El Mar De Fuego (12 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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—¡Eh, vamos! —dijo con aspereza—. ¡Vamos, despierta! No puedo dejarte aquí, sartán. Te quiero en el puente, donde pueda tenerte vigilado. ¡En marcha!

Alfred incorporó la cabeza al instante, con un gemido y un grito de horror. Se agarró con tal desesperación a la blusa de Haplo que éste estuvo a punto de caerle encima.

—¡Socorro! ¡Sálvame! ¡Hay que correr! ¡Estoy huyendo y..., y los tengo tan cerca! ¡Ayúdame, por favor! ¡Por favor!

Haplo no sabía qué estaba pasando, pero no tenía tiempo para descubrirlo.

—¡Eh! —gritó enérgicamente, justo en las narices de Alfred, y le soltó una bofetada.

Alfred echó hacia atrás su calva cabeza entre un castañeteo de dientes y, tomando aire entrecortadamente, volvió los ojos hacia Haplo. El patryn advirtió en ellos un destello de reconocimiento. Y vio también otras cosas, completamente inesperadas: vio comprensión, compasión y lástima.

Haplo se preguntó, inquieto, dónde habría creído estar Alfred durante la travesía de la Puerta de la Muerte. Y en lo más profundo de sí conoció la respuesta, pero no estuvo seguro de si le gustaba la idea o lo que podía significar. Decidió no darle vueltas al asunto, al menos por el momento.

—¿Qué...? —inició una protesta Alfred.

—¡En pie! —lo interrumpió Haplo. Incorporándose, ayudó al torpe sartán a hacer otro tanto—. Aún no estamos fuera de peligro. Si acaso, acabamos de sumirnos en él. Yo...

Un terrible estrépito en mitad de la nave subrayó sus palabras. El patryn se tambaleó y logró asirse a una viga del techo bajo. Alfred cayó hacia atrás, agitando desmañadamente los brazos, hasta quedar sentado en la cubierta.

—¡Perro, tráelo! —ordenó Haplo, y echó a correr hacia el puente.

Durante la Separación, los sartán habían roto el universo, dividiéndolo en cuatro mundos representativos de sus cuatro elementos básicos: el aire, el fuego, la piedra y el agua. Haplo había visitado en primer lugar el reino del aire, Ariano, y hacía poco que había regresado del reino del fuego, Pryan. Sus breves estancias en ambos lo habían preparado —o eso había creído él— para lo que pudiera encontrar en Abarrach, el mundo de piedra. Un mundo subterráneo de túneles y cavernas, imaginaba; un mundo oscuro, frío y con olor a tierra.

La nave volvió a topar con algo y se escoró. Haplo escuchó a su espalda un alarido y un estrépito. Alfred había tropezado otra vez. La nave podía resistir aquel zarandeo, gracias a la protección de sus runas, pero no eternamente. Cada sacudida causaba leves parpadeos en los signos mágicos trazados sobre el casco, separando las junas un poco más y perturbando su magia en el mismo grado. Con sólo que dos de ellas se separaran por completo, se abriría en la protección mágica una grieta que se agrandaría rápidamente. Así había sucedido la primera vez que Haplo había cruzado la Puerta de la Muerte.

Mientras avanzaba lo más deprisa posible, arrojado de un lado a otro por los bandazos de la nave sin gobierno, Haplo advirtió que un tenue resplandor iluminaba la oscuridad que lo envolvía. La temperatura aumentaba por momentos, haciéndose agobiante. Las runas de su piel empezaron a despedir una leve luz azulada; la magia de su cuerpo reaccionaba así, instintivamente, para reducir la temperatura a un nivel seguro.

¿Era posible que hubiese un incendio a bordo?

Haplo descartó la idea por ridicula. La nave había atravesado incólume los soles de Pryan y, sin la menor duda, las runas habían demostrado ser una protección perfecta contra el fuego. No obstante, era innegable que el resplandor rojizo era cada vez más luminoso y que la temperatura seguía subiendo. Haplo apretó el paso hacia el puente con algunas dificultades, debido al cabeceo de la embarcación. Cuando llegó al puente, se detuvo en seco y contempló la vista, paralizado por la sorpresa y la conmoción.

La nave estaba surcando, a increíble velocidad, un río de lava fundida. Un enorme flujo de materia incandescente salpicada de llamaradas amarillas se deslizaba y formaba remolinos en torno al casco. En lo alto, las sombras, aún más oscuras en contraste con la tenue luz del magma formaban un arco.

Se encontraba en una gigantesca caverna. Enormes columnas de roca negra, en torno a las cuales circulaba y formaba remolinos la lava, se elevaban hasta el techo de piedra, sosteniéndolo. De éste descendían incontables estalactitas como dedos huesudos que quisieran atraparlo, y cuya pulida superficie reflejaba el resplandor infernal del río de fuego que corría bajo ellas.

La nave daba bandazos a un lado y a otro. Grandes estalagmitas de puntas peligrosas, afiladas como lanzas, se alzaban entre el mar de roca fundida como negros colmillos de unas fauces encarnadas. Era esto, se dijo Haplo, lo que había causado las sacudidas que acababa de experimentar. El patryn se puso en movimiento otra vez, penetró en el puente y colocó las manos en la piedra de dirección, reaccionando más por reflejo que por un pensamiento consciente, mientras sus ojos, fascinados y horrorizados, seguían fijos en el espantoso mar de lava por el que navegaban.

—¡Sartán bendito! —murmuró una voz a su espalda—. ¿Qué terrible lugar es éste?

Haplo dirigió una breve mirada a Alfred.

—Es cosa de tu pueblo —declaró, y añadió—: Perro, vigílalo.

El animal, obedientemente, había conducido a Alfred hasta aquel lugar acosándolo y mordisqueándole los tobillos. Al oír a su amo, se echó en la cubierta jadeando de calor y clavó sus ojos inteligentes en el sartán. Este dio un paso hacia adelante y el perro lanzó un gruñido mientras su cola batía la cubierta en gesto de advertencia.

«No tengo nada personal contra ti —parecía decir la expresión del animal—, pero órdenes son órdenes».

Alfred tragó saliva y permaneció inmóvil, apoyado contra el mamparo con gesto de debilidad.

—¿Dónde..., dónde estamos? —repitió con un hilo de voz.

—En Abarrach.

—El mundo de piedra... ¿Era éste tu destino?

—¡Por supuesto! ¿Qué esperabas? ¿Creías que soy tan torpe como tú?

Alfred guardó silencio y observó el terrible panorama exterior.

—De modo que estás visitando cada uno de los mundos, ¿no? —murmuró por fin.

Haplo no vio ninguna razón para responder, de modo que continuó callado y concentrado en el pilotaje. Guiar la nave exigía concentración, pues los enormes peñascos aparecían de repente, sin aviso. Pensó si sería mejor alzar el vuelo, pero decidió que no. No podía calcular con precisión la altura del techo de la caverna y el casco resistiría el castigo mucho mejor que el frágil mástil o que la proa de la nave dragón.

El calor era intenso incluso en el interior de la nave, que tenía la ventaja de contar con la protección de las runas del exterior. La piel de Haplo despedía un fulgor azulado producido por los tatuajes mágicos que lo refrigeraban. El patryn advirtió que Alfred estaba murmurando en voz baja; trazaba runas en el aire con sus manos de dedos ahusados y arrastraba ligeramente los pies, meciendo el cuerpo al ritmo de la magia sartán. El perro jadeaba audiblemente, pero no apartaba los ojos de Alfred ni un solo instante.

—Supongo que has estado en el segundo mundo —continuó el sartán en voz baja, casi como si hablara consigo mismo—. Lo más normal sería que los recorrieras según el orden en que fueron creados, el orden por el que aparecen en los mapas antiguos. ¿Has..., has encontrado algún rastro de mi..., de mi gente? —inquirió por último, en un susurro tan débil que Haplo le entendió sólo porque sabía por anticipado cuál iba a ser la pregunta.

El patryn no respondió de inmediato. ¿Qué iba a hacer con Alfred, con aquel sartán, su enemigo mortal?

La primera intención de Haplo —y éste se asombró de las ganas que tenían sus manos de llevar a cabo lo que pasaba por su mente— fue arrojarlo por la borda al río de magma. Pero matar a Alfred sería ceder a su propio odio y una falta de disciplina que el Señor del Nexo no toleraría. Alfred, un sartán vivo —el único, por lo que Haplo sabía—, era una pieza de extraordinario valor.

«Mi Señor estará contento con este regalo —pensó Haplo—. Mucho más que con cualquier otra cosa que pudiera llevarle, incluido el informe sobre este mundo infernal. Probablemente, lo mejor sería dar media vuelta y llevarle de inmediato al sartán. Sin embargo...»

Sin embargo, aquello significaría volver a entrar en la Puerta de la Muerte y el patryn, aún negándose a reconocer tal debilidad, no podía contemplar tal perspectiva sin sentir profunda alarma. Vio de nuevo las filas y filas de tumbas, conoció de nuevo la muerte de toda esperanza y de toda promesa, experimentó la certidumbre de estar terrible, espantosa, dolorosamente solo...

Apartó a duras penas de su mente el sueño, o lo que hubiera sido, y maldijo los ojos que le habían hecho verlo. No volvería a hacer la travesía, todavía no; era demasiado pronto. Sería preciso dejar pasar un tiempo. Que las imágenes se difuminaran un poco. Se dijo que sería muy difícil y peligroso hacer dar media vuelta al barco. Era mejor seguir adelante, terminar la misión, explorar aquel mundo y regresar entonces al Nexo. Alfred no iría a ninguna parte sin él, sin duda.

Haplo observó el rostro perlado de sudor del sartán, sus hombros temblorosos, y se sintió reconfortado. Alfred parecía incapaz de dar un paso sin ayuda, y el patryn juzgó improbable que su enemigo tuviera la fuerza o la habilidad para quitarle el dominio de la nave y escapar.

Miró a los ojos al sartán y, en lugar de odio o miedo, vio de nuevo comprensión y pena. De pronto, se le ocurrió que tal vez su enemigo no tenía intención de huir. Volvió a considerar la idea, pero la descartó. Alfred debía de saber el terrible destino que le aguardaba en manos del Señor del Nexo. Y, si no lo sabía, él mismo se lo explicaría con mucho gusto.

—¿Decías algo, sartán? —dijo, volviendo la cabeza.

—Pregunto que si has encontrado a alguien de mi pueblo en Pryan —repitió Alfred en tono humilde.

—Lo que haya encontrado o dejado de encontrar no es asunto tuyo. Mi Señor decidirá qué le parece que debas saber.

—¿Volvemos, entonces? ¿Vamos junto a tu Señor?

Haplo percibió con profunda satisfacción el temblor nervioso de la voz de su amigo. Así pues, Alfred conocía la recepción que lo esperaba, o al menos tenía una vaga idea de ella.

—No. —Haplo lo dijo con un rechinar de dientes—. Todavía no. Tengo una misión que cumplir y voy a hacerlo. No creo que tengas intención de largarte por ahí sin mí pero, por si se te ocurre intentar darme esquinazo, el perro estará pendiente de ti noche y día.

El animal, al oír que se referían a él, barrió la cubierta con el rabo y abrió la boca en una gran sonrisa, dejando a la vista unos dientes como cuchillas.

—Sí, el perro —murmuró Alfred—. Ya sé...

Haplo se preguntó con irritación a qué se refería el sartán; no le había gustado su tono de voz, que parecía al borde de la compasión cuando el patryn hubiera preferido captar miedo.

—Sólo una advertencia, sartán. Puedo hacerte, y me
encantaría,
cosas que no son nada agradables y que no perjudicarían tu utilidad para mi Señor. Haz lo que te digo, apártate de mi camino y te dejaré en paz, ¿entendido?

—No soy tan débil como pareces considerarme... —replicó Alfred, irguiéndose con aire digno.

El perro gruñó y alzó la cabeza, bajó las orejas y entrecerró los ojos. El rabo batió los tablones de la cubierta con un ruido amenazador. Alfred se encogió de nuevo, hundiendo los hombros que había erguido por un instante.

Haplo soltó un bufido de sorna y se concentró en la navegación.

A lo lejos, por la proa, el río de magma se dividía. Una corriente caudalosa se desviaba a la derecha y otra más pequeña lo hacía a la izquierda. Haplo derivó la nave hacia babor, por la única razón de que era la vía mayor y parecía más fácil y segura.

—¿Cómo podría nadie vivir en un ambiente tan terrible?

Alfred, que había formulado la pregunta sin esperar respuesta, para sí mismo, pareció llevarse una considerable sorpresa cuando Haplo respondió.

—Desde luego, ningún mensch podría hacerlo, pero uno de nuestra raza, sí. No creo que nuestro viaje por este mundo sea muy largo. Si alguna vez hubo vida aquí, debe de haber desaparecido hace mucho.

—Tal vez Abarrach no fue concebido para ser habitado. Quizá sólo estaba destinado a ser una fuente de energía para los otros... —Alfred se interrumpió súbitamente en mitad de la frase. Haplo soltó un gruñido y lo miró.

—¿Sí? ¡Continúa!

—Nada. —El sartán tenía los ojos fijos en sus pies desproporcionados—. Sólo eran divagaciones.

—Ya tendrás oportunidad de divagar todo lo que quieras cuando volvamos al Nexo. Antes de que mi Señor haya acabado contigo, desearás conocer los secretos del universo y poder revelárselos, hasta el último de ellos.

Alfred guardó silencio y miró hacia la portilla acristalada. Haplo contempló las riberas negras y peladas a un costado y otro de la nave. Pequeños afluentes del río de magma serpenteaban entre los afloramientos de rocas y desaparecían en las sombras, levemente iluminadas por el fuego. Tal vez conducían a alguna parte, al exterior. Encima de ellos no había otra cosa que roca.

—Si estamos en el centro de este mundo, en sus entrañas, es posible que exista vida más arriba, en la superficie —apuntó Alfred, haciéndose eco de los pensamientos de Haplo, para gran irritación de éste.

El patryn pensó si no sería mejor varar la nave y avanzar a pie, pero abandonó de inmediato tal idea. Caminar entre las estalagmitas negras, resbaladizas y empinadas, que reflejaban con un brillo tenue y espectral el resplandor apagado del magma, resultaría difícil y traicionero. No; sería mejor seguir en el río, al menos de momento...

Llegó a sus oídos una especie de sordo rugido. Una mirada al rostro de Alfred le dijo que el sartán también lo oía.

—Nos movemos más deprisa —apuntó Alfred, pasándose la lengua por unos labios que debían de estar orlados de sal, a juzgar por el sudor que le resbalaba por las mejillas.

La velocidad de la nave se incrementó y Haplo vio pasar el magma, cada vez más rápido, como si estuviera impaciente por llegar a algún ignorado destino. El rugido creció en intensidad. Manteniendo las manos en la piedra de dirección, el patryn miró al frente con inquietud y no vio otra cosa que una inmensa negrura.

—¡Rápidos! ¡Una cascada! —gritó Alfred, y la nave saltó el borde de una gigantesca catarata de lava.

Haplo se asió a la piedra de dirección y la embarcación inició la caída hacia un inmenso mar de lava fundida, de cuya masa en agitado movimiento surgían grandes rocas, como negras zarpas abiertas para atrapar la minúscula nave que se precipitaba hacia ellas.

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