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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (34 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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El aire de las catacumbas era rancio, cargado y helado. El olor a putrefacción impregnaba la atmósfera hasta tal punto que Haplo habría jurado que la notaba como una capa aceitosa en el fondo de la boca. El único sonido que lo acompañaba eran las pisadas de los muertos que los escoltaban.

—¿Qué es eso? —preguntó de pronto una voz extraña.

El canciller soltó un jadeo y, en un gesto involuntario, alargó la mano y asió por el brazo a Haplo. El vivo se agarró al vivo. Haplo, por su parte, se sintió desconcertado al notar el vuelco que le daba el corazón y no amenazó a Pons por tocarlo, aunque casi al instante se sacudió con irritación la mano que lo asía.

Una forma fantasmal emergió de las sombras a la luz de las teas.

—¡Por las llamas y las cenizas, conservador, me has asustado! —exclamó Pons, al tiempo que se secaba el sudor de la frente con la manga de la túnica negra orlada de verde, que era el distintivo de su rango en la corte—. ¡No vuelvas a hacerlo!

—Disculpadme, señor, pero aquí abajo no acostumbramos a recibir visitas de los vivos.

La figura hizo una reverencia. Haplo —para su alivio, aunque no le gustara reconocerlo— advirtió que el hombre era un vivo.

—Pues será mejor que te acostumbres —replicó Pons con acritud, en un evidente intento de compensar la debilidad que había mostrado momentos antes—. Aquí tienes un prisionero vivo y ha de ser bien tratado, por orden de Su Majestad.

—Los prisioneros vivos —murmuró el conservador con una fría mirada a Haplo— son una molestia.

—Lo sé, lo sé, pero no nos queda otro remedio. Ese de ahí... —Pons se llevó a un rincón al nigromante conservador de cadáveres y le cuchicheó unas frases enfáticas al oído.

Los dos sartán dirigieron la vista a las runas tatuadas en la piel de las manos y de los brazos de Haplo. Las miradas le despertaron un hormigueo, pero el patryn se obligó a permanecer inalterable durante la inspección. No pensaba darles la satisfacción de comprobar que conseguían ponerlo nervioso.

El conservador no pareció demasiado impresionado.

—Bicho raro o no, lo cierto es que será preciso darle de comer y de beber, y tenerlo vigilado, ¿no es eso? Y yo soy el único hombre aquí abajo durante el turno del medio ciclo de descanso; no tengo a nadie que me eche una mano, aunque la he pedido muchas veces.

—Su Majestad lo sabe..., lo lamenta mucho..., no es posible, de momento... —Haplo oyó murmurar a Pons. El conservador de cadáveres soltó un bufido, señaló al patryn con un gesto y dio una orden a uno de los muertos.

—Pon al vivo en la celda contigua a la del muerto que han traído hace un rato. Así podré trabajar con uno y vigilar al otro.

—Estoy seguro de que Su Majestad querrá hablar contigo mañana —dijo el canciller a Haplo, a modo de despedida.

«Seguro que sí», respondió Haplo, pero sin abrir la boca.

—¡Dile a esa cosa que me quite inmediatamente las manos de encima! —exigió, rehuyendo el contacto con el cadáver.

—¿Qué os dije, señor? —comentó el conservador a Pons—. Ven conmigo, pues.

Haplo y su escolta avanzaron ante celdas ocupadas por cadáveres, unos tendidos sobre fríos lechos de piedra, otros en pie y deambulando sin objeto. En la oscuridad del lugar, podía verse a los fantasmas cerca de sus cuerpos; su suave resplandor pálido iluminaba débilmente las sombras de las celdas. Barrotes de hierro y puertas cerradas impedían la huida de las pequeñas celdas, parecidas a nichos.

—¿Encerráis a los muertos? —preguntó Haplo, casi riéndose.

El conservador se detuvo e introdujo una llave en la puerta de una celda vacía. Haplo vio en la celda contigua el cadáver del príncipe, con un gran orificio en el pecho, colocado sobre un féretro de piedra y velado por dos cadáveres.

—¡Claro que los tenemos encerrados! ¡No querrás que los tenga vagando por ahí! Ya tengo bastante trabajo tal como están las cosas. ¡Deprisa, no tengo toda la noche! Ese recién llegado no está para retrasos. Supongo que querrás algo de comer y de beber, ¿no? —El conservador cerró la puerta, pasó la llave y miró con ira al prisionero a través de los barrotes.

—Sólo agua. —Haplo no tenía mucho apetito.

El conservador trajo una taza, la introdujo entre los barrotes y le sirvió un cucharón de agua de un cubo. Haplo tomó un sorbo y lo escupió. El agua sabía a podrido, con aquel olor que lo impregnaba todo. Con el resto del líquido, se lavó la sangre del príncipe de las manos, los brazos y las piernas.

El nigromante de las mazmorras frunció el entrecejo como si considerara aquello una pérdida de valiosa agua, pero no hizo comentarios. Era evidente su impaciencia por iniciar el trabajo con el príncipe. Haplo se dejó caer sobre la dura piedra, con unos puñados de hierba de kairn por colchón.

Un cántico sartán se alzó, agudo y quejumbroso, esparciendo un débil eco por las celdas. Ante aquel sonido, pareció surgir otro cántico casi inaudible, un gemido doliente y sobrecogedor, cargado de un indecible pesar. «Los fantasmas», se dijo Haplo. Pero el sonido le recordó al patryn el último aullido, lleno de dolor, de su perro. Vio los ojos del animal mirándolo, confiados en que su amo acudiría a ayudarlo como siempre hacía. Fiel, entregado a él hasta el final.

Haplo apretó los dientes y apartó la imagen de su mente. Rebuscó en el bolsillo y sacó una de las fichas de juego, que había conseguido escamotear de la mesa. En la oscuridad de la celda no podía verla, pero le dio vueltas en la mano y trazó con los dedos el signo mágico grabado en su superficie.

CAPÍTULO 25

ANTIGUAS PROVINCIAS, ABARRACH

—Y entonces, padre, el fantasma empezó a cobrar forma y a...

—¿... a hacerse sólido, hija?

—No. —Jera titubeó, pensativa, intentando expresar sus recuerdos en palabras—. Continuó etéreo, traslúcido. Si intentaba tocarlo, mi mano no notaba nada. Sin embargo, podía ver... rasgos, detalles. Las insignias que llevaba en el pecho, la forma de la nariz, las cicatrices de combate de sus brazos. ¡Pude ver los ojos de ese hombre, padre! ¡Sí, sus ojos! Él me miró; nos miró a todos. Y fue como si hubiera obtenido una gran victoria. Después..., ¡desapareció!

Jera abrió los brazos. Sus palabras eran tan sugestivas y su gesto tan elocuente que Alfred casi pudo ver de nuevo la figura diáfana desvaneciéndose como la bruma matutina bajo un sol radiante.

—¡Deberías haber visto la expresión del viejo canciller! —añadió Jonathan con su risa cálida y juvenil.

—¡Hum...! Sí, claro —murmuró el viejo conde.

Jera se sonrojó delicadamente.

—Querido esposo, este asunto es muy serio.

—Lo sé, querida, lo sé —Jonathan luchó por recobrar la compostura—, pero tienes que reconocer que fue divertido...

En los labios de Jera asomó una sonrisa.

—¿Más vino, padre? —musitó, y se apresuró a llenar la copa del anciano. Cuando creyó que éste no la miraba, Jera sonrió de nuevo y movió la cabeza en un gesto burlón de fingido reproche a su esposo, quien le devolvió la sonrisa con un guiño.

El conde la vio y no le pareció divertido. Alfred tuvo la incómoda impresión de que al viejo no se le escapaba apenas nada de cuanto sucedía a su alrededor. Hombre enjuto y marchito, los ojos negros y brillantes del conde recorrían constantemente la habitación, como dardos; de pronto, los dardos se clavaron en Alfred.

—Me gustaría verte hacer ese hechizo. —El hombre habló como si Alfred hubiera realizado un truco de cartas ingenioso. Se inclinó hacia adelante en su asiento y se apoyó sobre sus huesudos codos—. Hazlo otra vez. Llamaré a uno de los cadáveres. ¿De cuál nos podríamos desprender, hija...?

—Yo... No podría... —balbució Alfred, sonrojándose más y más mientras trataba de salir del estado de confusión que amenazaba con engullirlo—. Fue un impulso. Una reacción... instintiva, ¿entendéis? Levanté la vista y... y vi bajar la espada. Las runas... surgieron en mi cabeza, se iluminaron... por decirlo de algún modo.

—Y luego volvieron a apagarse, ¿no? —El conde hundió un dedo huesudo en las costillas de Alfred. Todo el cuerpo del viejo parecía tallado en granito.

—... Por decirlo de algún modo —asintió Alfred.

El conde se rió por lo bajo y le hundió de nuevo el dedo. Alfred casi pudo ver cómo le era aspirada la verdad como si de sangre se tratara, cada vez que aquel dedo como una navaja o aquellos ojos como cuchillas se clavaban en él. Pero ¿era realmente la verdad? ¿De veras no sabía lo que había hecho? ¿O era sólo que una parte de él se lo ocultaba a la otra, cosa que tan bien había aprendido a hacer tras tantos años de verse obligado a ocultar su identidad?

Por último, se pasó la mano por los cabellos.

—Déjalo, padre —Jera se colocó junto a Alfred y apoyó las manos en sus hombros—. ¿Más vino?

—No, gracias, señora. —El vaso de Alfred continuaba intacto—. Si me excusáis, estoy muy cansado. Querría acostarme...

—Desde luego, Alfred —intervino Jonathan—. Hemos sido muy desconsiderados al tenerte en vela hasta tan entrada la hora del sueño del dinasta, después de lo que debe de haber sido un ciclo terrible para ti...

«Más de lo que imaginas, —se dijo Alfred con tristeza—. Más de lo que imaginas.» Con un escalofrío, se puso en pie a duras penas.

—Te acompañaré a tu habitación —se ofreció Jera.

El leve sonido de una campanilla sonó débilmente en la penumbra a la luz de las lámparas de gas. Los cuatro ocupantes de la estancia callaron y tres de ellos intercambiaron miradas de inteligencia.

—Serán noticias de palacio —dijo el conde, empezando a incorporarse sobre sus piernas crepitantes.

—Iré yo —dijo Jera—. No me atrevo a confiar en los muertos.

La duquesa abandonó la estancia.

—Estoy seguro de que querrás escuchar esto, amigo —comentó el conde con un pronunciado brillo en sus ojos negros, e hizo un gesto invitando, u ordenando, a Alfred que se sentara.

Alfred no tuvo más remedio que volver a su asiento, aunque se sentía penosamente consciente de que no deseaba escuchar ninguna noticia que llegara apresuradamente y en secreto, a una hora que era el equivalente a la madrugada en aquel mundo en sombras.

Los tres sartán esperaron en silencio. Jonathan, pálido y con la expresión preocupada; el viejo conde, con aire astuto y animado. Y Alfred con la mirada extraviada en la pared desnuda de la estancia.

El conde vivía en las Antiguas Provincias, en lo que tiempo atrás había sido una propiedad grande y rica. En eras pasadas, la tierra había estado viva y un número inmenso de cadáveres las atendía. La mansión se levantaba entonces entre campos ondulantes de hierba de kairn y grandes árboles lantís de flores azules. Ahora, la propia casa era un cadáver. Las tierras que la rodeaban eran mares de barro ceniciento, desolados y yermos, creados por la lluvia incesante.

La vivienda del conde no era una edificación excavada en la caverna, como tantas en Necrópolis, sino que había sido construida con bloques de piedra en un estilo que recordó poderosamente a Alfred los castillos creados por los sartán en el momento cumbre de su poder en el Reino Superior de Ariano.

El castillo era imponente, pero la mayoría de las estancias de la parte de atrás habían sido cerradas y abandonadas, pues resultaban difíciles de mantener debido a que el único ser vivo que habitaba allí era el conde, junto a los cadáveres de sus viejos sirvientes. En cambio, la parte delantera estaba extraordinariamente bien conservada, en comparación con las demás mansiones en ruinas que habían visto durante el recorrido en carruaje por aquellas Antiguas Provincias.

—Es cosa de las antiguas runas, ¿sabes? —dijo el conde a Alfred con una mirada penetrante—. La mayoría de la gente las quitó. No sabían leerlas y consideraban que daban un aspecto anticuado a las casas. Yo, no; yo las dejé y me ocupé de ellas. Y ellas se han ocupado de mí. Han mantenido la mansión en pie cuando tantas otras se han hundido en el polvo.

Alfred leyó las runas y casi percibió la fuerza de la magia, que sostenía las paredes en el transcurso de los siglos. Pero no comentó nada, temeroso de decir demasiado.

La parte habitada del castillo consistía en las dependencias de los servicios del piso inferior: la cocina, habitaciones para criados, despensa, entradas delantera y trasera y un laboratorio donde el conde realizaba sus experimentos en un intento de devolver la vida al suelo de las Antiguas Provincias. Los dos pisos superiores se dividían en los confortables aposentos de la familia, las alcobas, las habitaciones de invitados, la sala de dibujo y el comedor.

La figurilla de un reloj de dinasta
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se encaminó a su alcoba, indicando la hora. Alfred añoraba la cama, el sueño, la bendición del olvido, aunque sólo fuera durante unas pocas horas, antes de volver a aquella pesadilla en vela.

Debió de quedarse amodorrado pues, cuando se abrió una puerta, experimentó la desagradable sensación de despertar, con un hormigueo, de una siesta que no había tenido intención de hacer. Con un parpadeo, concentró sus ojos turbios en Jera y en un hombre envuelto en una capa negra, que aparecieron por una puerta en el extremo opuesto de la estancia.

—He pensado que debíais escuchar esta noticia de boca del propio Tomás, por si tenéis alguna pregunta que hacer —dijo Jera.

Alfred supo en aquel mismo instante que la noticia era mala y hundió la cabeza entre las manos. ¿Cuántos golpes más sería capaz de soportar?

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