—A cambio —respondió Haplo con aplomo—, enseñarás a mi gente el arte de la nigromancia.
—¡Ah! —La mirada de Kleitus estudió las runas tatuadas en el revés de la mano de Haplo—. El único poder mágico que no poseéis, ¿verdad? Bien, bien. Estudiaré la propuesta. Por supuesto, no puedo hacer el viaje ahora, cuando la paz de la ciudad está amenazada. Tendrás que esperar a que resolvamos el asunto entre nuestro pueblo y el de Kairn Telest.
—No tengo prisa.
Haplo hizo un gesto de indiferencia. «Seguid matándoos entre vosotros, sartán», sugirió en silencio. Cuantos menos enemigos quedaran vivos para interferir en los planes de su Señor, tanto mejor.
Kleitus entrecerró los ojos y, por un instante, Haplo creyó haber ido demasiado lejos. No estaba acostumbrado a que le leyeran la mente. El estúpido de Alfred siempre había estado demasiado absorto en sus propias preocupaciones para intentar hurgar en las de Haplo. Tendría que controlarse, se dijo el patryn.
—En el ínterin —dijo lentamente el dinasta—, espero que no te importará ser nuestro invitado. Lamento que los aposentos no sean más cómodos. Te ofrecería una cámara en palacio, pero ello ocasionaría comentarios y explicaciones. Es mucho mejor que te quedes aquí, seguro y oculto.
El dinasta empezó a marcharse, se detuvo y dio media vuelta.
—¡Ah, por cierto!, ese amigo tuyo...
—Yo no tengo amigos —declaró Haplo concisamente. Había empezado a sentarse, pero se vio obligado a seguir de pie.
—¿De veras? Me refiero a ese sartán que te salvó la vida. El que destruyó al guardia muerto que se disponía a ejecutarte...
—Eso fue instinto de autoconservación, Majestad. Soy su único medio de volver a casa.
—Entonces, no te afectará saber que ese conocido tuyo está confabulado con mis enemigos y, por tanto, ha puesto en peligro su vida.
Haplo sonrió y tomó asiento en la piedra. «Si pretendes utilizar las amenazas contra Alfred para hacerme hablar, amigo —pensó para sí—, cometes un lamentable error.»
—No me afectaría saber que Alfred ha caído de cabeza en el mar de Fuego.
Kleitus cerró la celda de un portazo, empleando esta vez las manos y no la magia rúnica. Empezó a alejarse.
—¡Ah, por cierto, Majestad! —lo llamó Haplo mientras se rascaba los tatuajes del brazo. Bastaban dos para jugar aquella partida.
El dinasta no hizo caso de la llamada y continuó alejándose.
—He oído mencionar algo acerca de una profecía... —Haplo hizo una pausa y dejó la frase colgando en el aire helado y rancio de las catacumbas.
Kleitus se detuvo. Se había cubierto con la capucha y, cuando volvió la cabeza, su rostro quedó en las sombras. Su voz, pese a su esfuerzo por mantenerla fría y neutra, tenía un tono cortante como el filo del acero.
—¿Y bien? ¿Qué sucede con ello?
—Tenía curiosidad por saber de qué se trata. Pensaba que tal vez Su Majestad sabría contarme.
El dinasta soltó una seca risilla.
—Podría pasarme el resto del período de vigilia relatándote profecías, patryn, y aún quedarían para las horas de reposo.
—¿Tantas ha habido? —se asombró Haplo.
—Sí, tantas. Y la mayoría de ellas no son sino lo que cabía esperar: desvaríos de viejos o de alguna virgen marchita en pleno trance. ¿A qué viene tu interés? —La voz sondeó en Haplo.
«Así que tantas, ¿eh?», pensó el patryn.
La
profecía, había dicho Jara, y todo el mundo había sabido —o había dado la impresión de saber— exactamente a qué se refería. «¿Por qué no me lo quieres decir, astuto engendro del dragón? ¿Acaso he dado demasiado cerca del blanco?»
—Pensaba que tal vez alguna pudiera referirse a mi Señor —se arriesgó a responder. No sabía muy bien qué esperaba conseguir con aquel disparo, realizado absolutamente a ciegas. Pero, si pretendía hacer sangre, dio toda la impresión de fallar su objetivo. Kleitus no dio ningún respingo; ni siquiera parpadeó. No hizo ningún comentario, sino que dio media vuelta, como si estuviera harto del diálogo, y reemprendió la marcha por el angosto pasadizo.
Haplo aguzó el oído y escuchó al dinasta saludar a Pons con la misma voz aburrida e indiferente. El eco de las voces desapareció poco a poco en la distancia y el patryn quedó solo, con los muertos por única compañía.
Al menos, los muertos eran un grupo silencioso..., salvo aquellos incesantes suspiros, o gemidos, o lo que fuera aquel zumbido que sonaba en sus oídos.
Se tumbó en la cama de piedra para reflexionar sobre su conversación con el dinasta, repasando una por una las palabras pronunciadas y las que habían quedado sin decir. El patryn llegó a la conclusión de que había salido con ventaja de aquella primera confrontación de voluntades. Kleitus estaba ansioso por abandonar aquel pedazo de roca, eso era evidente. Quería visitar otros mundos. Quería
gobernar
otros mundos. Esto último también era evidente.
—Si existiera realmente una cosa como el alma, como creían los antiguos, ese tipo la vendería por poder hacer el viaje —comentó Haplo a los cadáveres—. Pero, en lugar del alma, me venderá su nigromancia. ¡Con los muertos combatiendo para él, mi Señor forjará su propia profecía!
Volvió la vista hacia la silueta inmóvil tendida en la celda contigua.
—No te preocupes, Alteza —murmuró el patryn—. Tendrás tu venganza.
—Ese astuto diablo miente, desde luego —explicó el dinasta a Pons cuando los dos sartán estuvieron de nuevo a solas en la biblioteca—. ¡Quiere hacernos creer que los mensch dominan los otros mundos! ¡Como si los mensch fueran capaces de dominar algo!
—Pero Su Majestad ha visto...
—¡He visto lo que él ha querido que viera! Ese Haplo y su compañero son espías enviados con el fin de descubrir nuestras debilidades y averiguar nuestros puntos fuertes. Es su amo quien gobierna. —Kleitus hizo una pausa, recordando el diálogo con Haplo. Después, asintió con la cabeza lentamente—. Lo he visto, Pons, y es un enemigo a tener en cuenta. Un viejo hechicero de extraordinarios conocimientos, de gran disciplina y fuerza de voluntad.
—¿Os ha bastado con una visión para sacar esas conclusiones, señor?
—¡No seas idiota, Pons! Lo he visto a través de los ojos de su secuaz. Ese Haplo es peligroso, inteligente y experto en sus artes mágicas, por bárbaras que sean. Y, sin embargo, respeta y venera a ese individuo al que llama «su Señor». ¡Un hombre con los poderes de ese Haplo no se entregaría en cuerpo y alma a alguien inferior, o tan siquiera igual a él! Ese «Señor» será un enemigo de cuidado.
—Pero si tiene mundos a su mando, señor...
—Nosotros tenemos a los muertos, canciller. Y reconocemos el arte de resucitar a los muertos. Él, no. Su espía lo ha reconocido. Y pretende persuadirme a hacer un trato.
—¿Un trato, Majestad?
—El nos conduce a la Puerta de la Muerte y nosotros lo instruimos en el conocimiento de la nigromancia. —Kleitus sonrió con los labios apretados como dos finas líneas, en una mueca desprovista de humor—. Le he hecho creer que estudiaré su propuesta. Y ha traído a la conversación el tema de la profecía, Pons.
—¿De veras? —El canciller lo miró, boquiabierto.
—Bueno, finge que no sabe nada de ella. Incluso me ha pedido que se la recitara, pero estoy convencido de que conoce la verdad, Pons. ¿Comprendes lo que eso significa?
—No estoy seguro, señor. —El canciller actuaba con su habitual cautela, no queriendo parecer demasiado estúpido—. El extranjero estaba inconsciente cuando la duquesa Jera mencionó esa profecía...
—¡Inconsciente! —replicó Kleitus con una risa despectiva—. ¡Estaba tan inconsciente como cualquiera de nosotros! Haplo es un hechicero poderoso, Pons. Si quiere, puede salir de esa celda en cualquier momento. Por suerte, cree tener controlada la situación.
»No, Pons, todo ese episodio de su captura fue puro teatro. He estado estudiando su magia, ¿sabes? —Kleitus levantó una ficha rúnica y la sostuvo a la luz de las lámparas—. Y creo que empiezo a entender cómo funciona. Si esos antepasados nuestros, orondos y complacientes, se hubieran tomado la molestia de investigar más acerca de sus enemigos, tal vez habríamos podido escapar al desastre. Pero ¿qué es lo que hicieron, en su vanidad? ¡Convertir sus conocimientos en un juego de salón! ¡Bah!
El dinasta, en un inusual acceso de ira, derribó las fichas del tablero arrojándolas al suelo. Luego, se puso en pie y empezó a deambular por la estancia.
—¿Y la profecía, Majestad?
—Gracias, Pons. Siempre sabes recordarme lo realmente importante. Y el hecho de que ese Haplo haya mencionado la profecía tiene una importancia monumental.
—Perdonad, Majestad, pero no veo qué...
—¡Pons! —Kleitus se detuvo frente a su ministro—. ¡Piensa! Un extranjero llega aquí a través de la Puerta de la Muerte y habla de la profecía. ¡Eso significa que es conocida más allá de nuestro mundo!
Al canciller se le iluminó el rostro, borrando su expresión de perplejidad.
—¡Majestad! —exclamó.
—Ese «Señor» patryn nos teme —añadió el dinasta en voz baja y la mirada perdida muy lejos, en unos mundos que sólo había visto en su mente—. Con nuestra nigromancia, nos hemos convertido en los sartán más poderosos que han existido nunca. Por eso ha enviado a sus espías: para descubrir nuestros secretos y perturbar nuestro mundo. Lo veo aguardando el regreso de sus agentes. ¡Pues su espera será en vano!
—¿Espías, en plural? Supongo que Su Majestad se refiere al otro individuo, al sartán que destruyó al muerto... ¿Puedo recordaros con todo respeto, señor, que ese hombre es un sartán? Es uno de nosotros...
—¿Lo es? ¿Y destruye a nuestros muertos? No, Pons. Si de verdad es un sartán, ha de ser uno que se haya pasado al enemigo. Es probable que, a lo largo de los siglos, los patryn hayan corrompido a nuestra raza. Pero a nosotros no nos harán lo mismo. Es preciso que capturemos a ese sartán. Tenemos que averiguar cómo realizó ese hechizo.
—Como ya expliqué, señor, no empleó ninguna estructura rúnica de las que yo conozco...
—Pero tus conocimientos son limitados, Pons. Tú no eres nigromante.
—Es cierto, señor.
Pons reconoció esta carencia con toda humildad. El campo en el cual era experto el canciller, el que conocía a fondo y en el cual mostraba aplomo y confianza, era otro muy concreto: cómo hacerse indispensable para su señor.
—Esta magia del sartán podría resultar una amenaza significativa. Es preciso que averigüemos qué le hizo al cadáver para acabar con su «vida».
—Desde luego, señor. Pero si está con el conde, capturarlo será una empresa difícil...
—Por eso, precisamente, no vamos a intentarlo. Ni siquiera será necesario «capturarlo». El joven duque y la duquesa vendrán al rescate del príncipe, ¿verdad?
—Según Tomás, ésos son sus planes.
—Entonces, ese sartán querrá acompañarlos.
—¿Para rescatar al príncipe? ¿Qué interés puede tener en ello?
—No, Pons. A quien vendrá a rescatar es a su amigo, el patryn... El cual, para entonces, estará agonizando.
NECRÓPOLIS, ABARRACH
Durante el ciclo siguiente, los conspiradores planificaron su traslado a la ciudad, a la casa de Tomás. No tendrían dificultades para colarse en Necrópolis aprovechando el período de descanso del dinasta. La ciudad sólo tenía una puerta, cuyos guardianes eran cadáveres. Sin embargo, al tratarse de una red de túneles y cavernas, Necrópolis tenía un número considerable de otros accesos y salidas, demasiado numerosos para que se pudieran apostar centinelas en todos ellos, sobre todo porque, por lo general, no existían enemigos de quienes protegerse.
—Pero ahora existe un enemigo —dijo Jera—. Tal vez el dinasta haya dado orden de que se obstruyan los «agujeros de rata».
No obstante, Tomás se mostró confiado en que el dinasta no hubiera ordenado tal cosa pues, al fin y al cabo, el enemigo estaba al otro lado del mar de Fuego. Jera mantuvo sus reticencias, pero Jonathan le recordó que su amigo Tomás gozaba de la consideración del dinasta y tenía un conocimiento muy profundo de la manera de pensar de Su Majestad. Por fin, todos estuvieron de acuerdo en introducirse clandestinamente en la ciudad a través de algún agujero de rata. Quedaba por resolver qué harían con el perro.
—Podríamos dejarlo aquí —sugirió Jera, observando al animal con aire pensativo.
—Me temo que no se quedaría —respondió Alfred.—Tiene razón —dijo Jonathan a su esposa en voz baja—. ¡A ese perro no lo detiene ni siquiera la muerte!
—Pero no podemos permitir que lo vean. En Necrópolis no es probable que nadie se fije en nosotros, pero puede suceder que algún ciudadano consciente informe al instante de la presencia de un animal en las calles.
Alfred podría haberles dicho que no debían preocuparse. El perro podía ser arrojado a todas las charcas de barro hirviente que quisieran, podía ser arrastrado por todos los guardias del mundo o encerrado en mil y una jaulas y, mientras Haplo viviera, el animal reaparecería tarde o temprano. Pero no encontró la manera más adecuada de expresar sus pensamientos en palabras, por lo que la conversación continuó hasta que llegaron a una conclusión: la solución más obvia era dejarlos a ambos, a él y al perro, en la mansión.
El viejo conde se mostró favorable a ello.
—¡He visto cadáveres que llevan diez lustros muertos y se mueven con menos probabilidades de hacerse pedazos! —aseguró a su hija con gesto irritado. Momentos antes, Alfred había rodado por una escalera y había estado a punto de romperse el cuello.