servir vasos de tinto ordinario y bocadillos de paté con pepinillo a los últimos jubilados de las «capas populares» del distrito XIII. Se morían uno tras otro, con método, y no los reemplazaban clientes nuevos.

—Leí en un artículo que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el ochenta por ciento de los cafés habían desaparecido en Francia —comentó Franz, lanzando una ojeada circular sobre el local. No lejos de ellos, cuatro jubilados empujaban silenciosamente unas cartas sobre una mesa de fórmica, según reglas incomprensibles que parecían pertenecer a la prehistoria de los juegos de cartas (¿la brisca? ¿El juego de los cientos?). Más allá, una mujer gorda con cuperosis bebió su pastís de un trago—. La gente ha empezado a comer en media hora, y también a beber cada vez menos alcohol; y luego el golpe de gracia ha sido la prohibición de fumar.

—Creo que todo eso va a volver, de formas distintas. Ha habido una larga fase histórica de aumento de la productividad que se está terminando, al menos en Occidente.

—La verdad, tiene usted una manera extraña de ver las cosas… —dijo Franz después de haberlo reflexionado largo tiempo—. Me había interesado su obra sobre los mapas Michelin, me había interesado vivamente; sin embargo, no le habría admitido en mi galería. Yo diría que estaba demasiado seguro de usted mismo; no me parecía totalmente normal para alguien tan joven. Y luego, cuando leí en Internet que había decidido dejar la serie de los mapas me decidí a venir a verle. Para proponerle que sea uno de los artistas que represento.

—Pero si no tengo ni idea de lo que voy a hacer… No sé siquiera si voy a continuar en el arte.

—No lo comprende —dijo Franz, pacientemente—. No es una forma de arte particular, una
manera
que me interese, es una personalidad, una mirada posada sobre el gesto artístico, sobre su situación en la sociedad. Si usted viniera mañana con una simple hoja de papel, arrancada de un cuaderno de espirales, en la que hubiese escrito:
«No sé siquiera si voy a continuar en el arte»
, yo expondría esa hoja sin dudar. Y sin embargo no soy un intelectual, pero usted me interesa.

»No, no soy un intelectual —insistió—. Más o menos intento tener una facha de intelectual de los barrios bonitos porque es útil en mi oficio, pero no lo soy, ni siquiera terminé el bachillerato. Empecé montando y desmontando exposiciones y después compré ese pequeño local y tuve golpes de suerte con artistas. Pero al elegir siempre me he guiado por la intuición únicamente.

A continuación visitaron la galería, más grande de lo que Jed habría pensado, de techo alto y paredes de hormigón sostenidas por vigas metálicas.

—Era una fábrica de construcción mecánica —le dijo Franz—. Quebraron hacia mediados de los años ochenta y hasta que la compré estuvo vacía bastante tiempo. Hubo que hacer una gran limpieza, pero valió la pena. A mí me parece un hermoso espacio.

Jed asintió. Los tabiques divisorios móviles habían sido desplazados hacia un lado y la superficie de exposición tenía, por tanto, su máxima dimensión: treinta metros por veinte. De momento estaba ocupada por grandes esculturas de metal oscuro, cuyo tratamiento habría podido inspirarse en la estatuaria tradicional africana, pero cuyos temas evocaban claramente el África contemporánea: todos los personajes agonizaban o se despedazaban con machetes y Kaláshnikovs. Esta mezcla de acciones violentas y rostros inmóviles en la expresión de los actores producía un efecto especialmente siniestro.

—Como almacén tengo una nave en Eure-et-Loir —continuó Franz—. Las condiciones higrométricas no son ideales y la seguridad inexistente; total, son condiciones de almacenaje muy malas, pero hasta ahora no he tenido problemas.

Se separaron unos minutos más tarde y Jed se quedó sumamente turbado. Vagó largo tiempo por París antes de volver a casa e incluso se perdió dos veces. Y las semanas siguientes ocurrió lo mismo, salía y caminaba a la buena ventura por las calles de aquella ciudad que en definitiva conocía mal, de vez en cuando paraba en una cervecería para orientarse, y casi siempre tenía que servirse de un plano.

Una tarde de octubre, subiendo la rue des Martyrs, le asaltó de pronto un perturbador sentimiento de familiaridad. Recordaba que más allá estaba el boulevard de Clichy, con sus sex-shops y sus tiendas de lencería erótica. Tanto a Geneviéve como a Olga les había gustado comprarse de vez en cuando, acompañadas por él, prendas de ese tipo, pero solían ir a Rebecca Ribs, mucho más abajo del boulevard, no, era otra cosa.

Se detuvo en la esquina de la avenue Trudaine, miró hacia la derecha y lo supo. A unas decenas de metros se encontraban los despachos donde su padre había trabajado los últimos años. Sólo los había visitado una vez, poco después de la muerte de su abuela. El estudio acababa de instalarse en sus nuevos locales. Tras el contrato del centro cultural de Port-Ambonne, habían sentido la necesidad de
subir de gama
, la sede social debía encontrarse ahora en un
palacete
, de preferencia en un
patio adoquinado
, más concretamente en una
avenue bordeada de árboles
. Y la avenue Trudaine, ancha, de una calma casi provinciana con sus hileras de plátanos, convenía perfectamente a un estudio de arquitectos de cierto renombre.

La recepcionista le informó de que Jean-Pierre Martin estaría reunido toda la tarde. «Soy su hijo», insistió suavemente Jed. Ella titubeó y luego descolgó el teléfono.

Su padre irrumpió en el vestíbulo unos minutos más tarde, en mangas de camisa, con la corbata desanudada y un expediente delgado en la mano. Respiraba ruidosamente, presa de una emoción violenta.

—¿Qué pasa? ¿Ha habido un accidente?

—No, nada. Solamente pasaba por el barrio.

—Estoy ocupado, pero… espera. Vamos a salir a tomar un café.

Explicó a Jed que la firma atravesaba un período difícil. La nueva sede social era cara y habían perdido un contrato importante para la renovación de una estación balnearia a orillas del Mar del Norte; acababa de tener una bronca violenta con uno de sus socios. Su respiración era más regular, se iba calmando poco a poco.

—¿Por qué no lo dejas? —preguntó Jed. Su padre le miró sin reaccionar, con una expresión de incomprensión total—. Quiero decir que ya has ganado bastante dinero. Sin duda podrías retirarte, disfrutar un poco de la vida.

Su padre le seguía mirando como si las palabras no le llegaran al entendimiento o no consiguiera darles un sentido, y al cabo de como mínimo un minuto preguntó:

—Pero ¿qué haría? —Y su voz era la de un niño perdido.

La primavera en París es a menudo una prolongación del invierno: lluviosa, fría, fangosa y sucia. El verano es casi siempre desagradable: la ciudad es ruidosa y polvorienta, los calores intensos nunca duran mucho, al cabo de dos o tres días terminan en una tormenta seguida de un enfriamiento brutal. Sólo en otoño París es una ciudad realmente agradable y ofrece días soleados y breves en los que el aire seco y límpido deja una tonificante sensación de frescor. Jed continuó sus paseos durante todo el mes de octubre, si es que se puede llamar paseos a una marcha casi automática en que ninguna impresión exterior le llegaba al cerebro, en que tampoco ninguna meditación o proyecto lo llenaban, y cuyo único objeto era que el atardecer le dejara en un estado de suficiente fatiga.

Una tarde de principios de noviembre, hacia las cinco, se encontró delante del apartamento de la rue Guynemer donde vivía Olga. Tenía que suceder, se dijo: atrapado por sus automatismos, había seguido, más o menos a la misma hora, el camino que había emprendido todos los días durante meses. Sofocado, desanduvo el camino hasta el jardín de Luxemburgo y se desplomó en el primer banco que vio. Estaba justo al lado de ese curioso pabellón de ladrillos rojos, adornado con mosaicos, que ocupa uno de los ángulos del jardín, en el chaflán de la rue Guynemer y la rue d'Assas. A lo lejos, el sol poniente iluminaba los castaños con un extraordinario fulgor anaranjado, cálido: casi un amarillo indio, se dijo Jed, e involuntariamente le volvió a la memoria la letra de
Le Jardín du Luxembourg
:

Sans amour

Encore un jour

De ma vie

Le Luxembourg

A vieilli

¿Est-ce que c'est lui?

¿Est-ce que c'est moi?

Je ne sais pas.
[8]

Como muchas rusas, Olga adoraba a Joe Dassin, sobre todo las canciones de su último disco, su melancolía resignada, lúcida. Jed tiritaba, sentía crecer una crisis incontenible, y se echó a llorar cuando le vino a la memoria la letra de
Salut les amoureux
.

On s'est aimés comme on se quitte

Tout simplement, sans penser a demain

Á demain qui vient toujours un peu trop vite,

Aux adieux qui quelque fois se passent un peu trop bien.
[9]

Pidió un whisky en la esquina de la rue Vavin y enseguida se dio cuenta de su error. Tras la quemazón reconfortante le inundó de nuevo la tristeza, las lágrimas le corrían por la cara. Lanzó una mirada inquieta a su alrededor, pero por suerte nadie le prestaba atención, todas las mesas estaban ocupadas por estudiantes de Derecho que hablaban de fiestas o de «socios júnior», en fin, de esas cosas que interesan a los estudiantes de Derecho, podía llorar a su antojo.

Al salir se equivocó de camino, vagó unos minutos en un estado de semiinconsciencia aturdida y se encontró delante de la tienda Sennelier Fréres, en la rue de la Grande-Chaumiére. En el escaparate vio expuestos pinceles, lienzos de formato corriente, pasteles y tubos de colores. Entró y, sin pensarlo, compró un estuche de «pintura al óleo» básico. De forma rectangular y madera de haya, con su interior dividido en compartimentos, contenía doce tubos de óleo extrafino Sennelier, un conjunto de pinceles y un frasco de disolvente.

En estas circunstancias se produjo en su vida este «retorno a la pintura» que tantos comentarios suscitaría.

XI

Posteriormente Jed no se mantendría fiel a la marca Sennelier, y sus telas de madurez están realizadas casi enteramente con ayuda de los óleos Mussini, de la casa Schmincke. Hay excepciones, y algunos verdes, en especial los verdes cinabrio que dan un resplandor tan mágico a los pinares californianos que descienden hacia el mar en
Bill Gates y Steve Jobs conversando sobre el futuro de la informática
, proceden de la gama de óleos Rembrandt, de la firma Royal Talens. Y para los blancos casi siempre emplearía los óleos Old Holland, cuya opacidad apreciaba.

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