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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (42 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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»Nuestros antepasados tacharon de "bárbara" vuestra magia. Estúpidos. Ahora, sumaré tu magia a la mía y seré invencible. Incluso, cálculo, frente a ese que llamas Señor del Nexo.

Haplo rodó por el suelo hasta quedar boca arriba. Su mano soltó la túnica del dinasta; ya no le quedaba fuerza en los dedos para seguir asido a ella.

—Y, luego, está tu camarada, tu aliado. El que puede dar muerte a los muertos.

—Amigo, no —susurró Haplo, apenas consciente de lo que decía el dinasta y de lo que él respondía—. Enemigo.

—¿Un hombre que arriesga su vida por salvar la tuya? Me parece que no dices la verdad —replicó Kleitus con una sonrisa—. Según dedujo Tomás de ciertos comentarios de ese compañero tuyo, parece que aborrece la nigromancia y que no habría venido a resucitar tu cadáver, si estuvieras muerto. Lo más probable es que hubiera huido de este mundo, y entonces lo habría perdido. Sin embargo, yo intuí que existía alguna especie de conexión empática entre vosotros. Y ha resultado que estaba en lo cierto. Según Tomás, ese amigo tuyo sabe, de alguna manera, que estás agonizando. Y cree que existe alguna posibilidad de salvarte. Por supuesto, no es así, pero eso a tu amigo no lo preocupa. Al menos, no lo preocupará mucho tiempo...

El dinasta apartó el borde de la túnica y añadió para terminar:

—Y, ahora, debo comenzar la resurrección del príncipe Edmund.

Haplo escuchó la voz de Kleitus alejándose, escuchó el roce del borde de la túnica con el suelo y la voz se convirtió en el ruido de la tela, o tal vez este ruido era la voz:

—No te preocupes. Tu agonía ya casi ha terminado. Imagino que el dolor remite, hacia el final.

»Ya lo ves, Haplo; no es preciso que te preguntes por qué. La profecía... —oyó decir a la voz—. Todo se debe a la profecía.

Haplo permaneció tendido, con la espalda contra el suelo, incapaz de moverse. Aquel bastardo tenía razón. El dolor empezaba a desaparecer... porque su vida también desaparecía. «Me estoy muriendo —pensó—. Me muero y no puedo hacer absolutamente nada para evitarlo. Muero en cumplimiento de una profecía.»

—¿Cuál..., cuál es esa profecía? —gritó el patryn.

Pero su grito no fue, en realidad, más que un jadeo. Nadie le respondió. Nadie lo oyó. Ni siquiera él mismo.

CAPÍTULO 31

NECRÓPOLIS, ABARRACH

Los conspiradores suplicaron, discutieron y apelaron hasta convencer finalmente al viejo conde de que permitiera a Alfred acompañarlos en la misión a palacio. Tomás habló con elocuencia en favor de Alfred, hecho que sorprendió considerablemente a éste. En su primer encuentro, había tenido la clara impresión de que Tomás desconfiaba de él. Alfred se preguntó, con cierta inquietud, a qué se debía el cambio.

No obstante, estaba decidido a ir al castillo, a acudir en ayuda de Haplo, pese a aquella molesta vocecilla interior que no dejaba de insistir en que sería mejor, más fácil y más cómodo dejar morir al patryn.

Alfred era consciente de la villanía que tramaba el patryn, de la maldad que ya había causado, provocando una guerra en el mundo de Ariano. Sí, tal vez Haplo había sido la mecha, se replicó a sí mismo, pero la pólvora ya estaba preparada y dispuesta para la ignición mucho antes de que el patryn se presentara.

Además, siguió diciéndose Alfred, necesitaba a Haplo para poder escapar de aquel mundo terrible.

«¡No necesitas a Haplo para eso! —le replicó la vocecilla—. Puedes atravesar la Puerta de la Muerte por tu cuenta. Tu magia es lo bastante fuerte. Ya te ha llevado al Nexo. Y, si está agonizando, ¿qué harás? ¿Salvarle la vida? ¿Salvarlo como hiciste con Bane? ¡El chiquillo estaba muñéndose y tú lo reviviste! ¡Nigromante!»A Alfred se le encogió el ánimo, indeciso. De nuevo, se veía enfrentado con aquella terrible opción. ¿Y si salvaba a Haplo y con ello daba otra oportunidad al mal? El patryn era capaz de cometer crímenes horribles; Alfred lo había visto en su mente. Habría sido fácil, muy fácil, volverse de espaldas y dejar morir al patryn. Si la situación hubiera sido la inversa, Haplo no habría levantado uno solo de sus dedos cubiertos de runas para salvarlo. Y, sin embargo..., sin embargo... ¿Dónde quedaba la compasión, la misericordia?

Un sonido quejumbroso despertó al sartán de sus confusas meditaciones y atrajo su atención hacia el perro, que yacía a sus pies. El animal no podía incorporar la cabeza y sólo era capaz de menear el rabo, que golpeaba el suelo débilmente. Alfred apenas se había apartado del lado del perro en todo el ciclo, pues el animal parecía más tranquilo cuando lo tenía a la vista. En varias ocasiones, temiendo que el pobre can hubiera muerto, se vio obligado a poner la mano en el flanco de éste para comprobar si le latía el corazón. Pero siempre encontró el pulso vital, débil e inseguro, bajo sus dedos suaves.

Los ojos del perro lo contemplaron con una expresión de confianza que parecía decir: «No sé por qué sufro así, pero estoy seguro de que tú lo solucionarás».

Alfred alargó la mano y le acarició la testuz. El animal, reconfortado por el contacto, cerró los ojos con aire paciente.

«Digamos —replicó el sartán a la molesta vocecilla interior— que no estoy salvando a Haplo, sino a su perro. O, mejor, que voy a intentar salvarlo», se corrigió, preocupado e insatisfecho.

—¿Cómo? —preguntó Jera—. ¿Decías algo, Alfred?

—Yo... me preguntaba si se sabe qué le sucede a mi amigo.

—Según la estimada opinión del conservador —respondió Tomás—, la magia de tu amigo no puede mantenerlo vivo en este mundo. Igual que la magia de los mensch fue incapaz de asegurarles la supervivencia.

—Entiendo —murmuró Alfred, pero no era cierto que entendiera; más aún, no creía una palabra. El sartán no había estado mucho rato en el Laberinto (en el cuerpo de Haplo), pero estaba seguro de que nadie que hubiera sobrevivido en aquel lugar espantoso caería muerto ante las condiciones de vida de Abarrach. Alguien estaba engañando a Tomás..., o tal vez era éste quien mentía al grupo. Un temblor nervioso convulsionó una de sus piernas. Cerró la mano sobre el músculo crispado e intentó que el temblor no se notara en su voz.

—En ese caso, debo insistir en acompañaros. Estoy seguro de que puedo ser de utilidad.

—Tanto si puede ayudar a su amigo como si no —dijo Jera a su padre, el cual miraba a Alfred con gesto ceñudo—, nosotros sí que vamos a necesitar su ayuda. Jonathan y yo llevaremos al príncipe y Tomás no podrá acarrear él solo a un hombre enfermo o... perdona, Alfred, pero debemos ser realistas..., o muerto. No nos interesa dejar a Haplo, cualquiera que sea su estado, en manos del dinasta.

—Si tuviera veinte años menos...

—Pero no los tienes, padre —le advirtió Jera.

—¡Aún me desenvuelvo mejor que ése! —tronó el conde, señalando a Alfred con un dedo huesudo.

—Pero no puedes hacer nada para ayudar a Haplo.

—Todos nuestros planes continúan igual que antes, señoría —añadió Tomás—. Simplemente, incluimos a uno más en el grupo.

—Tal como han preparado las cosas mi esposa y Tomás, todo será absolutamente fácil y seguro —declaró Jonathan, contemplando con orgullo a la duquesa—. Cuando tengamos al príncipe, nos reuniremos en la puerta, como está previsto.

—Todo saldrá bien, padre. —Jera se inclinó hacia el viejo y lo besó en la mejilla llena de arrugas—. ¡Este período de descanso marcará el inicio del fin de la dinastía de Kleitus!

El principio del fin. Sus palabras atravesaron a Alfred como la vibración de la onda, excitaron sus nervios y lo dejaron molido y aplanado cuando la sensación hubo pasado.

—No puedes aparecer en la corte con esas ropas —dijo Jera, estudiando la indumentaria de Alfred, sus desteñidos calzones de raso por las rodillas y la raída chaqueta de terciopelo—. Llamarías demasiado la atención. Tendremos que encontrar otras que te sirvan.

—Lo siento, querida —comentó Jonathan, una vez efectuada la transformación de Alfred—, pero no creo que las cosas hayan mejorado mucho.

El modo de andar de Alfred, con los hombros echados hacia adelante, producía una falsa impresión de su auténtica estatura, haciéndolo parecer más bajo de lo que era en realidad. Al principio, Jera había pensado en enfundarlo en una túnica gris de Tomás, pero el joven era bajo para lo habitual en un sartán y el borde de su túnica le llegaba a Alfred a media pan-torrilla, produciendo un efecto ridículo. La duquesa buscó la prenda más grande que pudo encontrar y, finalmente, proporcionó al extranjero una de las túnicas cortesanas desechadas por Tomás.

Alfred se sintió tremendamente incómodo con la túnica negra de nigromante e inició una débil protesta, pero nadie le hizo el menor caso. La túnica le llegaba justo por encima de sus tobillos, largos y huesudos. Por lo menos, pudo conservar su calzado, pues no había ningún zapato que se ajustara a sus enormes pies.

—Es probable que lo tomen por un refugiado —comentó Jera con un suspiro—. No te quites la capucha de la cabeza y no cruces una palabra con nadie —aleccionó a Alfred—. Deja que nosotros nos ocupemos de eso.

La túnica iba ceñida con un holgado cinturón. Tomás añadió una bolsa de puntillas que se llevaba al cinto. Jera habría agregado una daga para esconderla en la bolsa, pero Alfred la rechazó con gesto inflexible.

—No voy a llevar armas —proclamó, apartándose de la daga como si fuera una de aquellas mortíferas serpientes de la jungla de Ariano.

—Sólo es una medida de protección —indicó Jonathan—. Ninguno de nosotros piensa ni por un instante que tengamos que utilizar estas armas. Mira, yo llevo la mía —mostró un puñal de plata con incrustaciones de piedras preciosas—. Era de mi padre.

—No la quiero —insistió Alfred, terco—. Hice un juramento...

—¡Hice un juramento! ¡Hice un juramento! —remedó sus palabras el conde, con una mueca de desagrado—. No lo obligues a llevarla, Jera. Casi es mejor así. Probablemente, sólo conseguiría cortarse a sí mismo.

Así pues, Alfred no llevó armas.

Había supuesto que entrarían a hurtadillas en el palacio a altas horas del período que correspondía a la noche en aquel mundo, de modo que lo desconcertó mucho que, poco después de la cena, Tomás anunciara que era momento de ponerse en marcha.

Las despedidas fueron breves y desprovistas de emoción, como las de quienes saben que volverán a verse en breve. Todos estaban nerviosos, expectantes, y nadie parecía sentir miedo o sensación de peligro alguno.

La posible excepción era Tomás. Habiéndolo pillado en lo que estaba seguro de que era una mentira, al hablar de Haplo, Alfred estuvo muy pendiente de Tomás y creyó advertir que su sonrisa relajada era algo forzada, que su risa despreocupada llegaba siempre una fracción de segundo demasiado tarde para ser natural, que tendía a desviar la vista cada vez que alguien lo miraba directamente a los ojos.

Alfred pensó en comentarle sus sospechas a Jera, pero rechazó la idea. Sólo conseguiría empeorar las cosas. Él era un extranjero, un desconocido, y los duques conocían a Tomás desde mucho antes que a él. La duquesa no lo escucharía. Allí, nadie confiaba en él. ¡Incluso podían decidir dejarlo atrás!

Antes de marcharse, Alfred echó una última mirada al perro.

—El animal está muriéndose —afirmó el conde bruscamente.

—Sí, lo sé. —Alfred acarició la piel suave del pobre perro y le dio unas palmaditas en los flancos jadeantes.

—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer con él? —inquirió el viejo—. No puedo llevar el cadáver a rastras hasta la puerta.

—Déjalo —dijo Alfred, incorporándose con un suspiro—. Si todo sale bien, el animal vendrá a nuestro encuentro. De lo contrario, no importará.

Pese a que el dinasta no iba a aparecer en público, la corte estaba a rebosar de gente. Alfred había considerado abarrotadas y claustrofóbicas las calles hasta que entró en el castillo. Allí se podía encontrar de noche a la mayoría de los habitantes vivos de Necrópolis, dedicados a bailar, a cuchichear chismes, a las partidas de fichas rúnicas y a dar cuenta de la comida del dinasta.

Al entrar en la concurrida antecámara, con sumo cuidado de no tropezar con los pies de Jonathan y de no pisar el borde de la túnica de Jera, Alfred se sintió casi sofocado por el calor, el perfume de la flor de rez y el estruendo de las risas y la música. La fragancia del rez era deliciosa, dulce y aromática, pero no conseguía enmascarar por completo otro olor persistente en la sala de baile, un olor profundo, penetrante, empalagoso y nauseabundo en aquel calor. El olor de la muerte.

Los vivos comían, bebían, contaban chistes y coqueteaban. Los muertos se movían entre ellos, sirviéndoles. Detrás de los cadáveres, las sombras fantasmales casi desaparecían bajo el resplandor de la brillante iluminación.

Todo el mundo que se cruzaba con ellos saludaba con entusiasmo a los duques.

—¿Habéis oído la noticia, queridos? ¡Va a haber una guerra! ¿No es emocionante? —exclamó una mujer vestida con una túnica malva, poniendo los ojos en blanco de arrobamiento.

Jera, Jonathan y Tomás participaron en las risas, los bailes y los intercambios de chismes, mientras se abrían paso entre la multitud de la antecámara arrastrando con ellos, mediante empujones, a un Alfred tambaleante y acongojado. De la antecámara pasaron al salón de baile, que estaba aún más abarrotado, si tal cosa era posible.

De improviso, un movimiento de la multitud separó a Alfred de sus compañeros. El sartán dio un paso vacilante hacia el lugar donde había visto por última vez la cabellera lustrosa de Jera y se encontró en medio de un grupo de jóvenes que se entretenían contemplando la danza de un muerto.

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