El Mar De Fuego (41 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

BOOK: El Mar De Fuego
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»E1 dinasta de Kairn Necros, Kleitus VII, prohibió que Bethel y sus seguidores se marcharan. La hechicera se negó a acatar la orden y condujo a los suyos a través del mar de Fuego hasta el Pilar de Zembar, disponiéndose a abandonar el mundo. Las batallas entre las dos facciones se prolongaron intermitentemente durante años, hasta que Bethel fue traicionada y capturada. Luego, mientras la trasladaban por el mar de Fuego, escapó a sus captores y se arrojó al magma para impedir que su cadáver fuera resucitado. Antes de saltar del barco, proclamó a gritos lo que luego se conocería como la Profecía de la Puerta.

Alfred imaginó a la mujer de pie sobre la proa de la nave, gritando desafiante. La imaginó arrojándose al océano incandescente. Perdió el hilo de la narración de Jonathan y sólo volvió a cogerlo cuando, de pronto, el joven bajó la voz.

—Fue durante esa guerra cuando se formaron los primeros ejércitos de muertos para enfrentarlos entre sí. De hecho, se dice que algunos comandantes llegaron a ordenar la muerte de sus propios soldados vivos para proveerse de unidades de cadáveres...

Alfred alzó la cabeza con gesto alterado.

—¿Qué me estás contando? ¡Dar muerte a sus propios jóvenes! ¡Sartán bendito! ¿A qué negras simas hemos caído? —Estaba pálido, tembloroso—. ¡No, no te acerques! —Alzó la mano en gesto de advertencia y se incorporó de la silla, aturdido—. ¡Tengo que salir de aquí! ¡Tengo que marcharme!

Por su actitud frenética, pareció que se refería a salir corriendo de la casa en aquel mismo instante.

—Jonathan, ¿qué le has dicho para trastornarlo de esta manera? —preguntó Jera, entrando en la habitación con Tomás—. Querido Alfred, por favor, toma asiento y tranquilízate.

—Sólo le estaba contando esa vieja historia de los generales que mataban a sus hombres durante la guerra...

—¡Oh, Jonathan! —Jera movió la cabeza en ademán de reproche—. Pues claro que puedes irte, Alfred. Cuando tú quieras. ¡No eres nuestro prisionero!

«¡Sí que lo soy! —se dijo Alfred con un gemido inaudible—. ¡Soy un prisionero de mi propia ineptitud! ¡He llegado aquí a través de la Puerta de la Muerte por pura casualidad!

¡Yo solo nunca tendré el valor ni los conocimientos necesarios para regresar!»

—Piensa en tu amigo —añadió Tomás en tono consolador, mientras servía una taza de té—. No querrás abandonarlo a su suerte, ¿verdad?

—Lo siento... —Alfred se dejó caer de nuevo en la silla—. Perdonadme. Estoy..., estoy cansado, eso es todo. Muy cansado. Creo que iré a acostarme. Vamos, muchacho.

Posó una mano temblorosa en la cabeza del animal. Este alzó los ojos hacia él, soltó un gañido y meneó lentamente la cola, barriendo el suelo, pero no se incorporó.

El gañido tenía un tono extraño, un matiz que Alfred no le había oído nunca. Al advertirlo, observó con más atención al perro; éste intentó levantar la cabeza y volvió a hundirla entre las patas como si no tuviera fuerzas. De todos modos, el movimiento de la cola se aceleró ligeramente para indicar que agradecía la preocupación del sartán.

—¿Sucede algo malo? —inquirió Jera, mirando al can—. ¿Crees que el perro está enfermo?

—No estoy seguro. Me temo que no sé mucho de animales —murmuró Alfred, notando un nudo de temor en el estómago.

Había una cosa que sí sabía de aquel perro. O, al menos, la sospechaba. Y, si su sospecha era cierta, lo que le sucedía al animal indicaba que algo le sucedía a su amo.

CAPÍTULO 30

NECRÓPOLIS, ABARRACH

El estado del perro empeoró gradualmente. Al iniciarse el ciclo siguiente, no podía moverse en absoluto y yacía de costado en el suelo; tenía la respiración entrecortada y sus flancos se hinchaban y se comprimían con penoso esfuerzo. El animal rechazó todos los intentos de alimentarlo y de darle agua.

Aunque todos los ocupantes de la casa sentían lástima por el perro, Alfred era el único que daba muestras de preocupación ante sus sufrimientos. Los demás estaban concentrados en la expedición al castillo para rescatar el cadáver del príncipe. Terminaron de trazar sus planes después de discutirlos y considerarlos desde todos los puntos de vista, buscando posibles fallos. No encontraron ninguno.

—Va a ser casi ridículamente fácil —dijo Jera durante el desayuno.

—Disculpad que intervenga —apuntó Alfred con voz tímida—, pero he pasado algún tiempo en la corte de..., hum... En fin, del mundo del cual procedo. Allí las mazmorras del rey Stephen estaban protegidas por una numerosa guardia. ¿Cómo pensáis...?

—No vas a participar en esto —lo cortó el conde con aspereza—. No te entrometas.

Pero tal vez sí terminaría participando, se dijo Alfred. Su mirada se posó de nuevo en el perro enfermo. Sin embargo, no hizo más comentarios y prefirió esperar hasta que tuviera más datos.—No seas tan arisco, mi respetado conde —dijo Jonathan con una carcajada—. Todos confiamos en Alfred, ¿verdad?

Un pesado silencio se extendió sobre el grupo y un leve sonrojo bañó las mejillas de Jera. La duquesa se volvió involuntariamente hacia Tomás y éste sostuvo su mirada, movió la cabeza en un leve gesto de negativa y bajó la vista al plato. El conde soltó un nuevo bufido. Jonathan los miró uno por uno con perplejidad.

—¡Oh, vamos...! —empezó a decir.

—¿Más té, Alfred? —lo interrumpió Jera, al tiempo que levantaba la tetera de barro y la sostenía sobre la taza de éste.

—No, gracias, duquesa.

Nadie dijo una palabra más. Jonathan iba a añadir algo, pero lo detuvo una mirada de su esposa. Los únicos sonidos de la estancia eran la fatigosa respiración del perro y el esporádico tintineo de los cubiertos o de la vajilla de gres. Todos parecieron enormemente aliviados cuando Tomás se levantó de la mesa.

—Si me disculpáis, señoría —hizo una reverencia ajera—, es hora de que aparezca en la corte. Aunque soy un personaje que carece de importancia —añadió, con una sonrisa de modestia—, este ciclo, más que cualquier otro, no debo hacer nada que atraiga la atención sobre mí. Debo ser visto en mi lugar habitual a la hora de costumbre.

Alfred se mantuvo al margen del grupo, observando a los conspiradores, hasta que cada cual se dirigió a cumplir con su tarea. Tomás quedó solo en la planta baja del edificio y se encaminó a la puerta. Antes de que llegara a ésta, Alfred emergió de un rincón sombrío y agarró al cortesano por la manga de la túnica.

Tomás dio un respingo y volvió la vista con las facciones muy pálidas y ojos de susto.

—Perdona —dijo Alfred, sorprendido ante la reacción—. No pretendía asustarte.

Al ver quién lo agarraba, Tomás torció el gesto.

—¿Qué quieres? —inquirió con impaciencia, desasiéndose del contacto de Alfred—. Voy con retraso...

—¿Sería posible..., podrías hablar con tu amigo de las mazmorras y enterarte del..., del estado de mi amigo?

—Ya lo he contado antes. Está vivo, tal como tú has dicho —respondió Tomás—. Es lo único que sé.

—Pero podrías enterarte de..., de cómo está hoy —insistió Alfred, algo sorprendido de su propia temeridad—. Tengo la sensación de que ha caído enfermo. Gravemente enfermo.

—¿Por lo que le sucede al perro?

—Por favor...

—¡Ah!, está bien. Haré lo que pueda, pero no te prometo nada. Y, ahora, tengo que irme.

—Gracias. Eso era lo único que...

Pero Tomás ya se había marchado, dejando atrás la casa y sumándose a la muchedumbre de vivos y muertos que poblaba las calles de Necrópolis.

Alfred tomó asiento junto al perro y acarició su piel suave con una mano tranquilizadora. El animal estaba sumamente grave.

Horas después, Tomás regresó. Era casi la hora de la cena del dinasta, momento en que los cortesanos menos afortunados, aquellos que no estaban invitados al comedor de Su Majestad, dejaban el palacio para buscarse su propio alimento.

—Bien, ¿qué noticias traes? —le preguntó Jera—. ¿Todo va bien?

—Todo está en orden —asintió Tomás con expresión grave—. Su Majestad resucitará al príncipe durante la hora de amortiguar las lámparas.
{13}

—¿Y tenemos permiso para ver a la Reina Madre?

—La Reina ha tenido un gran placer en conceder el permiso personalmente.

Jera se volvió a su padre con un gesto de asentimiento.

—Todo está preparado. De todos modos, me pregunto si no deberíamos...

Tomás dirigió una mirada significativa hacia Alfred y la duquesa calló.

—Disculpad —murmuró Alfred, incorporándose con movimientos rígidos—. Os dejaré solos...

—No, espera. —Tomás levantó la mano y su expresión se hizo aún más seria—. Tengo noticias para ti, y me temo que esto afecta también a todos nosotros y a nuestros planes. He hablado con mi amigo, el conservador del turno de descanso, antes de que terminara el servicio hace unas horas. Lamento tener que confirmar que tus temores eran fundados, Alfred. Se rumorea que tu amigo está agonizando.

Veneno.

Haplo lo supo tan pronto como los calambres le retorcieron las tripas. Supo que aquélla era la causa de las náuseas que lo atenazaban. Lo supo, pero se negó a aceptarlo. ¡Aquello no tenía sentido! ¿Por qué?

Debilitado por los vómitos, permaneció tendido en la cama de piedra, encogido por el terrible dolor que le laceraba las entrañas con cuchillos de fuego. Se sentía reseco, atormentado por la sed. La conservadora del turno de vigilia le ofreció agua y Haplo tuvo las fuerzas justas para recoger el cuenco, pero el recipiente le resbaló de las manos y se estrelló en el suelo de roca. La nigromante se retiró a toda prisa. El agua se escurrió con rapidez en las grietas del suelo. Haplo se dejó caer de nuevo en la cama, observó cómo desaparecía y volvió a preguntarse por qué.

Intentó curarse con su magia, pero sus esfuerzos resultaron estériles; estaba demasiado débil y, al final, se dio por vencido. Desde el primer momento, había sabido que la magia curativa no daría resultado. Una mente astuta y sutil, una mente sartán, había tramado su muerte. El veneno era poderoso y actuaba por igual sobre su cuerpo y sobre su magia. El complejo círculo de runas interconectadas que constituía su esencia vital estaba desmoronándose y no podía reconstruirlo. Era como si los bordes de las runas estuvieran desapareciendo, y ya no pudieran unirse unas con otras. ¿Por qué?

—¿Por qué?

Haplo, perplejo, tardó un momento en darse cuenta de que su pregunta acababa de ser repetida en voz alta. Incorporó la cabeza. Cada uno de sus movimientos estaba cargado de dolor y le costaba una voluntad y un esfuerzo extraordinarios. Sus ojos, velados por la sombra de la muerte, apenas distinguieron la figura del dinasta en el marco de la puerta.

—¿Por qué, qué? —insistió Kleitus sin alzar la voz.

—¿Por qué... matarme? —logró articular Haplo. Jadeante, entre arcadas, se dobló por la cintura apretándose el vientre. El sudor le resbaló por el rostro y contuvo un grito de agonía.

—¡Ah!, veo que entiendes lo que te sucede. Doloroso, ¿verdad? Lo lamento, pero necesitaba un veneno de efecto lento y no he tenido mucho tiempo para dedicarme a estudiarlo. Lo que he improvisado es tosco, pero eficaz. ¿Te está matando, verdad?

Lo preguntó como si fuera un profesor inquiriendo a un alumno si su experimento de alquimia se desarrollaba satisfactoriamente.

—¡Sí, maldita sea! ¡Me está matando! —gruñó Haplo.

Se sentía furioso. No por el hecho de morir, pues ya había visto de cerca la muerte cuando lo habían atacado los caodín, pero en esa ocasión habría muerto satisfecho pues había combatido bien, había derrotado al enemigo y se había alzado vencedor. Ahora, en cambio, moría ignominiosamente, a manos de otro, tras una agonía penosa e incapaz de defenderse.

Se levantó del lecho de piedra en un supremo esfuerzo, se lanzó hacia la puerta de la celda y cayó al suelo. Alargó la mano y sus dedos asieron el borde de la túnica del dinasta antes de que el sorprendido Kleitus tuviera tiempo de apartarse.

—¿Por qué? —repitió Haplo, agarrado a la tela negra con tonos púrpura—. ¡Yo te habría conducido a... la Puerta de la Muerte!

—No necesito que me lleves a ella —contestó Kleitus, flemático—. Ya sé dónde está la puerta. Sé cómo se cruza. No te necesito... para eso.

El dinasta se inclinó y alargó la mano para tocar la mano cubierta de runas que se agarraba de sus negras ropas.

Haplo rechinó los dientes pero no soltó su presa. Unos dedos delicados siguieron los trazos de las runas sobre la piel del patryn.

—Sí, ahora empiezas a entender. Dar nueva vida a los muertos nos exige tanta energía mágica que nos deja incapacitados para nada más. No me había dado cuenta de hasta qué punto hasta que te he conocido. Has intentado ocultar tu poder, pero lo he percibido. Podría haberte arrojado una lanza, cien lanzas, y no te habría causado ni un rasguño, ¿no es cierto? Sí, claro que lo es. De hecho, es probable que saldrías vivo e incólume aunque te cayera encima todo este castillo...

Los dedos del dinasta continuaron trazando los signos mágicos tatuados. Los recorrieron lentamente, con ansia, con codicia. Haplo lo observó, incrédulo, comprendiendo sus propósitos.

—Ya no podemos conseguir nada más de nuestra magia. ¡Pero aún podemos obtener mucho de la tuya! —El dinasta se incorporó con gesto enérgico, contempló a Haplo desde lo que al moribundo patryn le pareció una tremenda altura, y añadió—: Por eso no podía permitirme estropear tu cuerpo. Las runas de tu piel deben permanecer intactas, completas, para que las pueda estudiar a conciencia. Sin duda, tu cadáver me ayudará mucho a explicar el significado de las runas.

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